El enigma de las seis caras

El enigma de las seis caras

PRIMERA PARTE

“Yo no sabía qué decir; mi boca no sabía nombrar; mis ojos eran ciegos, y algo golpeaba en mi alma”. Pablo Neruda. Memorial de Isla Negra.

“Viajando encontrarás a otros, trabajando disfrutarás la vida…” Las mil y una noches. Anónimo.

1

Paula llevaba horas meditando sentada frente a su escritorio; no se le ocurría nada y las páginas seguían en blanco. Tenía la mente turbia y la imaginación vacía. Buscaba un país distinto, donde las aventuras de los héroes aún no las conociera nadie, donde los príncipes que rescataban princesas de malvados dragones no fueran apuestos y valientes, donde los alienígenas o los zombis no causaran terror. Todos los países quedaban demasiado lejos. Cerraba los ojos e imaginaba que se extendían hasta el infinito y no podía tocarlos, ni siquiera imaginarlos. Le horrorizaba la posibilidad de que a fuerza de permanecer tanto tiempo sin inventar historias se hubiera vuelto de hielo, igual que se transformó Kay frente a la Reina de las Nieves.

Todo lo que quería contar se había contado ya; eso creía ella. Si viviera en Damasco se uniría a los narradores de la noche y relataría un cuento cada día fumando el narguile; el narguile es una fuente de inspiración semejante a un auditorio ávido de oír relatos. Cuando era niña se sentaba a mirar el cielo o el mar o a sentir el viento al atardecer, y eso bastaba para que aparecieran las ideas, eso y los ojos de sus acompañantes fijos en ella esperando a que comenzara. Ahora se encontraba buscando un país. “En un país lejano…” así recordaba que empezaba a contar, pero el país no aparecía. Se puso en pie y comenzó a pasear por la habitación. Los recuerdos de la niñez constituían una montaña demasiado pesada para eludirlos; sin embargo era inútil regresar, los cuentos fantásticos se habían acabado. En el fondo, sólo quería demostrar a Pedro que era capaz de seguir inventando. Había dedicado más de una semana a estrujarse el cerebro por si ideaba algo tan extraordinario que le hiciera palidecer de envidia, y no había obtenido resultados.

También los libros habían dejado de proporcionarle una visión novedosa. Trabajaba desde hacía seis meses en la biblioteca Marqués de Valdecilla, de la Complutense, y leía tanto que creyó que ese era el motivo por el que el cerebro se le había secado. En cambio a Don Quijote los libros le sorbieron el seso, y la imaginación se le desbordó. Ella deseaba recuperar la imaginación sin perder el seso.

Se celebraban los quinientos años de la muerte de Cervantes. En los medios, en las salas de exposiciones, en las ciudades, en los colegios infantiles, sólo se hablaba de El Quijote. Don Quijote vivía en un país de la Mancha; Cervantes no quería acordarse de ese lugar donde vivía Alonso Quijano y creó uno que estaba lejos y cerca, un mundo que era extenso e inextenso, una línea donde coexistían dos demarcaciones contrarias. Cervantes unió lo material y lo ficticio, pero los estudiosos lo han encontrado, los investigadores lo averiguan todo.

Para Paula, al delimitar el país donde vivió Don Quijote, se había roto la magia de la lejanía. La LEJANÍA era una magnitud desconocida e inalcanzable a la que nunca se llegaba; descubrirla y convertirla en realidad era una burla a la fantasía. En el país que buscaba, la distancia no se podía medir en términos de espacio ni de tiempo porque ambos no tienen límites. Era mejor no acordarse de nada, era mejor pensar e imaginar, ese había sido siempre su lema, ¿por qué no le funcionaba ahora?

Acababa de cumplir veintiún años. Le quedaba uno para terminar la carrera de biblioteconomía. Había sido una suerte conseguir el empleo en la universidad. En cuanto empezó a ganar dinero como becaria se buscó un apartamento en el barrio de Atocha y se independizó de sus padres. Era antiguo y pequeño, aunque suficiente para ella, y estaba reformado. El único contratiempo era que leía demasiado y su cabeza se embotaba. Mezclaba sus lecturas infantiles con las de adulta porque pensaba que todas las historias de los cuentos constituían un trampolín para comprender mejor el mundo de los mayores, como si eso le ayudara a crecer dentro de la literatura. Reconocía que en muchas ocasiones pecaba de ingenua y contrastaba con su comportamiento maduro.

A Pedro le hacía gracia esa antítesis y sus manifestaciones de convertirse en escritora-cuentista le parecían exageradas. Le decía que eran celos porque él escribía todos los días un artículo de opinión y ella sólo sabía manejar palabras, pero no escribirlas, por eso Paula le propuso lo del reto, sólo para que viera que estaba equivocado: le desafiaba a inventar siete relatos, debían ser siete, como los números mágicos, y el plazo para terminarlos seis meses. Pedro se rió, ¿no sabía que para él era lo más sencillo del mundo? Esto la irritó más y resolvió que se esforzaría al máximo para superarle.

Ahora se arrepentía, se había sometido por cabezonería a una prueba que se le resistía. Necesitaba siete vidas para que su mente se abriera, como se abrió el habla de Salim al oír a los siete contadores de la noche, únicamente así recuperaría la luz. Siete historias por descubrir, que debía buscar en algún lugar, en otro país. Necesitaba salir, como Don Quijote, para hallar espacios nuevos, rumbo a sus pensamientos, para enderezar tuertos, enmendar sinrazones o mejorar abusos (…), aunque ya antes lo había logrado él con creces, que en su cabeza y en su voluntad estaban sus ideales y eran suficientes, y al final encontró la claridad que necesitaba. Quijano no luchó contra gigantes-molinos, sino contra otros más peligrosos, los del materialismo; a veces es preferible volverse loco por leer que por no leer. Ella necesitaba, como él, andar por los caminos, y seguiría las huellas que deja el amor para poder contar, y las rastrearía en cualquier país, en los que se llega, en los de la razón, y en los otros, a los que no se llega.

Necesitaba a los clásicos y aprender de ellos. Cogió de la librería un tomo encuadernado en piel de El Ingenioso Hidalgo, se acostó y abrió la primera página que se sabía de memoria, pero la releería otra vez y cuantas fueran necesarias.

Permanecía en una duermevela después de terminar el primer capítulo. Un sonido insistente la despertó del sopor.

Era Pedro y descolgó.

-A buenas horas llamas, estaba a punto de dormirme.

-Paula, en vez de alegrarte me echas un jarro de agua fría.

-No es eso, Pedro, estoy cansada. En serio, ¿no tienes un momento mejor para telefonear?

-Sabes que no paro en todo el día y quería oír tu voz. Además, voy a darte una noticia.

-¿Buena o mala?

-Buena, supongo.

Paula se incorporó, por lo general daba igual que fuera buena o mala. Una noticia siempre es una noticia, le había oído decir, lo importante era ser el primero en darla a conocer. Se había espabilado y estaba dispuesta a escuchar esa nueva información, sin duda muy importante para él.

-¿De qué se trata?

-No puedo desvelártelo, faltaría a mi ética. Lo que voy a pedirte es tu colaboración.

-Ya me dirás cómo; lo único que hago es ir de la biblioteca a casa y viceversa.

-Precisamente, como bibliotecaria te será fácil acceder a los archivos, y lo que busco son informes que estén más o menos olvidados.

-Si no me dices nada más, dudo que lo consiga. Pedro, me estás pidiendo imposibles, que busque entre los legajos unos hipotéticos datos de algo que no me quieres revelar.

-No seas impulsiva y escucha, te adelantaré lo imprescindible. Quiero que encuentres todo lo que se ha escrito sobre Leonardo, tanto antiguo como moderno.

-¿De qué Leonardo me hablas?, no conozco a ninguno.

-De Da Vinci, ¿de quién va a ser, si no?

-¿Para…?

-Hay un asunto delicado y me gustaría cubrirlo en primicia. Te explicaré exactamente lo que debes hacer: cuando hayas recopilado lo que te parezca relevante, le pides a tu jefe unos días libres a cuenta de las vacaciones y te vas a Palma de Mallorca. Le pones la excusa de que quieres escribir un libro de cuentos cuya acción ocurra en ese lugar y que te interesaría visitar la isla. No creo que te ponga pegas, sabes que siempre apoya a los jóvenes escritores, sobre todo si son noveles. Te instalas en el hotel Saratoga. Una vez allí, te telefonearé y te daré instrucciones.

-Pedro, llegas tarde. Mi jefe me ha dado hoy diez días que puedo coger cuando me dé la gana. Vamos a ver si te he entendido: me dices que viaje a Palma de Mallorca, ciudad que por un lado me seduce mucho, y me instale en un hotel determinado; luego me haces un encargo secreto y me conviertes en una detective a tus órdenes. ¿Qué más quieres?

-Paula, explicado así, parece que te estoy obligando a hacer algo que no te gusta.

-Sí me gusta, más de lo que crees, pero todo es tan repentino y sin decir los motivos, parece como si fueras mi amo y señor.

Pedro soltó la carcajada.

-Por Dios, Paula, no te lo tomes a la tremenda, perdona si me he expresado mal, es por las prisas. Siempre he pensado que te gustaría y si no quieres, no pasa nada, ya me las arreglaré.

-Pedro, me encanta, sólo que también debes ponerte en mi lugar. No te preocupes, haré todo lo que me dices.

-Me alegro, verás cómo te sirve de diversión. Otra cosa: sin ser una misión especialmente secreta, sí es un asunto que me interesa que sea reservado. Buenas noches, mi amor. Avísame cuando lo tengas todo dispuesto.

-De acuerdo, Pedro, buenas noches.

Después de colgar no se durmió enseguida, su cabeza le daba vueltas tratando de entender por qué Pedro le había hecho un encargo que le resultaba desconocido y en realidad le entusiasmaba. ¿Sería para que olvidara el desafío de escribir las siete historias? En ese caso le estaba ayudando sin darse cuenta. En la isla de la Calma escribiría sus relatos y descubriría el suceso que al parecer era de suma trascendencia

. La ocasión llegaba de pronto, como si su novio le hubiera adivinado el pensamiento. Aquella mañana, cuando el jefe le comunicó que se merecía diez días de vacaciones después del trabajo intenso durante los seis meses de prueba, pensó en dirigirse a cualquier punto del planeta, un lugar donde se le abriera la mente, y así cumpliría su destino. Imitaría al Caballero Andante y recorrería pueblos y aldeas. No había decidido a dónde dirigirse y ahora Pedro le daba la pista. Ya no le cabía duda, Mallorca sería su “país” de inspiración, iría a la ciudad de Palma, una ciudad que desconocía, y no iría sola, le acompañaría un personaje de sus lecturas, el caballero Don Quijote que la guiaría y alentaría cuando sus cuartillas continuaran huecas y en la soledad de su mente no apareciera nada.

Pensaba en Pedro, que era cinco años mayor, y recordaba los detalles de su primer encuentro. Fue en la facultad, el día en que se acercó para escribir un reportaje sobre el nuevo edificio de letras que acababa de inaugurarse. Ella había salido al campus porque deseaba estar sola después de discutir con Mario y romper la relación. Estaba harta de sus celos y de su actitud protectora.

Entonces le vio con el micrófono en la mano haciendo preguntas, y se enamoró de él. Le gustó todo, le gustó porque era alto y delgado, le gustó su pelo castaño y la mandíbula pronunciada y sus ojos verdosos y la mirada profunda y, más que nada, su manera de sonreír. Tenía un corro de estudiantes que le acosaba. Él hablaba atento a las chicas que le respondían, sin fijarse en que ella le observaba con insistencia. Estaba deprimida, los muchachos que había conocido hasta entonces le parecían insulsos y aburridos. ¿Qué tenía este para que con sólo verle supiera que era el hombre de su vida? De pronto se le escapó uno de sus impulsos y gritó con voz clara, casi con rabia:

-¿Vas a escribir todo eso en tu periódico? ¿Te crees las tonterías que te están contando?

Los compañeros se volvieron sorprendidos y le chillaron que se fuera de allí y no molestara con impertinencias.

Paula se sintió tan avergonzada que se apartó a un rincón y se echó a llorar. Fueron las manos de Pedro las que recorrieron su cara secándole las lágrimas y luego sus labios la besaron.

-Me gustas –le dijo- porque eres desesperadamente sencilla y también porque eres muy guapa. Empezaron a salir, de esto hacía un año, lo malo era que él pasaba mucho tiempo fuera. Ahora estaba en París para redactar una crónica. Nunca le decía cuál era el trabajo encomendado, eso era traicionar a su periódico, sólo después de que la noticia se hubiera publicado, se la enseñaba y la comentaban juntos. Pero esta vez quería compartirla desde el primer momento y le ilusionaba, sobre todo, porque no sólo confiaba en ella y reconocía sus indudables dotes de investigadora, sino que no tenía en cuenta su forma poco práctica de ver las cosas.

-Te pasas media vida pensando en las musarañas, que es una frase que decía mi abuela.

-No sé qué son las musarañas, pero si te refieres a que estoy dando vueltas a mis pensamientos y a idear historias, puede que tengas razón.

-Deberías poner más los pies en el suelo si no quieres darte un batacazo.

-Es mi manera de ser y no puedo cambiarla.

Pedro lo tenía asumido y estaba seguro de que lograría alcanzar sus objetivos, pero disfrutaba tomándole el pelo porque se lo creía todo.

Paula empezó a hacer planes para el día siguiente: lo primero era comunicar al jefe que había decidido utilizar ya el permiso, luego iría a la agencia para encargar los billetes, después reservaría el hotel… Poco a poco se quedó dormida.

2

Por la mañana todo lo vio distinto a la noche anterior. ¿Cómo iba a marcharse si antes tenía que recopilar información sobre el pintor del Renacimiento? En la biblioteca comenzó a rebuscar en los ficheros. La mayoría de los libros no aportaban nada que no supiera ya cualquier estudioso del tema. No sabía aún qué se traía Pedro entre manos, pero si le había hecho ese encargo, intuía que era para encontrar algo especial, que no fuera del conocimiento común.

Al mediodía se dirigió hacia uno de los bares de la facultad. De repente vio a Teresa en la mesa de la esquina gesticulando y haciendo señas para que se sentara con ella.

-¿Qué haces por aquí?

-¿Qué haces tú, pregunto yo?

Iban a responder las dos a la vez cuando llegó el camarero.

-Para mí una caña y una ración de calamares.

-Para mí lo mismo.

Ambas se echaron a reír.

-¿Te acuerdas del colegio? Coincidíamos en todo.

-Y ahora también por lo que veo. Habla tú primero, Teresa, me encanta verte después de tantos años.

-De acuerdo. No tengo nada particular que contar. Cuando acabé el bachiller estudié para azafata de vuelo. Mis padres no querían, pensaban que me verían poco y, no creas, me ven bastante. Lo mismo estoy en París que en Roma, que en Madrid. Tú te marchaste sin terminar, desapareciste.

-Desaparecí para mis compañeras y para mis amigas. Bien lo sentí, a mi padre lo destinaron a Barcelona. Allí terminé los estudios secundarios. Después volvimos y, ya ves, no hemos vuelto a vernos hasta ahora. He conseguido una beca de tres años, me falta uno para acabar la carrera, luego quiero doctorarme.

-¿Sigues contando historias como cuando éramos pequeñas?

-¡Qué va! Ahora me gustaría escribirlas y cuando lo intento, no me sale nada.

-No te preocupes, ya te saldrán.

-No lo sé, es difícil.

Teresa no respondió. Conocía la tozudez de su amiga, si no había cambiado, estaba segura de que le saldrían

-¿Y de amores cómo vas?

Paula sonrió.

-Muy bien, tengo un novio periodista y reportero. También viaja mucho, ¿y tú?

-He tenido dos ligues y los he roto. Ahora estoy sola, y lo prefiero, me resulta complicado liarme con alguien.

-Igual te digo: ya te saldrá tu media manzana, ¿o se dice naranja?

-No se dice nada de eso, a veces pareces de otro siglo, y cambiando de tema, ¿no sabes por qué estoy aquí?, ¿a que no lo adivinas?

-No, espero que me lo digas.

-Voy a hacer una visita a la biblioteca Marqués de Valdecilla, me he enterado de que se han hecho unos trabajos sobre la narrativa del siglo de Oro italiano y me gustaría consultarlos.

-Justamente es donde trabajo, te acompaño. No sabía que a una azafata le interesara la literatura.

-¿Por qué no? Empecé leyendo el Decamerón y ahora estoy enganchada a la época.

Paula llegó a su casa ya anochecido. Se cambió y se puso cómoda. Después de la cena hizo tiempo, como siempre, esperando la llamada de Pedro. Vio un rato las noticias que la dejaron angustiada, luego cogió un libro. Entre las páginas encontró una hoja con un escrito. Era un proverbio árabe anónimo, del siglo XI. Lo había copiado de unos documentos cuando hacía un trabajo durante el primer curso. Leyó:

La escritura es un equilibrio entre la alegría y la tristeza, la dureza y la ternura, la severidad y el juego, la energía y la caída, el día y la noche…

La escritura le atormentaba, deseaba dominarla y no pararía hasta conseguir ese equilibrio. Dejó la lectura, analizaba los sucesos de la jornada y no podía concentrase. Se había reencontrado con una antigua amiga de la infancia de la que no tenía noticias desde hacía tiempo y, aparte de esto, sus pesquisas no le habían llevado a ningún sitio. La biblioteca histórica disponía de maravillas, de códices antiguos y de numerosos trabajos de investigación, sin embargo, no localizó nada diferente que hablara de Leonardo. Tampoco Pedro le había dado apenas explicaciones.

Cuando sonó el teléfono tuvo que hacer grandes esfuerzos para abrir los ojos.

-Pedro, ¿de verdad no eres capaz de telefonear más pronto?

-No, Paula, sabes de sobra que no tengo horario fijo, como tú, y tengo que amoldarme a lo que salga; de todas formas nos veremos pronto, en menos de una semana estoy en Madrid. ¿Tienes alguna información sobre Leonardo?

-No, ni siquiera me has dicho qué tipo de información quieres, me obligas a ser adivina.

-Perdona, se me ha pasado. Me interesa su cuadro, el de la Gioconda. A lo mejor en alguna revista encuentras algún monográfico.

-Lo buscaré y si no, viajaré a París.

-Ni se te ocurra, no es momento para visitar el Louvre. Casi prefiero que te marches ya; cuando quieras, puedes sacar el billete para Mallorca, una vez allí te daré instrucciones.

-Sí Pedro, como en las novelas, estaré al tanto de tus llamadas.

-No te lo tomes a guasa, es más complejo de lo que parece.

-Bueno, espero no equivocarme. Buenas noches, piensa en mí.

-No dejo de pensar en ti, Paula. Buenas noches.

Paula estaba decidida, saldría cuanto antes para la isla, precisaba ese descanso, cambiaría de aires y actuaría como detective o como lo que fuera.

Al ir a la agencia de viajes se acordó de Teresa. La llamó, con un poco de suerte viajarían juntas.

-No hago transbordo en Mallorca hasta el próximo lunes; si no te importa esperar, te doy mi número de vuelo.

-No me importa en absoluto, sólo faltan tres días.

Mientras, tuvo tiempo de preparar su equipaje. Estudió en Google Earth la ubicación exacta del hotel. Parecía céntrico y estaba cerca del paseo Marítimo, Pedro había elegido muy bien.

Durante el vuelo no pudo hablar demasiado con Teresa, las reglas no lo permitían. Le explicó que su destino era Florencia.

-¡Qué suerte!, ¿paras muchos días allí?

-Sólo uno, ¿quieres que te traiga algo?

-Lo que me gustaría no creo que lo encuentres, se trata de algún escrito no muy conocido sobre el cuadro de La Gioconda. Si vieras alguna librería especializada o libros de viejo o…

-No sigas, lo intentaré por poco tiempo del que disponga.

-Gracias, espero que nos veamos a nuestra vuelta.

-No lo dudes, me dejaste con la incógnita de tu última historia, ¿te acuerdas?

-No tengo ni idea, hace más de ocho años.

-Piénsala o invéntatela. Adiós.

-No sé si podré. Adiós Teresa.

Estaban aterrizando en el aeropuerto de Son San Juan.

3

Cogió un taxi que la llevó al Saratoga. Era sábado, diecisiete de enero. En la habitación vio sobre la mesa el programa de la fiesta local. Celebraban san Antonio, el de los animales, le dijeron, porque había otro san Antonio, en junio, al que llamaban de los albaricoques. Su reloj marcaba las siete de la tarde y era casi noche cerrada. Desde el balcón podía escuchar los cohetes. Se asomó a la terracita: las calles estaban adornadas de guirnaldas de colores y el cielo se llenaba de luces. Vació la maleta, se duchó y, como no tenía otra cosa qué hacer, salió a la calle.

Se dirigió hacia donde se oían las voces de la gente. Bajó por la calle Jaime III iluminada de pequeñas bombillas. A lo lejos vio una muchedumbre que bajaba la cuesta y se concentraba en la plaza de Carlos I. Había hogueras cada veinte pasos que se dispersaban por las calles adyacentes. Sin darse cuenta se vio arrastrada y empujada por un tumulto de personas que caminaba en busca de un hueco al que acceder cerca de los asadores.

Eran las fiestas de invierno. Por las calles los dimonis con sus cuernos negros y la cara roja saltaban alrededor de las hogueras y perseguían a la gente. Los niños gritaban asustados; el fuego de San Antonio, el fuego eterno que arrastra a los diablos tras de sí, se extendía por las plazas entre el griterío y la música de folklore; los que habían llegado primero defendían a codazos el puesto privilegiado que les permitía arrimar a las parrillas los butifarrones y las longanizas ensartados en las saetas de hierro; en los tablados brincaban como en trance los bailadores de bot.

Hacía rato que Marcos deambulaba, de vez en cuando miraba la hora: eran las nueve en punto. Los plantones de Julia le resultaban insoportables y ella lo sabía de sobra. Los festejos tenían que empezar a las ocho y habían quedado a las siete y media, tiempo límite para él, que sufría la necesidad genética de estar en primera fila. Los nervios se le escapaban, se le salían por los ojos, por la boca y sobre todo por los pies, que se movían incesantes de arriba abajo y de una esquina a otra. En su cansancio, se figuraba que emergía de las llamas la imagen del ermitaño espantando las tentaciones sin decaer; él también sentía la tentación en su carne, estaba a punto de dejarse seducir por la atracción de la lumbre y echarlo todo a rodar.

Era imposible colocarse delante, la gente se apretujaba e intentaba conseguir un lugar cercano a las brasas. Él no era un santo, sólo los santos resisten las malas inclinaciones, él tenía que darle a Julia un escarmiento, pero la mochila, con la botella de vino de Binissalem, las rebanadas de pan moreno, el tocino entreverado y las sobrasadas, comenzaba a molestarle; no podía ponerse a torrar sin los pinchos y los llevaba ella. El dolor iba cuajando en su ánimo, su dignidad estaba pisoteada, no deseaba retirarse, quería divertirse, sumirse en el torbellino humano y abandonar a su suerte a Julia, así aprendería que la puntualidad está por encima de todas las debilidades; bebió un trago de tinto y echó a andar.

Más que caminar la turba le empujaba, le transportaba por la calle de Colón y de allí hacia Cort. Los cohetes atronaban y encendían el cielo en aquella noche fría, se decía que era de las más frías del año. Un dimoni gigantesco asomaba entre la multitud de cabezas haciendo burlas con las manos y girando sobre sus zancos. De repente dejó caer la enorme bola carmesí que le cubría el rostro, hecha de cartón piedra con astas oblicuas, sobre los hombros de Marcos y éste, automáticamente, ocupó el papel de diablo.

Detestaba las bromas, sobre todo las de los desconocidos. Intentó sacársela, estaba encajada en la mandíbula, se le había pegado a la piel y el gentío a su alrededor no le permitía hacer esfuerzos. Tuvo que aceptar su mala suerte que le había transformado en objeto de chanzas. Pronto notó que le insultaban y pinchaban en las costillas y en las caderas, estaba molesto y aturdido, quería escapar, salir del río humano que fluía sin parar cuesta abajo invadiendo las calles del Conquistador, la Plaza de la Reina y el Borne.

Al llegar al Paseo la multitud se bifurcó entre las fogatas que se esparcían a ambos lados y se arremolinó en círculos junto a ellas. Marcos vislumbró un minúsculo respiro entre aquella batalla que luchaba para llegar al fogueró con las viandas ensartadas. Se sentó en uno de los bancos de piedra y, más tranquilo, se dispuso a arrancar de su rostro aquella insufrible máscara que, por el sudor o por los nervios, no salía a pesar de que él tiraba para arriba con todo su ímpetu. Se consoló sorbiendo el vino a través de la muesca que hacía de boca, hasta dejar la botella medio vacía, luego se enderezó alegre como una jota y se dirigió hacia un corro de personas que comían y charlaban.

Allí estaba Julia, con la cara roja por la cercanía de las ascuas que chisporroteaban sobre un trozo de sobrasada crujiente. Marcos la miraba perplejo, no podía creer que hubiera llegado antes que él, mejor dicho, sin él. Julia con el embutido sobre la rebanada de pan, dio media vuelta y se acercó a una de las sillas de tijera donde la esperaba un chico alto, rubio y de ojos azules.

Los dos comían y reían como si fueran íntimos. Marcos se colocó a su lado. ¿Era posible que no le reconociera?, ¿sería que Julia llevaba una doble vida?, ¿cómo no lo había sospechado?, ¿se estaría equivocando de chica por culpa de la careta que no le permitía distinguir bien los rostros? Se hacía todas estas preguntas a la vez cuando el chico rubio, alto y de ojos azules le gritó:

-¡Vamos Julia, que va a empezar!

Luego la cogió por la cintura y la arrastró hacia el centro de la Plaza de Juan Carlos I. Marcos quiso gritar también su nombre, pero le salió un extraño gruñido, ella se volvió y con gesto de terror se apretó contra su chico y le siguió.

Las luces se apagaron. El castillo de fuegos artificiales iluminaba la fuente de las tortugas: miles de cascadas de luz ondeaban en el cielo y estallaban en múltiples colores. Una cabeza de dimoni incandescente, debido a los infrarrojos, flotaba en el aire resaltando su perfil de nariz aguileña y su enorme boca. Marcos se sentía burlador burlado, despechado y dolido. Cuando terminó el espectáculo, todas las calles se volvieron a iluminar, la magia había desaparecido y la fiesta en pleno apogeo bullía por los rincones. En las tarimas grupos musicales de rock ofrecían sus conciertos. Marcos, en un intento desesperado, tiró de la máscara que salió sin dificultad. Tenía los ojos borrosos y cansados, pero al fin podía mirar. Buscó a Julia, no había rastro de ella.

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