CAPÍTULO 1

  • ¡Vamos, chicos! No podemos ser débiles cuando llegue el momento. No permitiré que si nos vencen sea porque luchemos mal. ¡A entrenar!

Hiria era la jefa de armas del ejército de Cromna. Y era la jefa de armas más joven que había habido nunca. Con tan solo 23 años su valor y su determinación, además de sus habilidades y el trabajo duro, la habían colocado en el puesto más alto y más honorífico de todo el reino. Defender su patria era su vida, y parecía haber renunciado a todo lo demás. Era una mujer atractiva, con su larga melena oscura y sus ojos rasgados y de un marrón casi negro, Pero a pesar de ello nunca se la había visto con un hombre. Y no porque no tuviera pretendientes, sino porque los rechazaba a todos. En realidad, Hiria solo se relacionaba con sus tropas y con el rey. Cuando no estaba entrenando, estaba encerrada en su cuarto, y solo variaba esta rutina para exponerle al rey sus estrategias o cuando había batalla.

Decía que no podía permitirse distracciones de ningún tipo. Si algo tenía claro en su vida, es que había cosas mucho más importantes que el placer, y el deber estaba por encima de cualquiera. Su deber era proteger el reino y a sus habitantes, y era un trabajo a tiempo completo. Un segundo de distracción o un instante de debilidad podían ser catastróficos. Y no estaba dispuesta a permitirlo. Jamás dejaría que el reino cayera en manos de Helos. Jamás permitiría que convirtiera un lugar maravilloso en un infierno. Al menos no mientras ella siguiera viva. Y estaba dispuesta a morir por defender su reino, cumpliendo con su deber.

Aquel era uno de esos días que rompían su rutina. Había dejado a sus soldados entrenando sin ella, ya que Argo la había mandado llamar. No sabía que podía necesitar. Sobre la defensa del reino habían hablado pocos días antes. Hiria solo esperaba que no fueran más malas noticias. Estaba preocupada por Argo. En el último año le había visto hundirse poco a poco, y no estaba segura de que pudiera soportar mucho más.

Así que dejó a sus soldados en el campo de entrenamiento y se dirigió al palacio. Cuando llegó le dijeron que el rey la esperaba en sus habitaciones. Esto preocupó aún más a Hiria. El rey nunca recibía a nadie en sus habitaciones, siempre lo hacía en la sala de debates. Pasara lo que pasara, debía ser muy grave.

Hiria respiró hondo y se dirigió a las habitaciones del rey.

CAPÍTULO 2

Argo no sabía que hacer. Nunca le habían preparado para eso. Y ya había utilizado sus mejores ideas para acabar con la guerra. Ninguna de sus ofertas de paz había sido aceptada, y ya no estaba tan seguro de que su política de no ataque funcionara. Por mucho que el creyera que era la mejor opción, tal vez no debieran limitarse a defenderse de los ataques de Helos. Tal vez deberían atacar. Es posible que si los pillaran por sorpresa pudieran hacerles el daño suficiente para que Helos por fin accediera a firmar la paz. Pero iba contra sus principios entrar en el juego de Helos. Además, después de tanto tiempo, el ejército de Cromna estaba muy mermado, y el de Grea seguía siendo tan fuerte como el primer día. Sería un suicidio.

Cada vez que había batalla, se moría por ir a luchar, pero el consejo lo consideraba inapropiado. ¿Por qué no podía? Tenia el mismo deber que los ciudadanos, e incluso más, de defender su patria.

Argo le daba vueltas a todo esto cuando llamaron a la puerta. Seguro que era Hiria. Ella sabría lo que hacer, seguro. Era muy inteligente y, la verdad, solo se fiaba de ella. Abrió la puerta y la invitó a entrar.

  • Majestad, me han dicho que me buscabais.

  • Hiria, ¿cuantas veces vamos a tener que hablar de esto? Llámame Argo y déjate de protocolos.

  • Lo siento, nunca me acostumbraré. ¿Hay algún problema?

  • ¿Te parece poco una guerra? Hiria, ya no se que hacer. Helos cada vez gana más terreno, nuestro ejercito ya tiene demasiadas bajas…

  • El ejército luchará hasta el final, hasta que el último soldado que quede en pie caiga. Eso no lo dudes. Yo me encargaré de ello.

  • No me cabe ninguna duda. Te conozco, y conozco a tus tropas. Sois valientes y leales. Pero no quiero que muera más gente. Hiria, estoy pensando en rendirme.

  • No digas eso, sabes que no es la solución. Si te rindes, Helos destruirá todo lo que Niobe y tu conseguisteis. Es un tirano, someterá al pueblo, los esclavizará y los privará de sus derechos. ¿Realmente quieres eso? Me parece que la libertad y el bienestar de Cromna son unos maravillosos motivos para morir. Y si tú no piensas lo mismo, no eres la persona que creía que eras.

En ese momento, Argo se dio cuenta de que ella sería mucho mejor reina que él.

  • Tienes razón. Ha sido un momento de debilidad. No se que haría sin ti, eres maravillosa.

Se acercó a ella, la cogió de las manos y le dio un beso en la frente.

  • ¿Deseáis algo más, majestad?

  • Sí, que dejes de tratarme como a un rey y me trates como a un amigo.

  • Entonces, me voy, majestad.

CAPÍTULO 3

Argo estaba loco por ella. Por mucho que luchara contra ello, no era algo que pudiera evitar. Pero si era algo imposible.

Todo había empezado tras morir la reina. Entonces se declaró la guerra y el tuvo que ocuparse de los asuntos de defensa. Y conoció a Hiria. Antes la había visto por el palacio o entrenando, pero nunca se había fijado en ella. Pero en tan solo dos o tres reuniones, se sintió muy atraído. Era muy inteligente, decidida y con carácter. Podía ser la persona más agresiva y luchadora en el campo de batalla, pero fuera de el era dulce y cariñosa. Tenía las cosas muy claras y era muy disciplinada. Era una líder nata, y si no fuera por esa estúpida ley, el ya habría intentado que fuera la reina hasta que su hija pudiera acceder al trono.

Se acercó a la ventana y vio como Hiria se dirigía al campo de entrenamiento. No podía dejar de observarla. Era una magnífica luchadora.

En ese momento entró en la habitación su hijo, pero estaba tan ensimismado que no se dio cuenta.

Laertes, príncipe de Cromna, era un joven de quince años y, físicamente, se parecía mucho a su padre. Era rubio, unos preciosos ojos azules, alto, y tenía una maravillosa sonrisa. Se acercó a la ventana y miró en la misma dirección que su padre.

Hiria. No era la primera vez que le sorprendía mirándola. Y no podía entender que tuviera esa actitud tan pasiva.

  • ¿La amas?

  • ¿Qué? Laertes, no te he oído entrar.

  • ¿La amas?

  • ¿A quién?

  • A Hria. He visto como la miras. Venga, contéstame.

  • No, y aunque así fuera, daría igual, ya lo sabes.

  • Papá, solo es una estúpida ley. Las leyes se cambian.

  • Las leyes se cambian, pero yo soy solo un regente. ¿Qué crees que pasaría si cambiara justo esa ley? El pueblo pensaría que quiero arrebatarle el trono a Casandra, a mi propia hija. ¿Cómo crees que se tomarían eso? Y la reacción de tu hermana me da aún más miedo. No hijo, no. No siempre puede mandar el corazón, por mucho que nos pese.

  • Papá,el pueblo te quiere y te apoya. Lo entenderán perfectamente. Desde que murió mamá no te había visto sonreír nunca, y menos desde que se declaró la guerra. Solo pareces feliz cuando estás con ella. Es cierto que no siempre podemos dejarnos llevar por el corazón, pero tampoco es bueno que siempre nos guié la cabeza. Y en cuanto a Casandra, sabes tan bien como yo que no será una buena reina.

  • Lo se, pero es su destino. Aún tiene tiempo de aprender. Le queda un año antes de la mayoría de edad, y espero que cambie.

  • Yo también, por el bien de todos.

CAPÍTULO 4

Hiria no podía creer que hubiera pensado en rendirse. Sabía que lo estaba pasando mal, pero Argo siempre había sido fuerte. No podía rendirse. Solo tendrían que aguantar un año más, y todo habría acabado. Esperaba ansiosa ese día. Esperaba volver a ver la sonrisa en la cara de sus soldados, en la de los ciudadanos… pero sobre todo en la de Argo. «Se merece volver a ser feliz»

Hiria iba pensando en todo esto cuando llegó al campo de entrenamiento. Sus soldados ya se habían marchado. Era la hora de la comida, no podía reprochárselo. Cogió una espada y empezó a entrenar sola.

De repente, un hombre se acercó sigilosamente a ella, intentando que no le viera, y la tapó los ojos. Hiria soltó la espada, le dio un codazo en el estomago y le derribó. Cuando ya estaba en el suelo, se dio cuenta de quien era.

  • ¡Dreso! Eres imbécil. No vuelvas a hacerme eso. Podría haberte hecho mucho daño.

  • ¿Más?

  • Si. Anda, levántate de una vez y no seas llorón.

Hiria le tendió una mano y le ayudó a levantarse. Dreso era su mejor amigo. Se habían conocido haciendo las pruebas para entrar en el ejercito. Desde el primer momento conectaron. Dreso era muy divertido. Tenia el pelo castaño y unos preciosos ojos azules, pero lo más llamativo de él era su sonrisa. Con una sonrisa era capaz de conquistar el mundo. Pero en el momento de la batalla dejaba las bromas de lado y luchaba como el mejor. Por eso, en cuanto Hiria fue nombrada jefa de armas, Dreso pasó a ser su mano derecha. Así que, siendo su mejor amigo y su mano derecha a la vez, la conocía mejor que nadie.

  • ¿Qué te pasa? Pareces preocupada.

  • Nada, no te preocupes.

  • Hiria… ¿no confías en mi?

  • Sabes que te confiaría mi vida. No es eso, es que… Tienes razón, estoy preocupada.

  • Ese tipo de frase suelen terminar en » porque… » , y me lo explicas.

  • Vuelves a tener razón. He estado hablando con Argo.

  • Ya. ¿Y que te ha dicho «su grandiosa majestad»?

  • Dreso, esto no es divertido. Ha pensado en rendirse.

  • Oh, vaya… ¿Que ha pasado?

  • Le he convencido para seguir luchando. No podía dejar que se rindiera. No podemos dejar esto en manos de Helos. El pueblo no se lo merece, y Argo tampoco.

  • Sigo diciendo que te gusta.

  • No seas absurdo, Dreso. Sabes que no me interesan las relaciones amorosas.

  • Ya. Por desgracia para mi.

Dreso llevaba años enamorado de Hiria. Por más que lo intentaba, no había manera de hacerla cambiar de opinión con respecto a lo de las relaciones. Pero al menos ella siempre había sido muy clara. Desde el primer momento le dijo que no, sin darle falsas esperanzas ni jugar con él. Y Dreso se conformaba con tenerla cerca.

  • Dreso, sabes que no es por ti. No me interesa ningún hombre. Tu eres maravilloso, y se que algún día encontraras una mujer que te merezca y que te haga feliz. Pero no puedo ser yo. Lo siento de veras.

  • Ya, no te preocupes.

  • Eh… no estas sonriendo. ¿Voy a tener que hacerte cosquillas?

  • No, mejor no, no vaya a ser que decidas hacérmelas con la espada….

  • Bueno, eso ya me gusta más. Voy a comer algo. ¿Vienes?

  • No, gracias. Ya he comido. Y aunque tu lleves vida de ermitaña, yo voy a ir al pueblo con algunos de los chicos.

  • De acuerdo. Diviértete.

  • Nos vemos. Y, por favor, la próxima vez no me ataques cuando me veas.

  • La próxima vez que me veas no me tapes los ojos por la espalda.

CAPITULO 5

Helos estaba sentado en el trono, en penumbra. Le dolía la cabeza. Estaba harto de oír hablar de estrategias, armas, planes y batallas. Necesitaba descansar. Por eso se había encerrado allí.

Estaba harto de la guerra. Ya no estaba seguro de que mereciera la pena luchar. Claro que ansiaba el trono de Cromna, desde hacía mucho tiempo. Pero dos años de guerra sin descanso desgastan a cualquiera.

En ese momento, oyó abrirse la puerta. Una mujer castaña de ojos verdes se acercaba a el. Aunque Helos no necesitó levantar la cabeza para saber que era ella. Solo una persona se atrevería a entrar a pesar de que él lo hubiera prohibido terminantemente.

Álibe.

  • Me han dicho que te habías escondido aquí.

  • No me he escondido. Sólo quería estar solo.

  • Pues al parecer te ha salido mal.

  • Álibe, ¿qué quieres?

  • Sólo quiero saber que pasa por tu cabeza. Para algo soy tu mujer. Si estás preocupado, puedes contármelo.

  • No creo que quieras saberlo.

  • Mientras no me digas que tienes una amante escondida, quiero saberlo.

  • Voy a firmar la paz con Argo.

  • ¿Estás loco?

  • Te dije que no ibas a querer saberlo.

  • ¡Has perdido la cabeza! Vamos ganando, con mucha diferencia. Cada vez más terreno es nuestro. Ellos están al borde de la extenuación. Su ejército cada vez está mas débil… ¿Vas a renunciar a lo que tanto hemos soñado ahora que lo tienes tan cerca?

Helos clavó en ella sus ojos azules con una mirada fría como el hielo.

  • Álibe, ¿realmente crees que merece la pena?

  • Si lo haces, puedes olvidarte de mi. No voy a ser la esposa de un rey débil.

Se dio la vuelta dispuesta a marcharse, pero cuando estaba a punto de abrir la puerta, Helos la llamó.

  • Álibe, espera… Tienes razón. Seguiremos adelante con esto hasta que Cromna sea nuestro.

  • Sabía que entrarías en razón.

Le dio un fugaz beso en los labios y se fue.

Helos sabía que su decisión no era la correcta. Pero no podía perderla. Era lo único que había amado en su vida. La había amado desde siempre. Y, a pesar de todo, la seguía amando. Haría lo que fuera por ella. Moriría por ella.

Mantendría una guerra que ya no soportaba por ella.

CAPÍTULO 6

Álibe salió del cuarto con una sonrisa de suficiencia en los labios. Sabía que podía hacer lo que quisiera con Helos. El pobre estaba tan enamorado a pesar del tiempo…

No podía evitar sentir lástima por él.

Se dirigió a sus aposentos privados, donde la estaba esperando un hombre rubio y alto, muy atractivo, con unos ojos color café que transmitían fuerza y seguridad.

Álibe entró y, tras cerrar bien la puerta, besó al hombre, pero no de la misma manera que había besado a Helos unos minutos antes. Le besó con pasión, con ansia. Llevaba varios años engañando a su marido con el capitán de su ejército, y este ni siquiera sospechaba. De hecho, uno de los motivos por los que Álibe no quería que terminara la guerra era que entonces tendría muchas menos oportunidades de verle.

  • ¿Dónde estabas? Llevo un rato esperándote.

  • He ido a ver que hacia mi marido encerrado en la sala del trono. Y he tenido una interesante conversación con él.

  • ¿Sospecha algo?

  • Tranquilo, Egio. Mi marido jamás sospechará. Piensa que le soy tan fiel como él a mi.

  • Bueno, pues mientras él sigue en las nubes, yo te voy a llevar al cielo…

Cuando terminaron, Álibe se quedó reflexionando. En el fondo, sentía lástima por Helos. No es que ya no le quisiera, es que… bueno, Egio era un hombre fuerte y dominante. En cambio, Helos se rendía a todos sus deseos.

Cuando se conocieron no era así. Era un hombre autoritario, acostumbrado a mandar. Y eso le gustaba. Pero después, el miedo a perderla le hizo someterse a todos sus deseos. Al principio estuvo bien, pero termino por cansarse. Entonces Egio llegó al palacio, y en poco tiempo ascendió a capitán. Álibe le veía entrenar cada día, e imaginaba sus sudorosos músculos sobre su cuerpo. Finalmente, un día le mandó llamar a sus aposentos sin que Helos lo supiera. Y desde entonces eran amantes. Él le daba lo que su marido no podía darle.

  • Vamonos de aquí. Fugate conmigo. Soy un buen soldado, podré entrar en el ejército de cualquier otro reino, y ascenderé pronto, como aquí.

  • Sabes que es una locura. Además, tu ascenderías rápido, pero aquí yo soy la reina, y eso no voy a conseguirlo en ningún otro lugar.

  • Pero, si me quieres…

  • No termines la frase. Sabes que te quiero, pero hay prioridades. Deberías irte, Helos puede aparecer en cualquier momento.

Egio se vistió y salió de la habitación con un deje de tristeza.

A pesar de que era cierto que no quería perder su estatus, lo que Álibe no le había dicho es que no quería abandonar a Helos porque, a pesar de que buscara refugio en sus brazos, aun le amaba.

CAPÍTULO 7

Un soldado se abrió paso corriendo hacia la sala del trono. Todas y cada una de las personas con las que se cruzó se temieron lo peor. Cuando por fin llegó allí, abrió las puertas de golpe y, sin ningún protocolo, se dirigió al rey.

  • ¡Señor, nos atacan!

  • ¿Hiria lo sabe?

  • Dreso ha ido a decírselo.

  • Muy bien. Vuelve a la batalla. Gracias.

Argo se dirigió a sus aposentos, con una mezcla de enfado y preocupación en la cara. Uno de sus consejeros le siguió.

  • Mi señor, ¿no va a observar la lucha?

  • No, esta vez no, Térsites. Ya he observado demasiadas. Esta vez voy a luchar, digáis lo que digáis.

Argo empezó a prepararse para la batalla. Sacó sus armas y su traje.

  • Señor, ¡no puede hacer eso! Piense en lo que pasaría si le hiriesen. O, aun peor, si muriera. El reino quedaría en manos de Helos.

  • No soporto ver como mi gente muere mientras yo no hago nada.

  • Si no lo hace por usted, hágalo por su hija.

Estas palabras surgieron el efecto que Térsites esperaba. Argo tiró su espada sobre la cama y se desplomó sobre una silla.

  • Señor… ¿estáis bien?

  • Largo.

  • Pero, Señor…

  • ¡He dicho que te largues!

Térsites hizo una reverencia y le dejó solo.

Argo se dirigió al balcón, y se dispuso a ver como su ejercito sufría sin que el pudiera remediarlo.

«Hiria, no dejes que sufran más. Protegelos tú en mi lugar. Seguro que lo haces mejor de lo que yo lo haría»

Sus ojos empezaron a buscarla entre los combatientes, pero era muy difícil encontrar a alguien entre tanto caos. Así que a Argo solo le quedó desear que no le pasara nada.

CAPÍTULO 8

  • ¡Vamos! Arqueros en primer término, detrás, hombres a pie y, por último, la caballería. ¡No dejaremos que Helos se salga con la suya mientras nos quede una gota de sangre que puedan derramar!

Hiria tuvo que hacer acopio de toda su sangre fría esa vez. Todas la batallas son difíciles, pero esta vez el ejército de Helos era muy superior en número. Así que esperó hasta tener el objetivo claro, respiró hondo, y se preparó para luchar.

  • Arqueros, ¡fuego!

Y así comenzó una lucha encarnizada, más por la supervivencia que por el poder. Hiria esperó a que los arqueros dispararan una segunda ráfaga y desenvainó su espada. Era el momento.

Fue corriendo hacia el enemigo y empezó a luchar con rabia. No podía entender que esos soldados le fueran fieles a una causa que consistía en la destrucción de todo un reino.

Y de repente le vio. Allí estaba Egio. Era el mayor peligro del ejército de Helos.

Hiria se dirigió hacia él, ya que no quería que ninguno de sus soldados tuviera que llevar el peso de esa lucha. Lo más probable era que quien se enfrentara a Egio terminara muerto. Así que, si alguien tenía que morir, iba a ser ella.

Egio también la había visto. Y cuando notó que se dirigía hacia él, no pudo evitar que se le escapara una sonrisilla.

«Esto va a ser interesante» pensó. Esa chica era muy buena luchadora, y una excelente jefa de armas. El combate iba a estar muy igualado. Bien, por fin tendría un rival a su altura. Estaba harto de matar soldaditos al primer toque de su espada.

Y llegó el momento. Hiria y Egio, uno frente a otro, dispuestos a luchar hasta que solo quedara uno. Se saludaron con una pequeña inclinación de cabeza, y comenzó la lucha.

En medio del campo de batalla se empezó a ver dos figuras que se movían con una rapidez que parecía imposible, ejecutando unos golpes perfectos y sin ceder ni un milímetro de terreno al otro. Todos los soldados que había alrededor, poco a poco, fueron dejando de luchar para contemplarlos. Si alguna vez una lucha podía ser bella, ese era el momento.

Hiria luchaba con todas sus ganas y sus fuerzas. Sabía que la mejor manera de debilitar el ejército de Helos era matar a Egio.

En ese momento vio por el rabillo del ojo como Dreso se acercaba a ellos, con la espada desenvainada. Sabía que quería ayudarla, pero no podía permitirlo. Si algo le pasara a Dreso por su culpa no se lo perdonaría jamás. Así que cuando lo tuvo suficientemente cerca se giró y lo desarmó con un simple movimiento.

  • Dreso, ¡alejate! Esto es entre Egio y yo.

Egio aprovecho ese momento de distracción para derribarla. Hiria se quedó tendida en el suelo, con una mirada desafiante. Si pensaba que le iba a suplicar, se había equivocado. Todos los soldados, de un bando y de otro, se quedaron sin respiración.

Egio posó la punta de su espada en el pecho de Hiria.

  • Una distracción en la batalla puede ser fatal. Deberías saberlo.

  • Lo se perfectamente, pero para mi es más importante la seguridad de mi pueblo y de mis amigos que mi vida. Eso es lo que nos diferencia, Egio.

  • Eres una buena contrincante. Así que esta vez, te perdono la vida. Un placer luchar contigo, pero la próxima vez que nos veamos no tendrás tanta suerte. ¡Soldados! Volvamos a casa. Por hoy, hemos terminado.

Egio se dio la vuelta y se marchó. Hiria se levantó y buscó su espada. No estaba dispuesta a dejar que eso acabara así. Pero Dreso la sujetó.

  • Hiria, dejalo, por favor.

  • No pienso dejar que se vaya así. ¡Me ha humillado!

  • Hiria, por favor. Estás cansada, y lo mejor será que volvamos a casa.

  • Esta bien.

Hiria dejó que Dreso la llevara de la mano hasta palacio. Una vez allí, se dirigió a su cuarto. Pero aun no era momento de descansar. Tenía que ir a informar a Argo.

CAPÍTULO 9

  • Majestad. ¿Puedo pasar?

  • Claro. Te estaba esperando. Pero recuerda que me llamo Argo.

  • Lo siento.

  • Bueno, dame las noticias.

  • No ha habido bajas, y Helos no ha avanzado. Así que se podría considerar una victoria.

  • No ha habido bajas gracias a que te enfrentaste directamente a Egio. No deberías haberlo hecho.

  • No hay ninguna razón por la que no debiera enfrentarme a él.

  • Porque eres mi mejor soldado y los demás te necesitan.

  • Decir que soy tu mejor soldado es, precisamente, la mejor razón que hay para que sea yo la que luche con él.

  • Podrías haber muerto.

  • Al parecer, Egio prefiere humillarme. Me derribó y me dejó con vida

  • Lo se. Lo vi. Pero no considero que te humillara. En todo caso, tú le humillaste a él. Me parece más valiente arriesgar tu vida por alguien a quien quieres que perdonarle la vida a tu enemigo en un falso gesto de compasión.

  • No comparto tu opinión, pero no voy a discutirlo. Estoy cansada, así que, si no deseas nada más, me gustaría retirarme.

  • Claro. Siento haberte entretenido más de la cuenta. Pero no quiero que pienses que Egio te ha vencido, porque ha sido al revés.

Hiria salió disparada hacia su habitación. Necesitaba darse un baño y aclarar sus pensamientos. Por mucho que Argo dijera que no había sido una humillación, a ella le seguía pareciendo una burla. Aunque volvería a hacerlo. Lo habría hecho por cualquiera de sus soldados, pero más aún por Dreso.

«¡Dreso! Tengo que hablar con él»

Se vistió y se dirigió a la habitación de Dreso. Cuando llegó, llamó a la puerta y esperó.

Dresó le abrió solo con una toalla, y sonriendo como siempre.

  • Podrías vestirte antes de abrir la puerta, ¿no crees?

  • Sabía que ibas a ser tú. Antes no me has echado la bronca, así que…

  • Claro, y porque soy yo, no hace falta que te vistas… tiene mucha lógica.

  • Vale, ya me cambio, no seas gruñona.

Se fue a vestirse, mientras seguía bromeando. En realidad, intentaba que a Hiria se le olvidara el máximo tiempo posible por qué había ido a verle.

  • Pensé que a lo mejor abriéndote la puerta semi desnudo por fin te rendías a mis encantos.

  • Dreso, no estoy para bromas.

«Vale, no ha funcionado» pensó Dreso.

  • Lo que has hecho hoy ha sido una tontería. Te lo agradezco, pero ha sido una estupidez. Egio podría haberme matado por tu culpa. O peor. Podría haberte matado a ti.

  • Lo siento, pero no podía verte luchar sin ayudarte. Se que te podrían haber herido, y no me lo habría perdonado jamás. Pero al final estamos los dos bien, así que… ¿me perdonas?

Hiria le miró severamente. Pero Dreso le mostró una de sus sonrisas, y ella le abrazó sonriendo también.

  • Pues claro, tonto. No puedo enfadarme contigo. Pero no me vuelvas a hacer algo así, ¿vale?

  • Vale… siempre y cuando tú me prometas que no vas a ir de cabeza a una lucha suicida por vengarte de Egio.

  • Eso no te lo puedo prometer.

  • Entonces, ten por seguro que volveré a salir en tu ayuda, y me da igual que me regañes.

  • Dreso, ¿que voy a hacer contigo?

  • ¿Aceptas sugerencias?

  • Mira que eres tonto. Me voy, antes de que tengas más ideas.

CAPÍTULO 10

Por el camino que llevaba a palacio apareció una mujer montando a caballo. Era alta, morena y con los ojos marrones. Se podría decir que era hermosa. Pero la ambición y el ansia de poder que reflejaba su mirada le quitaban gran parte de esa hermosura.

Casandra, hija de Niobe y Argo, legítima heredera al trono de Cromna, estaba ansiosa por alcanzar la mayoría de edad. Estaba segura de que podría hacerlo mejor que su padre. Él era demasiado blando con el pueblo. Esa gente necesitaba mano dura. Y ella no iba a tener compasión.

Cuando desmontó y entró en el palació se dio cuenta de que había pasado algo. Así que se dirigió directamente a las habitaciones de su padre.

  • Padre, ¿que ha pasado? ¿Ha habido batalla?

  • Si, hija. ¿Dónde estabas?

  • Montando a caballo por el bosque. ¿Cuantas bajas ha habido?

  • Ninguna, por suerte. Ten cuidado, Casandra, por favor. Eres un blanco fácil. De hecho, me sorprende que Helos aun no haya intentado capturarte… o algo peor. A partir de ahora no vayas a montar sola, ¿de acuerdo?

  • Papá, Helos no me va a hacer nada, no puede. Soy la legítima reina, ¿recuerdas?

  • Precisamente por eso. Si tu desapareces a él le será todo mucho más fácil. Y no creo que le cueste mucho simular un accidente de caballo, o incluso provocarlo.

  • Está bien, papá. A partir de ahora saldré siempre acompañada.

  • Hija, no lo hago por molestarte ni para vigilarte. Lo hago para protegerte. Entiéndelo.

  • Lo entiendo. ¿Dónde está Laertes?

  • Creo que está con los soldados heridos. Y tal vez tú también deberías echar una mano.

  • De momento voy a cambiarme. Luego ya veré.

  • Casandra, no puedes ser así. Como futura reina, lo primero que debes hacer es preocuparte por tu gente, por tu pueblo. Ellos están dispuestos a dar su vida por ti. Lo mínimo que puedes hacer es agradecérselo.

  • Es su deber estar dispuestos a dar su vida por mi. No creo que haya que agradecer nada. Cada uno debe cumplir con su deber.

  • Cuando hablas así, lamento de verás que el trono vaya a ser tuyo. ¿Te parece justo decir eso? Nadie tiene el deber de morir por nadie, Casandra. Y, aunque así fuera, deberías agradecérselo.

  • Lo que te pasa es que te has acostumbrado demasiado al trono. No quieres dejar de ser rey, ¿verdad? Pues lo siento, pero ese trono es mío, y parece mentira que mi propio padre quiera arrebatármelo.

Argo se levantó y le dio un bofetón. Casandra no supo que hacer, más por la sorpresa que por el daño. Su padre nunca la había pegado.

  • No vuelvas a decir algo así. Te aseguro que, si no fuera por ti, hace tiempo que habría dejado el trono, me habría olvidado de la guerra, y me habría largado. A mi no me gusta ser rey, nunca me ha gustado, y menos en medio de una guerra que, te recuerdo, estoy manteniendo para que tu conserves tu derecho al trono. Así que la próxima vez que vuelva a oírte decir esas cosas, mejor ni me mires a la cara, porque ya no seré tu padre.

Argo salió de su habitación hecho una furia, dejando a Casandra aun paralizada.

Poco a poco, fue reaccionando, y se dirigió a su habitación. Las palabras de su padre le habían dolido. Pero las cosas no iban a quedar así. No iba a permitir que nadie le faltara al respeto, y mucho menos que le pusiera la mano encima. Aunque fuera su padre

CAPÍTULO 11

Argo salió a pasear al jardín. No podía creer que su hija pensara realmente que quería quedarse su trono. No dejaba de darle vueltas a la cabeza.

A lo lejos vio una figura sentada bajo un árbol, mirando el horizonte. Era Hiria.

No sabía si acercarse. Quería hacerlo, pero temía molestarla.

Aún seguía debatiéndolo en su cabeza cuando se dio cuenta de que no había dejado de andar, por lo que ya estaba al lado. Hiria le vio y se quedó mirándole.

  • ¿Puedo sentarme?

  • Claro.

  • ¿Que haces aquí? Pensé que estarías con tus soldados.

  • Necesitaba pensar. ¿Y tú? ¿Que te trae por los jardines? Está a punto de anochecer.

  • También necesitaba pensar. Acabo de discutir con Casandra.

  • No te preocupes. Las peleas entre padres e hijos no suelen durar demasiado.

  • El problema es que no ha sido una pelea entre padre e hija. Ha sido una pelea entre rey y princesa.

Argo le contó todo lo que había pasado, lo que Casandra le había dicho y como había reaccionado él.

  • Argo, tranquilo. Estaba enfadada, no lo piensa de verdad. Y en cuanto a la bofetada, ella misma entenderá por qué se la diste.

  • No lo se, Hiria. Realmente me preocupa que llegue a la mayoría de edad y no haya recapacitado. Si Casandra sigue como hasta ahora, en el momento en el que sea reina impondrá una dictadura, y no se si no será incluso peor que la que mantiene Helos en Grea.

  • No digas eso. Casandra aun es una niña. Necesita un poco de tiempo para darse cuenta de que, aunque sea reina, las cosas no pueden hacerse siempre a su voluntad. Y se dará cuenta. Tiene un buen maestro.

  • No estoy tan seguro de ello.

  • Argo, eres un magnífico rey. Eres bueno, amable, te preocupas por tu pueblo y haces siempre lo que es mejor para ellos. Todos te quieren y te respetan. En el ejército no hay nadie que no esté dispuesto a morir por ti. Créeme, tiene un buen maestro.

  • Gracias, Hiria. Pero muchas veces pienso que tú serías mejor reina que yo.

  • ¿Yo? No, no lo sería. No se ni como se te ha podido ocurrir.

Ambos se quedaron mirando, y no supieron que hacer ni que decir. Aunque tampoco era un silencio incomodo. Era como si estuvieran entrando el uno en la mente del otro a través de esa mirada. Argo se fue acercando poco a poco a Hiria. Esta vez no podía frenar sus ganas de besarla, a pesar de que sabía que era un error.

De pronto, escucharon a uno de los consejeros llamarle, y se rompió la magia. Ambos se quedaron avergonzados por algo que no habían llegado a hacer, como si fueran unos niños.

El consejero por fin apareció donde ellos estaban.

  • Señor, llevo un rato buscándole. Le esperan para cenar.

  • Gracias, Taminis. Voy en seguida.

Se levantó, y le tendió la mano a Hiria para ayudarla. Cuando ella le cogió la mano sintió una chispa que no habría sabido explicar.

  • He de irme.

  • Yo también debería. Tengo que ir a ver a los chicos antes de dormir.

  • Hasta mañana.

  • Hasta mañana.

Argo le besó la mano y se retiró. Hiria se quedó mirando mientras se alejaba. Y, una vez que le perdió de vista, entró en el palacio y fue hacia la enfermería.

CAPÍTULO 12

Hiria no sabía muy bien que había pasado. ¿Realmente era posible que Argo hubiera estado a punto de besarla? No. Tenía que haber malinterpretado un gesto de cariño sin mayor significado. Pero lo que realmente la estaba volviendo loca era pensar que, si Argo la hubiera besado, ella no habría hecho nada por evitarlo. Era la primera vez que le ocurría algo así. Y iba en contra de todas sus normas.

Desde que se convirtió en jefa de armas, Hiria había tenido muy claro que los hombres solo podían suponer una distracción nada conveniente para sus obligaciones. Y ahora… no podía creer que se estuviera planteando si le gustaba el rey. Era absurdo, y por varias razones. La primera era que estaba prohibido por la ley. La segunda es que iba en contra de sus principios. Pero la más importante de todas era que Argo jamás se fijaría en ella. Al fin y al cabo, el merecía algo más. Una simple jefa de armas no era suficiente para él.

En realidad, necesitaba hablar con alguien. Pero la única persona en la que podía confiar era Dreso. Y no quería cargarle con eso. No podía hacerle daño. Si después de tanto tiempo rechazándole porque no podía permitirse tener una relación, ahora le contaba lo que había estado a punto de pasar, se le partiría el corazón. Y lo más irónico es que Dreso supo antes que ella que le gustaba Argo. No. No podía hablarlo con Dreso. Esta vez, tendría que aguantar ella sola.

Hiria llegó a la enfermería. Quería ver que tal estaban sus soldados y hacer todo lo que pudiera por ellos. Cuando entró, Laertes estaba ayudando a las enfermeras. Ese chico era maravilloso. Casi tanto como su padre. Laertes se dio la vuelta y la vio. Ella le sonrió y se acercó.

  • ¿Qué tal están mis chicos?

  • Bien, no hay ningún herido grave. Solo rasguños. Nada importante.

  • Gracias por preocuparte, Laertes. Eres un encanto.

  • Es lo mínimo que podía hacer. Al fin y al cabo, vosotros arriesgáis la vida para protegernos.

Salieron juntos de la enfermería, y Laertes se quedó mirando a Hiria, analizando su expresión.

  • Hiria, ¿qué te pasa?

  • Nada. Bueno, es decir, estoy cansada, y las batallas nunca son fáciles, pero no me pasa nada.

  • No, no es eso. Tienes una mezcla de felicidad, incredulidad y preocupación en la cara.

  • ¿Qué dices?

Al parecer tendría que aprender a disimular mejor.

  • Antes he visto que estabas en el jardín con mi padre. ¿Ha pasado algo?

  • ¿Qué quieres que pase? Solo hemos hablado. Ha discutido con tu hermana y me lo ha contado.

  • Vamos Hiria… os gustáis, solo hay que veros juntos.

  • No se de que estás hablando. Además, tengo que irme. Es tarde. Buenas noches.

Hiria salió disparada hacia su cuarto. Sabía que huyendo de esa manera no ayudaba a que Laertes cambiara de opinión, pero no supo de que otra manera reaccionar. Nunca hubiera pensado que Laertes podía ser tan observador. Y, en ese momento, no podía afrontar esa conversación. Estaba hecha un lío. ¿Cómo podía contarle a Laertes lo que pasaba si ni ella misma lo sabía?

CAPÍTULO 13

En la sala del trono de Grea había una mujer esperando. Estaba sola, pero no daba muestras de temor o nerviosismo. La puerta se abrió y entró un hombre alto, moreno, con unos ojos azules como el mar.

  • Bueno, bueno… ¿No crees que es un poco peligroso venir aquí sola?

  • Estoy segura de que no me harás daño. Puedes conseguir más teniendome viva que muerta.

Helo miró el rostro de la joven. Era increíble el parecido con su madre. Aunque la expresión de sus ojos era totalmente distinta. Era fría, distante, dura.

Helo cruzó la habitación y se sentó en el trono, con la mirada fija en la muchacha que tenía delante.

  • Bien, Casandra, princesa de Cromna, ¿que te ha traído a mi reino?

  • Quiero ofrecerte un trato.

  • Tu padre se ha vuelto loco. No he aceptado sus tratos anteriores. Y mandándome a su hija no va a conseguir que acepte uno nuevo. Es más, me está poniendo la victoria en bandeja.

  • Mi padre no sabe nada de esto.

La expresión de Helo cambió. La situación se ponía interesante.

  • Te escucho.

  • Estoy harta de esperar por un trono que ya debería ser mío. Estoy dispuesta a ayudarte desde dentro para que destrones a mi padre. Una vez el está fuera del reino, la mitad será tuya.

Helos se levantó y se dirigió hacia Casandra. Empezó a andar a su alrededor.

  • Y… ¿por qué debería aceptarlo? Si te retengo aquí, tu padre me ofrecerá Cromna con tal de recuperarte. Y si te mató, abandonará la guerra. De cualquier manera gano yo, y el reino entero, no solo una parte.

Casandra no cedió ante tales amenazas. Y supo perfectamente lo que debía hacer. Se acercó sensualmente a Helos y le empezó a acariciar el pecho.

  • Porque tal vez podamos llegar a otra clase de acuerdo con respecto a lo de mi muerte.

No le importaba llegar a esa situación. Helos era un hombre muy atractivo. De hecho, se podría decir que estaba ansiosa.

Y a Helos tampoco parecía importarle. Álibe estaba más distante cada día, y esa chica era muy atractiva. Le puso las manos en la cintura y se acercó a ella hasta que sus caras estuvieron a pocos centímetros.

– Bueno, es algo que se podría valorar…

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