NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

CAPÍTULO 1: ADONDE EL CORAZÓN SE INCLINA, EL PIE CAMINA

Un arrogante pezón asomaba por un roto de la bata desvencijada. Quizá que hubiera sido puta, como luego me enteré, le daba privilegios morales a la hora de llevar o no algo debajo de la bata, que en sus buenos días debió de ser de discretos cuadros azules y grises. Yo traté de seguir el protocolo, pero es que el aire subía y bajaba por su aparato respiratorio cual si fuera recorriendo un laberinto forrado con papel de lija, y entre las frases musicales que emitían sus pulmones y el pezón sobresaliente me había trabado después de los buenos días. El pezón magnético se coló para adentro con el movimiento que se produjo cuando la señora metió las manotas en los bolsillos de la bata. Aliviado y determinado a cumplir mi deber, le lancé una de mis características preguntas incisivas “¿le gusta a usted la novela negra o es más de novela pseudohistórica?” Antes de cerrar la puerta, la señora me obsequió con una vaharada de sudor añejo proveniente de la axila derecha, liberada de la brutal presión del brazote que levantó para darme con la puerta en mis perfumadas narices. Aún me dio tiempo a soltar un rapidísimo “que tenga usted un buen día”.

Actué tal como había sido instruido en el curso preparatorio del que me había empapado hasta la última coma. El profesor dijo el primer día que si nos fijábamos bien y nos grabábamos en la cabeza todo lo que iba a decirnos, el trabajo iría sobre ruedas. Así que allí estaba yo, siguiendo punto por punto el protocolo. Respiré hondo, repasé posibles errores y fallos cometidos en mi primera actuación, hice propósito de enmienda y me lancé con confianza recuperada a la puerta de enfrente. Pulsé el timbre. No hubo respuesta de ningún tipo. Se produjo un silencio frustrante. Podía ser que no hubiera nadie. Podía ser que los que estuvieran en el piso hubieran asistido a mi, por así llamarlo, fracaso. Por si esto último suponía un primer obstáculo de acercamiento a potenciales clientes, decidí no insistir y subir al piso de arriba.

Llamé primero al 2ºB, por cambiar de mano. Nadie salió a recibir las interesantes explicaciones que tenía preparadas para facilitar la elección del libro adecuado a cada ocasión y a cada lector. El silencio de ese edificio empezaba a hacer mella en mis nervios. ¿Era la señora asmática la única habitante del inmueble? No podía ser que tuviera tan mala suerte. Me acerqué al 2ºA. El timbre tenía sonido de campanita. Eso era una buena señal. Una mente avispada sabe que un sonido de campanita en una vivienda denota calor de hogar, una cierta búsqueda de prestigio en la comunidad, un deseo de agradar al visitante. “Aja”, me dije, ”tomaré apunte mental para sentar de culo a mis compañeros del grupo sector oeste en la próxima reunión”. Pasaron sesenta y cinco segundos controlados por el reloj digital recientemente adquirido por mi persona a los efectos de mostrar profesionalidad. La compra fue realizada en el centro comercial más renombrado de la zona; el vendedor fue un joven, apostado en uno de los pasillos del centro comercial, que sin duda pasaba por malos momentos –el joven y puede que también el centro comercial-. Mi idea al adquirir ese bien por la tercera o cuarta parte del precio que se mostraba en los escaparates de las joyerías del centro comercial, no fue, como pudiera pensar alguno, ni por un momento, aprovechar la desesperada situación económica y vital que alegó el jovencito para tener que desprenderse de ese reloj de magnífica marca helvética, sino por encima de todo, hacer un favor a esa persona que, según me contó, necesitaba viajar urgentemente a Córdoba y carecía tanto de tarjeta de crédito como de efectivo, motivo por el cual se deshacía del regalo que su querido papá le había hecho en su último cumpleaños. La transacción comercial permitiría al joven desdichado visitar la hermosa ciudad de los califas; mi muñeca izquierda, a cambio, se equipararía a las de mis ya colegas en la prometedora profesión recién inaugurada.

Curiosamente, en el curso no habían mencionado la forma correcta de proceder cuando tras el primer timbrazo no acudía nadie a abrir la puerta, así que, dispuesto a no admitir otro silencio sepulcral por respuesta, tomé por mí mismo la decisión de insistir con el dingdong mientras preparaba una cuidada disculpa por la impertinencia. Tras setenta y dos segundos de espera en posición de firmes, pegué la oreja a la puerta y claramente percibí que al otro lado no había nadie.

Mi ser se debatía entre liarme a patadas con todo o sentarme a llorar. No tenía pañuelo para secarme así que opté por liarme a patadas. Al segundo empellón se abrió la puerta del 2ºB y una cabecita provista de ojazos y sonrisa tristona asomó por la rendija.

-¿Qué haces?- preguntó con una vocecilla cantarina.

Yo le empecé a contar que estaba dentro del grupo del sector oeste de la gran empresa La Esfera Literaria. Que tenía que vender al menos cuatro libros para que me pagaran la comisión correspondiente. Que había gastado todo lo que me quedaba para vivir el resto de mi vida en un curso en el que prometían un futuro brillante para los jóvenes emprendedores y seguros de sí mismos. Que sólo había conseguido hablar con una vieja apestosa que me había atufado y no me había dejado abrir la boca. Que los zapatos que me había dejado mi primo me estaban machacando los pies. Que no podía llorar porque no tenía pañuelo.

-Dios da braga a quien no tiene culo -sentenció la joven de los ojazos.

Como no hacía intención de cerrar la puerta, recuperé mi yo profesional después del desahogo propio de la inexperiencia.

-¿Estaría usted interesada en echar un vistazo al catálogo actualizado?

-Vale, pero no te voy a comprar nada -me dijo dejando entrever unos dientes bastante blancos y bastante grandes para estar metidos dentro de esa carucha tan pequeña. Bajó la voz y entreabrió los labios delgaditos–. Me los bajo de Internet.

-Bueno -contesté–. Al menos me dará una opinión claramente ajena a la empresa.

La joven, dos años mayor que yo como luego supe, abrió la puerta y me invitó a entrar a su hogar. La seguí por el pasillo asombrado de que esas piernas tan flacas sostuvieran una estructura móvil de un metro y setenta y cinco o setenta y seis centímetros, que se deslizaba por el pasillo como por una pista de baile sin apenas rozar el piso.

Me indicó una preciosa butaca de mimbre con cojines floreados como asiento, y ella se acomodó en una butaca similar recogiendo las piernas en una postura que luego intenté repetir en la intimidad de mi hogar sin conseguirlo ni de lejos.

-¡Eh, tú! -dijo–. ¡Despierta y suelta el rollo que tengo cosas que hacer!

Yo hasta entonces no había conocido el amor. Ella no era consciente de ese detalle esencial de mi peripecia vital. Yo tampoco. Y, debido a mi falta de conocimiento de los síntomas que acarrea el flechazo, no pude rehacerme de los calambrazos que empezaron a recorrerme la espina dorsal y la taquicardia galopante. No sabía si me encontraba presenciando mi propia muerte y, lamentando la impresión que esto pueda causar, mi mayor pesar en esos momentos catastróficos era haber pagado por adelantado el curso que tan poca rentabilidad me iba a dar a la vista de mi muerte cercana y prematura. Aun muriéndome entreoí a la causante de mi agonía.

-Oye, perdona. No he ido a trabajar porque me duele la cabeza como si me estuvieran taladrando el cráneo. He abierto el portal porque creía que eras un vecino. Te he dejado entrar a casa porque te veía capaz de lanzarte por el hueco del ascensor. Pero que te quedes en estado catatónico en mi salón es la gota que colma el vaso. ¡¡¡Largo!!!

Me acompañó amablemente hasta la puerta y, aunque me privó del placer de mirarla, me compensó con la presión de sus manos en mi espalda según fue empujándome por el camino de vuelta del paraíso.

Antes de que cerrara la puerta, dudé entre arrodillarme ante ella pidiendo clemencia o volver en mí y decir un sobrio “adiós, buenos días”. Después de que la cerrara, me prometí ejercitar la velocidad de reflejos si los dioses me daban otra oportunidad de volver al paraíso.

CAPÍTULO 2: MADRE E HIJA CABEN EN UNA CAMISA

Subí al tercer piso por las escaleras y seguí subiendo hasta el cuarto por dar tiempo a mi corazón malherido a aceptar que probablemente acababa de perder al amor de su vida. Y aunque en lastimosas condiciones anímicas, llamé al timbre del 4ºA porque no podía seguir huyendo hacia arriba al no haber más pisos.

-¿Quién es? -preguntó un hilillo de voz de mujer a través de la puerta.

-Buenos días, señora, soy representante de La Esfera Literaria y vengo a ofrecerle las novedades editoriales más punteras del momento -dije del tirón y sin mucho fuelle.

La profesión se me estaba atragantando dos horas después de haberla estrenado. Ya no quería sonreír a esa señora que me miraba con hociquillo de conejo. Necesitaba un tiempo de descompresión. Mis ojos tenían delante a un adefesio que portaba unas imponentes gafas de miope escogidas con verdadera crueldad, ya que, además de empequeñecer los ojos que por fuerza tenían que ser pequeños de suyo, la obligaban a la buena señora a arrugar la nariz cada dos segundos para que no se cayeran. Llevaba unos vaqueros con la camisa metida por dentro, lo que ocasionaba un descontrol de michelines abollonando la camisa por doquier. También abollonaba la camisa una chepita que acarreaba a la espalda.

-¿Quién es? -preguntó una voz cascada desde lo profundo de la casa.

-Es mi madre -me dijo la señora en un susurro y añadió a la explicación una risita llena de íes y de hociquito torcido. Y luego en voz alta contestó a su madre-. Es un chico muy guapo que quiere vendernos libros, mamá.

-Pues cierra la puerta y que se vaya con viento fresco que no queremos nada.

Ante la amable respuesta de la anciana madre yo hice intención de marcharme. La señora me enganchó por la manga de la chaqueta y con un gesto que mostraba bastante desapego hacia su progenitora me hizo pasar y se llevó el dedo índice primero al hociquito y luego a la sien,  punto en el que con su dedo realizó unos ejercicios de rotación sobre sí mismo.

Inevitablemente, cuando amable y zalamera me invitó entre susurros a tomar asiento a la vez que palmeaba  con mano artrósica la segunda plaza de un sofá para dos, obligándome por la cercanía a admirarla en todo su esplendor, empecé a jugar un maldito juego de encuentra las cien mil diferencias. Mi profesionalidad se vio de nuevo postergada. Y di en pensar que el ser humano es muy ingrato. Bueno, sobre todo el ser humano representado por mí mismo. Esa pobre señora estaba ahí pasando las hojas de los catálogos con todo el interés del mundo. Esa señora a la que yo estaba robando un tiempo precioso para atender a su mamá querida mientras mentalmente la detestaba por fea, con ese pelo ralo, fosquillo y medio teñido, rodeando la cara asimétrica en la que las gafotas eran absolutas protagonistas.

-¿En qué más casas has estado, guapo? -me preguntó en un susurro.

-Este es el primer portal al que entro hoy.

Añadí el “hoy” en el último momento. No fuera a creer la buena mujer que se encontraba ante un inexperto novato intentando vender algo por primera vez en su vida. Anoté esa jugada maestra, ejemplo de perspicacia comercial, para mi reunión de sector.

-¿Pero has vendido algo a mis vecinos? -insistió la señora.

Me hablaba tan al oído que me hacía cosquillas. Diagnostiqué que sufría de malas digestiones, que le gustaba el café, que fumaba y que debía pedir cita al dentista urgentemente.

-¿Qué me recomiendas, guapo? ¿Vendrías a traerme tú los libros que pidiera? -me preguntó con algo que creí interpretar como coquetería.

-Por supuesto, señora, tenga en cuenta que yo soy el encargado de esta zona.

-Ay, qué gracioso.

La pobre señora debía de estar un poco despistada con tanto libro y ya no controlaba sus movimientos. La mano con la que pasaba las hojas, descansaba plácidamente, cuando carecía de la función pasante, sobre mi muslo. Ni él ni yo reaccionábamos por no molestar a tan amable dama que de seguro se habría llevado un disgusto si le hacemos ver mi muslo y yo que estaba invadiendo nuestro espacio vital. Así que agradecí oír de nuevo a la madre.

-Chusina, ven.

-Ahora voy, mami -contestó con desgana la tal Chusina sin intención de mover ninguna parte de su cuerpo de donde estaba.

-Chusina, que me cago -gritó con rabia la mamá, logrando que en el desangelado rostro de la señora al parecer llamada Chusina apareciera tal llamarada de odio que me conmovió.

-Si quiere vuelvo más tarde -le sugerí con mi mejor estilo caballeresco.

No le dio tiempo a responder. En la puerta del salón apareció un espantajo con camisón. Sólo me fijé en su camisón azul celeste que colgaba de los hombros como si por dentro estuviera hueco; y en lo que se supone que era el cabello, una especie de revoltijo estropajoso color gris rata.

-¿Qué estás haciendo, perdida? -preguntó la señora madre a su señora hija.

Yo me levanté, recuperé mi muslo, mis folletos e intenté recomponer mi figura de vendedor de primera dispuesto a ofrecer mis productos incluso a una vieja que claramente había hecho lo ya anunciado. Pero la señora Chusina arrancó a llorar y yo consideré que ya no pintaba nada entre esas dos damas, que, indudablemente a causa de una situación extrema que yo no era capaz de determinar, se estaban poniendo de vuelta y media. Debo reconocer que escapé como pude aunque la señora Chusina se empeñaba en agarrarme de donde pillara. Gracias a la artrosis no hacía presa con seguridad, de modo que mal que bien alcancé la puerta sin más deterioro que algunos arañazos.

CAPÍTULO 3: NO HAY DÍA SIN ACEDÍA

No me quedaba memoria interna suficiente para tomar nota de todas las dudas que esta ocupación, que había sido ofertada mediante profuso anuncio publicitario en los medios más visitados por personas ambiciosas en busca de un trabajo creativo, de gran prestigio, excelentes retribuciones, me estaba generando en el preciso momento en el que la estaba poniendo en práctica.

No obstante, y recordando una de las máximas del profesor del curso, de cuyas capacidades  había momentos en que antipáticamente empezaba a dudar, resistí para ganar, seguí para conseguir. Vamos, que llamé al 4ºB, con la esperanza, apoyada en la  candidez de mi  juventud, de que me abriera un ser humano convencional, con cierto afán consumista, que me comprara los libros necesarios para que pudiera irme a mi habitación alquilada con vistas a un patio interior donde poder descansar y disfrutar de haber cumplido mi jornada de trabajo con un resultado altamente positivo.

Mi deseo se cumplió a medias. Salió a recibirme un ser, convencional quizás, pero no consumista ni comprador: un  perro. No sé mediante qué artilugio la puerta se abrió. Estaba casi seguro de que no la habría abierto el perro, pero sí fue él al que me encontré al abrirse la puerta. Nos quedamos los dos mirándonos, yo más desconcertado que él porque él jugaba con ventaja. Él, en su actitud perruna se quedó plantado en sus cuatro patas sin mover un solo músculo y con la adivinada intención de permanecer así el tiempo que fuera necesario. Yo, habiendo sopesado el tamaño, musculatura, y un ligero envaramiento de los recios pelos que recorrían su columna vertebral, consideré que, a pesar de estar en desventaja al carecer del soporte de dos puntos de apoyo más, iba a romper el récord mundial de estarse quietecito. Tampoco me pareció oportuno emitir sonido alguno, deseando que a mi interlocutor no le causara decepción que no le acompañara en una especie de mantra gutural apenas perceptible pero desasosegante.

Y en esas estábamos cuando una voz salvadora emergió de los abismos de la casa.

-¿Quién es, Perla?

Me quedé esperando a que mi recepcionista diera fe de mí y de mis buenas intenciones. Pero visto que la tal Perla seguía impasible, me atreví a contestar por ella.

-Buenos días, soy representante de La Esfera Literaria y vengo a ofrecerle las novedades editoriales.

No hubo respuesta. O, si la hubo, no la oí porque un grito aterrador lo llenó todo. Se extendió desde un lugar indeterminado de los pisos de abajo. Penetró por mis oídos y hasta por mi piel. La tal Perla, que mostró su verdadera cara, se lanzó en estampida a refugiarse en el interior de su casa. Fue en lo único que pensé durante un tiempo impreciso que transcurrió desde el grito ya calificado como aterrador y el bofetón seguido de un “¡Espabila, coño!”

Ese señor, más bajo que yo, con pelo entre blanco y gris cortado a cepillo, estructura ósea y muscular bien consistente y unas manos que doblaban en tamaño a las mías me arreó un bofetón. Puede decirse que fue el bofetón por antonomasia. Un bofetón que de haber sido recibido a tiempo por el que a esas alturas ya era un cadáver, le habría devuelto la vida.

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