Prólogo: El final es el principio

Las habitaciones superiores de la Alta Torre de la Escuela de Hechicería de Lusden,  capital del Gran Imperio, se le antojaron más oscuras y frías de lo que cabría imaginar. Se supone que aquello era un lugar de meditación, encuentro con uno mismo. Al fin y al cabo, la Alta Torre era conocida por los lusdedianos como el Rayo de Luz, ya que debido a su acabado en dorado y su aura mágica, parecía enteramente un haz luminoso que descendía del cosmos. Pero sin embargo por dentro era oscuro. Y frío. Y lóbrego. Puede que no fuese la mejor época del Gran Imperio, es más, posiblemente fuese la peor que había acontecido hasta entonces. La ciudad estaba bajo asedio, la mayor parte del ejército imperial yacía destripado en los inmensos campos de batalla donde habían tratado de frenar fútilmente el avance de las tropas norteñas y, por si todo esto no fuese suficiente, él estaba a punto de apoderarse del objeto que le otorgaría la victoria definitiva sobre el decadente Imperio: El Orbe. El Orbe, aquel artefacto que sustentaba todo el poder mágico de la Escuela, aquel que estaba en la parte superior de la Alta Torre.

El último tramo de escaleras estaba tocando a su fin. No había sido sencillo subir tanto con el peso asfixiante de la armadura. Y menos después de haber tenido que abrirse paso a espadazos hasta la torre, y luchar estancia por estancia en los niveles inferiores. Toda su guardia personal había perecido a lo largo del asalto. Los mejores orcos y trolls fueron cayendo a medida que ascendía. Él mismo tenía graves heridas en un costado, allí donde un lancero le alcanzó por entre la pesada armadura. Antes de abrir la puerta que daba al ático de la torre, se palpó de nuevo la zona afectada. No se alarmó al ver sangre en sus manos, la incisión era profunda. Haciendo acopio de sus menguadas fuerzas, empujó suavemente la puerta con el hombro.

–  Al fin, Gran Señor del Mal, creí que no llegarías. ¿Demasiadas escaleras?

–  Oh, Maestre Superior Gussav. Te daba por muerto.- Realmente se sorprendió de verlo con vida, pero no dejó traslucir sus emociones a través del gran casco que portaba.

–  ¿Muerto? He de reconocer que el inútil de Artelius me lo puso menos fácil de lo que me esperaba.

–  Vaya, supongo que con menos fácil te refieres a todas esas quemaduras que tienes en los brazos. Y en la pierna. Anda, y también en la cara. Parece que estás perdiendo facultades, Guss.

–  Sin embargo a ti te veo bien, Kreztac. Por lo que veo el mal te ha rejuvenecido.

–  Oh, gracias por fijarte, la verdad es que hago un gran esfuerzo por mantenerme en forma. Mato al menos a 10 de tus patéticos aprendices a la semana. Pero dejemos las cortesías a un lado. Déjame coger el Orbe y te prometo que no sufrirás mucho al morir. Solo lo justo.

–  Sabes que no puedo hacer eso, Kreztac.- El viejo mago afirmó su postura y se echó hacia atrás su larga barba, pasándosela por encima del hombro.

–  Aparta o lo lamentarás.- La paciencia de Kreztac estaba llegando a su fin. Sus gélidos ojos azules relampaguearon de ira contenida en el visor del casco. La Maldad bullía en su interior, clamando por salir. Desenvainó su espada y apuntó con ella al Maestre.- Última oportunidad, viejo.

–  Tienes razón: última oportunidad. Vete ahora y no te mataré.

–  ¡Basta ya de tonterías!

El Gran Señor del Mal se abalanzó contra el mago. La bestia furibunda del Mal que habitaba en él por fin se liberó. El visor de su casco se incendió de un fuego azul procedente de sus ojos. Alzando la espada sobre su cabeza, propinó un golpe de arriba abajo aprovechando la inercia de la carga. Gussav, visiblemente cansado, apenas pudo hacerse al lado y esquivar el mandoble de su contrincante. Rodó por el suelo y se dispuso a preparar un hechizo, pero ni siquiera había elegido cual cuando su mirada fue a dar con el fulgor azul que tenía por ojos Kreztac. Automáticamente, toda su concentración se deshizo, y apenas fue capaz de articular palabra. El siguiente ataque no erró, y el tajo horizontal que había lanzado alcanzó al Maestre a la altura del pecho, partiendo costillas y destrozándole la caja torácica. Kreztac dejó caer la espada, exhausto, y se apoyó en el suelo para recuperar el aliento. El mal que hace unos segundos le poseía se desvanecía, y el destello azul de sus ojos se volvió mucho más tenue. Renqueante, se incorporó a duras penas. Se tocó de nuevo el costado y comprobó que la herida manaba sangre con mucha más profusión que antes. Debía apresurarse o no tendría fuerza para salir de la Alta Torre con el Orbe. Dio dos pasos hacia delante, buscando la fuente del resplandor dorado. Tambaleante, topó de bruces con una estantería.  A través del espacio entre libros se percibía aquel cálido brillo. Extendió su mano tratando de atrapar algún girón de luz entre sus dedos. De pronto, sintió un pinchazo extraño en el tobillo. Bajó la mirada para comprobar, horrorizado, como el viejo, con su último aliento, había alargado su brazo para introducir una fina aguja entre las anillas de su bota derecha, atravesando el forro de cuero y lana que portaba debajo e hincándola en la piel. Miró fijamente el rostro del mago, que se contraía entre el dolor y una extraña mueca. Tan extraña que juraría que estaba sonriendo. La sangre salpicaba desde su boca con cada estertor, lo que dificultaba articular las palabras adecuadas. Kreztac devolvió la mirada a la aguja, e instantáneamente adivinó lo que el mago trataba de hacer: desterrarle al Vacío. Era una aguja de Vacío. La corona de la aguja era de un color morado intenso y parecía refulgir con un inquietante halo. Echó mano al tahalí en busca de su espada, pero esta se encontraba junto al mago, en el suelo. Este, dándose cuenta de sus intenciones, empujó la espada bajo una estantería. El Gran Señor del Mal, enfurecido de nuevo, agarró del cuello al viejo y presionó con fuerza inhumana, pero el mago acertó a pronunciar entre ahogos la fórmula arcana que daba fuerza a la aguja, y está comenzó a brillar con más intensidad.

–  Te… lo… dije… Krez… No… puedes… ganar…- Dijo, salpicando sangre al pronunciar estas palabras. Acto seguido se desplomó contra su atacante.

Kreztac, asustado ante lo que iba a sucederle a continuación, se incorporó. Dio con su espalda en una estantería y perdió el equilibrio, cayendo de rodillas al suelo.

–  No, no… Esto no puede terminar así. ¡Maldito seas, viejo!- una gota de sangre recorrió la aguja y fue absorbida por la cabeza de esta. Kreztac notó como una succión irresistible se iba apoderando poco a poco de su alma. Sintió como se la desgajaban del cuerpo poco a poco, entre el más intenso de los sufrimientos. Justo antes de que el proceso se completase, alzó su temible voz por última vez, a modo de maldición destinada a todos los habitantes del Imperio.- ¡Juro por el mismísimo Mal de las entrañas de la Tierra que todos vosotros, mortales, pagareis por esto!

Su grito de desafío, amplificado por los efectos mágicos de la torre, se extendió como una nube negra por todo el continente, cerniéndose sobre todos sus habitantes y sembrando el más profundo miedo en sus corazones.  

Libro 1º: Alzamiento

Capítulo 1: Nacimiento

Capítulo 1: Nacimiento
Capítulo 1: Nacimiento
Capítulo 1: Nacimiento

Capítulo 1: Nacimiento

La mañana en la pequeña aldea de Gelidar se antojaba fría. Para Guter Vuudsen  no era ninguna novedad, allí todas las mañanas eran frías. De modo que, sin pensarlo dos veces, se arropó en su abrigo, se despidió de su mujer y se dispuso a salir a la intemperie. A través de la ventana vio caer los primeros copos de la jornada. Se sorprendió, ya que estaban bastante cerca de la costa como para que no nevase habitualmente y además eran principios de septiembre, con lo que la temporada de nieves no empezaría hasta dentro de unas cuantas semanas. Se encogió de hombros ante sus propias reflexiones y abrió la puerta de su modesta choza. Una ráfaga de aire helado se coló al interior de la casa, como si estuviese acechando tras la puerta para entrar. Una gélida garra se apoderó de Guter, sintió un intenso frío que le quemaba por dentro y, sobretodo, una terrible sensación de miedo, de pánico a algo desconocido. Viejos recuerdos de su infancia afloraron a su mente, aguijoneados por ese temor irracional que lo invadía.

–  ¿Cariño, estás bien?- Su mujer, Avy, le observaba extrañada parado ante la puerta, con el pomo en las manos aún y con expresión de quien ha visto un cadáver alzándose de su tumba.

–  Si… si. Sólo estaba pensando que este frío no debe ser bueno para nuestro hijo.- Instintivamente, su mirada se desvió al abombado vientre de su esposa. El pequeño o pequeña no tardaría en venir. Ese pensamiento le consoló, alejó los negros nubarrones y le devolvió el color a su rostro.- Abrígate bien en casa y enciende la lumbre. Nos vemos por la noche.- Y salió cerrando suavemente la puerta.

Avy retomó sus quehaceres cotidianos. Tras recoger el desayuno, apiló unos cuantos troncos en el hogar del salón y los encendió tras unos pocos intentos con el pedernal. Le costaba agacharse debido al estado de su embarazo, pero más o menos se las apañaba en casa. Se dirigía hacia la cocina cuando una sensación de helor le recorrió la espalda y se apoderó de ella.  Jamás había sentido tanto frío. Tenía las sienes heladas, las mejillas congeladas, la espalda también, los senos incluso le dolían más con ese frío, los pies y las manos apenas las sentía. Todo su cuerpo era como un témpano, todo salvo su entrepierna. Bajó la mirada para ver, sorprendida, un charco viscoso que tenía a sus pies y le chorreaba por toda la pierna. Ensimismada como estaba, tardó unos segundos en darse cuenta de que había roto aguas. La primera contracción casi la derriba en el suelo de dolor. Medio a gatas medio a cuclillas, alcanzó la puerta, la abrió y gritó al exterior.

–  ¡Maude, ayuda AH!- Otra contracción la hizo estremecerse de pies a cabeza.

Su vecina Maude andaba trasegando en la cocina de su cabaña, cuya ventana daba a la calle. Desde allí vio como su compañera de enfrente salía casi arrastrándose de su casa, con una mano sosteniéndose la prominente barriga de embarazada. Apresurándose, dejo los cacharros en la pila y corrió para asistir a su vecina. Unas cuantas horas después, un nuevo habitante se unía al mundo.

El pequeño manoteaba entre paños, buscando desaforadamente la teta de su madre. Maude, sentada al lado de la cama donde Avy estaba postrada, aun convaleciente tras el parto, no pudo evitar sonreír al ver a la criaturita.

–  ¡Vaya, ha sido niño! Enhorabuena. ¿Tiene nombre ya?

–  Que va. Guter quería llamarle Turgen si era varón, en honor a su padre, pero a mí no me gusta. Prefiero llamarle Holger, como su tío.

–  ¿Holger? Por Ghodin, es horroroso.- El pequeño gimoteó, como aprobando el comentario.

–  Vaya, parece que tenemos a un listillo aquí, ¿eh?- Avy se rió mientras jugueteaba con su recién nacido hijo.

–  ¿Qué tal… uhm… Lotter?- El niño hizo un puchero y casi arranca a llorar.

–   Parece que no le gusta mucho. Ya sé, podemos llamarle como su abuelo materno: Jurmer.

–   ¿Seguro? Recuerda al Jurmer que vivía dos casas más allá de la de Plizka. No me gustaría tener un hijo que me recordase a ese monstruo.

–  Tienes razón, ese hombre era horroroso. No se me ocurre nada, quizás lo mejor será esperar a que venga Guter para…- De pronto, se le ocurrió. No sabía cómo no se le había ocurrido antes, aunque jamás había escuchado ese nombre.- Kvolkir, se llamará Kvolkir.

El niño pareció alegrarse al oírlo, pero era difícil que un bebé recién nacido fuese capaz de expresar sus sentimientos más allá de lloriquear y bregar ansioso en busca de la leche materna. Maude,  viendo que su amiga ya se encontraba casi repuesta del alumbramiento, regresó a su choza para seguir con los quehaceres domésticos, dejando a la feliz pareja disfrutando de los primeros momentos del pequeño en su recién estrenada vida.

Cuando el sol empezó a caer, un cansado y baldado Guter regresó a casa cubierto de serrín y astillas.

–  ¿Avy? ¿Avy? ¿Cielo, donde estás? – se extrañó, pues no olía el puchero de la cena ni oía a su mujer trasteando por la cocina.

Avanzó hasta la puerta de su habitación conyugal y, con una sonrisa de felicidad dibujada en su cara, contempló la escena: su mujer dormía plácidamente con su retoño entre sus brazos, que parecía dormir también. Se deslizó silencioso por la estancia, tratando de no romper la paz del momento, y cogió a la criatura en sus brazos. Retiró las mantas que lo envolvían para contemplar a su hijo: era varón, lo que suponía un alivio, puesto que en unos cuantos años podría empezar a ayudar a su padre en la serrería. Tenía el ralo vello de bebé rubio muy claro, rasgos afilados para ser un niño recién venido al mundo y unos ojos de un azul intenso, similares al corazón de un glaciar. Lo devolvió con cuidado al calor de su madre, se tumbó al lado de esta y se quedo dormido, completando la idílica estampa de una familia feliz.

Capítulo 2: Infancia, fría infancia.

 
Capítulo 2: Infancia, fría infancia.

Kvolkir creció sano y espigado. Era un chico alto para su escasa edad, con un color de pelo rubio claro, típico del Norte del Imperio, y unos ojos azules como el fondo del frío océano que se extendía más allá de Gelidar. Desde un primer momento, sus padres notaron que algo no andaba bien dentro de la cabeza del pequeño Kvolkir. Era demasiado espabilado para los pocos años que tenía, y siempre estaba tramando alguna pequeña trastada. Desde que tuvo capacidad para andar, cambiaba las cosas de sitio, volviendo loca a su madre, desdentaba la sierra de su padre, enterraba en la nieve al gato de Kulzlac y Maude y fastidiaba a cualquier niño o niña que fuese tan insensato de querer jugar con él. A pesar de todo ello, sus padres le querían demasiado, y lo achacaban a la fogosidad de la niñez.

En el pueblo de Gelidar comenzaban a temer al gamberro de los Vuudsen. Sus tropelías acababan cada vez más rápido con la paciencia de sus habitantes, de modo que cuando veían aparecer a la pequeña figura envuelta en su abrigo de piel de foca con la capucha calada hasta las cejas, de la que sobresalía un mechón rebelde rubio como la paja y en la que en su penumbra brillaban aquellos dos pozos de hielo que el chiquillo tenía por ojos, cerraban las contraventanas, echaban el cerrojo a la puerta y escondían a sus animales. De modo que el pequeño Kvol se crió prácticamente solo. Y digo prácticamente porque, teniendo en cuenta lo anterior, aun contaba con tres compañeros: Sus padres, que siempre le quisieron aunque Kvolkir fuese un chico travieso, y Cahú, una muchacha un par de años mayor que él, hija de los Jortsen, que eran de los más adinerados del pueblo gracias a su negocio de aceites. No sabía porqué, pero Cahú le caía bien, y la chica parecía experimentar cierta curiosidad por el diablo en miniatura que tenía todo Gelidar en guardia constante.

La infancia no fue ni mucho menos fácil para Kvolkir. La escuela era un duro reto para él, pero no por las clases. Siempre destacaba en todas las materias, era un chico muy inteligente. A su edad, leía libros para niños de sexto curso mucho mejor que ellos, sumaba y restaba de cabeza y no tenía ningún problema para hablar, a diferencia de sus compañeros. El trato con ellos si suponía un reto: los otros chicos que iban con él a clase eran torpes, infantiles, se distraían y distraían a Kvol con excesiva facilidad. Para él, era exasperante tener que compartir aula con semejantes catetos. Lo que no tenía en cuenta es que la excepción era él, y no los otros. Así que para paliar la rabia que sentía cada vez que algún compañero suyo pasaba por su lado, inventaba grotescas bromas pesadas para poner en práctica con ellos.

Una mañana paseaba tranquilamente hacia la escuela cuando atisbó un corrillo de niños a unos cuantos pasos por delante. Estaba formado por los tres matones del pueblo, tres chavales sin seso alguno pero demasiado músculo, y a la cabeza de ellos se encontrada Juirk, que se alzaba casi dos palmos por encima de sus compinches. Juirk al menos tenía cierta capacidad de raciocinio que, si bien bastante limitada, le daba para autoerigirse líder de aquella panda de matones. El centro de su atención y excitación era algo que yacía a sus pies. Parecía un bulto de tela apretujado y cubierto de nieve y, por un motivo que a Kvol se le escapaba, era blanco de patadas y golpes por parte de Juirk y sus compañeros.

En un principio, pensó en que mejor era no hacer caso: esa semana llevaba ya varias notas de atención por parte de la maestra de su clase, y para colmo de males los tenderos de la calle Maese Gussav habían acudido en tropel a su casa para reclamarle a su madre los pagos por un supuesto “accidente” con “fuego y las reservas de aceite para lámparas” del que Kvolkir era el principal sospechoso, lo que, irónicamente, incendió los ánimos de sus padres. Pero su opinión cambió rápidamente: el bulto de tela era una persona, más concretamente era Simmun. Simmun iba a la misma clase que Kvolkir, pero sorprendentemente había conseguido esquivar la ira de este, ya que era una eminencia en matemáticas de segundo curso, lo que a Kvolkir agradaba sobremanera. De modo que el aquellos matones estaban abusando de un pobre chico de 7 años que gozaba de la “protección” del pequeño demonio de Gelidar, así que Kvol trazó un plan en unos breves segundos y se puso manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos reunió unas cuantas piedras pequeñas de aristas afiladas y las envolvió en una compacta capa de nieve, formando 5 bolas de nieve con sorpresa, a las que sumó una normal. Cumplida la primera parte de su plan, se dirigió hacia sus objetivos.

–  ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Dejad en paz a ese pobre chaval!

–  ¿Pero qué…? Anda, si es el pequeño Vuudsen. Vete de aquí antes de que te metas en problemas, enano.

Este último comentario prendió la mecha de Kvolkir, que estalló como un barreno de minero. Primero lanzó, en un arrebato furibundo, la bola sin relleno directa a la cabeza de Juirk, pero esta erró. El matón, con una sonrisa de autosuficiencia en la cara, se burló de su pequeño contrincante:

–  No acertarías ni a las vacas de Mirta a menos de dos pasos, enano.

–  Vaya, ¿has tenido que pensar mucho para elaborar semejante chanza? Ya decía yo que empezaba a oler a quemado por aquí.- Kvolkir midió bien sus palabras, pues sabía que a su contrincante le escocían sobremanera las pullas sobre su inteligencia, y más si provenían de un niño de 7 años.

–  ¡¿QUÉ?! ¡Enano, esas son tus última palabras!- Juirk apelmazó una gruesa bola de nieve en su mano, y la lanzó con todas sus fuerzas. Acto seguido le imitaron sus lacayos.

Kvol, que se esperaba esa reacción, se parapetó detrás del muro de los Mattisen. Preparó su primer proyectil y se asomó por encima de su defensa. Un par de bolazos impactaron a su alrededor, pero tuvo tiempo de armar el brazo y catapultar su bola, que tras unos momentos de incertidumbre, impactó en el rostro de uno de los abusones, haciendo que cayese redondo al suelo. Sus compañeros no se dieron cuenta debido a su afán por hacer más bolas y arrojárselas a su pequeño enemigo. La segunda dio en el pecho de otro matón, que ni se inmutó. Aún le quedaban tres. Tiró de nuevo, esta vez acertó en las ramas de un árbol bajo el que estaba uno de sus agresores. Este, satisfecho porque se había librado del bolazo, no vio venir la cantidad de nieve acumulada en las ramas que se venía sobre su cabeza, sepultándolo literalmente en una montaña blanca. Le quedaban dos bolas para dos enemigos. Volvió a levantarse para escudriñar en busca de objetivos cuando un níveo proyectil se estrelló contra su cara. Sorprendido, se llevó la mano a la zona de impacto para descubrir sangre sobre sus dedos. Juirk había ideado la misma táctica que él, y encima contaba con el factor numérico. El dolor comenzó a adueñarse de sus facciones, impidiendo que pensara con claridad. Trato de volverse a centrar, pero no podía. Entre la nebulosa de sangre que se había apoderado de su vista distinguió como Juirk y su otro compinche avanzaban hacia él, cautos al principio y más rápido cuando apreciaron el estado de conmoción que sacudía a Kvolkir. Buscó a tientas uno de sus dos restantes proyectiles, dio con él y, con un tremendo esfuerzo, lo enarboló en pos de sus acechantes. Pero era demasiado tarde. Uno de ellos se lanzó en plancha sobre él para evitar el lanzamiento, y lo derribó de espaldas sobre la alfombra de nieve que cubría el suelo. Al caer, ambos forcejearon unos instantes, pero la fuerza física del matón era excesivamente superior a la del pequeño Kvolkir, que se veía aplastado bajo aquella mole hasta que, no se sabe si por casualidad o sangre fría, atinó a darle en la cabeza con la bola que sujetaba en la mano antes de caer. La presa de aflojó, pero no se liberó del todo. Volvió a golpear, esta vez con más rabia. La nieve se había desprendido, dejando tan solo a la vista la piedra que formaba el corazón del arma de Kvolkir. Tuvo que golpear una tercera vez para que al fin consiguiese desasirse de su asaltante.

Una vez libre del peso que lo atenazaba, alzó la vista para buscar a Juirk, pero de nuevo no sé dio cuenta a tiempo de que ya lo tenía encima. La enorme y furibunda bestia que era su rival se hallaba a un par de pasos de él, y antes de que pudiese reaccionar ya había cubierto la distancia. Sin pararse un segundo, el matón propinó una feroz patada en el pecho de Kvolkir que le tumbó de nuevo, y a continuación le dio otra más en la mano para que soltase la piedra que llevaba. Kvol se revolvió en el suelo y con un rápido gesto con el que esperaba desconcertar a su oponente alzó su última bola de nieve y arremetió con ella hacia la cara de él. El ataque se frenó a escasos centímetros de su objetivo. Juirk, viendo venir la jugada, asió firmemente en el instante preciso la muñeca de Kvolkir, frenando la acometida y desarmándole. Con un empellón lo mandó de nuevo a tierra, y puso un pie sobre él para tenerle controlado.

–  Vaya, enano, ahora no eres tan gallito, ¿verdad?- una socarrona mueca inundó la expresión de Juirk.- Te crees muy listo, pero realmente no vales nada.- Y como broche final de su humillación, escupió. Se arremangó bien para golpearle con mayor comodidad.

Kvolkir observaba impotente como Juirk se preparaba para darle la paliza de su joven vida, pero de pronto brotó en él una fría llama, avivada por el escupitajo. Para colmo de males, vio llegar a Cahú por detrás de su agresor con expresión de sorpresa al contemplar la escena. La rabia por la derrota se sumó a la rabia por la deshonra a la que le estaban sometiendo y también a una indescriptible sensación relacionada con la chica recién llegada. No entendía por qué, pero no soportaba que ella observase su aparente debilidad. Quizás consideraba injusto que Cahú elaborase un juicio erróneo sobre él a partir de ese momento y que en consecuencia lo tratase con aires de superioridad y con burlas o, peor aún, con indiferencia.

Pero la súbita llama que prendió en su interior borró cualquier otro pensamiento que el de destrozar a aquel imbécil que se atrevía a ponerle la mano encima. Con una renovada decisión, agarró el pie que le aprisionaba y se zafó de él con relativa sencillez. Juirk, que se había vuelto un segundo al oír el suspiro contenido de Cahú, se sobresaltó a ver libre a su presa. Kvolkir se levantó y clavó su fría y penetrante mirada en el matón. La visión que ofrecía su faz era aterradora: la sangre cubría parte de ella, un gesto de furia incontenible reemplazó el de resignación que antes ofrecía Kvol y, sobretodo, unos intensos fogonazos azules manaban de sus ojos. Juirk, atrapado totalmente por aquella mirada, se echó a temblar y, tras varios segundos de indecisión, se desmayó como fulminado por Ghodin.  

Momentos más tarde, el exultante triunfador de la pelea se encontraba en casa de Cahú peleando con ella, ya que esta se empeñaba en ponerle unos puntos de sutura en la brecha que tenía en el pómulo derecho.

–  ¡Ah, basta, no es necesario que… Ay!

–  Estate quieto, pequeño demonio, – el cariñoso apelativo coloreó de un intenso rubor las mejillas de Kvolkir- o te haré un destrozo en vez de curarte.

–  De verdad, Cahú, que no es nece… ¡Ouch! ¡Deja ya esa aguja del averno, por las barbas de Ghodin!

–   Vaya, para ser tan pequeño blasfemas como el viejo Pitt.- de nuevo la sangre acudió al rostro de Kvol.- Tranquilo, ya está.- Se limpió las manos en un trapo, guardó el hilo de tripa y la aguja de espina en su sitio y se sentó delante del chico, interrogándole con la mirada.- ¿Vas a contarme lo que le has dicho exactamente a ese idiota de Juirk o voy a tener que volver a torturarte?- afirmó su amenaza dando unos suaves golpecitos en el estuche que contenía el hilo y la aguja.

–  ¿Dicho? Ah, te refieres a lo de su… indisposición.

–  Yo más bien lo llamaría fulminación divina. Ni que el mismísimo Vacío hubiese salido de la tierra para atraparle.

–  Bueno, realmente no le dije nada. Simplemente le miré y… eso, ya viste, cayó redondo. No sé que debió ver u oír.

–  Uhm… no si se creerte. Jamás vi a nadie derrumbarse por qué alguien le hubiese “mirado”.

Se produjo entonces un incómodo silencio. Kvolkir no sabía si su ira se había manifestado de manera externa con tanta vehemencia y, en caso de que así fuera, no creía prudente revelárselo a su única amiga. Cahú, por su parte, sospechaba que el chico le ocultaba algo a propósito y eso la hacía recelar de él. Afortunadamente, antes de que la incomodidad de la situación se impusiera, sonaron las campanas de la torre de la Iglesia de Gelidar.

–  ¡Por los condenados del Vacío, si son las doce!- maldijo Cahú.- Tengo que ir a hacer un recado, ¿me acompañas?

–  Depende. ¿Tendré que ir muy lejos?

–  Oh, jamás me atreví a pensar que pusieras condiciones a nuestra amistad.- se ofendió teatralmente ella, acompañando su fingido desaire con un abrupto gesto al tirarse hacia atrás la bufanda que se estaba enrollando al cuello. Kvolkir se giró hacia ella, sorprendido, pero su cómica indignación perdió credibilidad cuando una pícara sonrisa brotó en los labios de la muchacha.

–  Vale, está bien. Espero que no me lleves muy lejos, me duele todo el cuerpo después de…

–  Kvol, no sabes más que quejarte. Encima que te hago el inmenso favor de llevarte a conocer a un gran personaje y tu no haces más que poner pegas. Puedes considerarlo tu regalo de cumpleaños.

–  Espera, espera. ¿Cómo que un gran personaje? ¿A quién vamos a visitar?- Kvolkir pensaba pedir explicaciones acerca de cómo sabía la fecha de su cumpleaños, pero ahora estaba intrigado por la afirmación de su amiga.

–  Al extravagante… -acompañó su pausa dramática agitando los dedos en el aire.- ¡Mago Artelius!

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