UN PASO AFORTUNADO: <?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

PRÓLOGO

 

 

            Rodeada de una gran muralla se alzaba mi ciudad,  a veces sosegada, siempre noble. El cinturón de piedra parecía asfixiarla, pero no era así ni mucho menos porque aun no siendo apreciable,  existía un amplio espacio entre las casas y ella.  Abarcaba la totalidad del pueblo  y lo arropaba, iglesia, castillo e incluso el cementerio, pues donde yo vivía había que proteger hasta a los muertos. Tan alta era la muralla que apenas sobresalían los tejados de las casas viejas, de las que aún mohínas asomaban flores por todas sus esquinas.

 

            Callejuelas estrechas subían en hileras hasta lo más alto de la colina, confluyendo en una plaza amplia donde los habitantes, o lugareños, gentes dedicadas en su mayoría a la artesanía, disfrutaban de su oficio al aire libre. El resto vivía de labrar la tierra sin descanso, ya fuera durante los largos y húmedos inviernos o en el calor sofocante y extremo del verano.

            Más abajo corría un arroyo donde las mujeres solían lavar la ropa, al fondo un mar de olivos invadía inmutable la gran vega de Carmona.  Ciudad romana, visigoda, bárbara, árabe, y entonces judía y cristiana; donde la paz y la armonía llevaban mucho pero que mucho tiempo campando a sus anchas. 

            Y sobre todo ello, espléndido, el castillo donde yo vivía.  Dotado de fuertes medidas de seguridad: setos de espino,  terraplenes rodeando su perímetro; una barbacana de madera protegiendo el acceso al puente levadizo, y  a pié de muro, el foso que aun bien escaso de agua estaba coronado por una fabulosa empalizada.  

            Allí pasé los primeros años de mi vida. Fue una infancia feliz y sin embargo tediosa y aburrida. Estudios muy duros que comprendían el griego, el latín, las matemáticas y la música y en mis descansos la temible costura. Mi maestra Beatriz exigió de mí más de lo que nadie pueda imaginar, mi vida habría sido muy distinta de no haber sido por ella.   Mi preparación estuvo a la altura de lo que el futuro me depararía aunque la cantidad de años y de horas que dediqué al estudio entonces me pareciesen excesivas.

 

            Decían de mí los que poco me conocían, que cuando paseaba por el pueblo, escoltada  por los alguaciles para acudir a la iglesia, resultaba una niña linda, pizpireta y muy alegre, siempre sonriendo.  Y que  aparentaba cercanía a pesar de mi nobleza.  Sujetaba mi largo cabello negro en una cola y unas pobladas pestañas ocultaban mis ojos negros.  Recuerdo como mi madre aseguraba que Dios me dio tanta belleza, para que los hombres pudiesen perdonar mi atrevimiento.  Y es que con sinceridad, por aquél entonces ya era dada a pensar en cualquier otra cosa que no fuera las posibles torturas del infierno.

            Nunca estaba sola, acompañada día y noche por mi ama Leandra, mujer fiel y cariñosa, que luchaba conmigo a brazo partido, tratando en vano, de doblegar un poco mi fuerte carácter.   Constantemente supervisada bajo la estricta autoridad de mi padre, hombre serio, justo, valiente y bondadoso.  Santiago Bermúdez, uno de los nobles más poderosos y queridos de Castilla.  

 

            De mi madre,  diré que fue una mujer extraordinaria, discreta y bellísima. Fiel compañera y amante esposa de mi padre.   Y como madre, tan adorable y protectora, que por mi bien, decía, recriminaba constantemente mi actitud indómita.  

            Corría el año 1356 cuando mis padres tuvieron que partir hacia un viaje del que no regresarían jamás. Y así fue como  yo, Juana, pasé de ser una niña protegida y feliz, a huérfana: y una de las nobles más jóvenes y solas de la tierra.

            He llegado a donde estoy con paso firme y decidido.  He caminado rápido, y vivido intensamente, sin tener nunca muy claro hasta qué punto estaría de mi lado la suerte. He caído y me he levantado tantas veces a mi pesar, pues retroceder habría sido una afrenta.  

            He recorrido la vida infringiendo todas las reglas conocidas y tan estoicas han sido las locuras que hoy dudo si aún queda en mi  algo de cordura. Me propuse un fin no vedado a los otros, pero si a mi. No me arrepiento, pues cejar en mi empeño de salvar vidas habría sido tan absurdo como un mundo sin memoria y sin tiempo.

            Hoy, qué paradoja, camino ligera pero muy despacio.  Mis pies entumecidos acusan el cansancio y la tristeza.  Los mismos que un día permitieron que diese un paso afortunado, hoy se resisten a continuar el camino. Toda una vida cuyo testimonio he entregado por escrito a mi fiel Leandra.  Por si fuese ella quien hubiere de dar fe de lo acontecido.  

             Antes de pronunciar unas palabras, espero, me detengo, le busco entre el gentío y  le encuentro aquí en primera fila.  Con los ojos del alma le miró una vez más y doy el paso que quizá me conduzca a la muerte. Entonces tan sólo me invade un pensamiento: qué hermoso, ha venido.

CAPÍTULO I  LA NOTICIA

 Mi vida se precipitó una mañana fría y gris de esas en las que sólo se oye el ruido del viento y el crujido de los árboles.  De esas en las que crees que todo lo puedes y que todo va a ir bien.  En la que descansas sumida en un sueño profundo y placentero.  Y entonces como por arte de magia, un simple sonido te arranca del sueño para adentrarte en un mundo diferente.  Puede ser el ulular de un pájaro perdido, o es posible que sea un lobo que aúlla a lo lejos, llamando sin descanso a su manada. 

A mí me despertó el sonido de cascos de caballo acercándose a gran velocidad y formando un gran revuelo. Me asomé a  la ventana y observé que varios soldados, muy excitados, se acercaban a la puerta del castillo.

            _ “¡Pronto, abrid enseguida! Soy Don Álvaro Bermúdez”.

 El vigía dio una voz y el celador salió a su encuentro que a pesar del sobresalto les permitió el  paso enseguida. Allí estaba mi tío encabezando una tropa de varios hombres dispuesto a informarme sin pausa de los terribles acontecimientos sucedidos el día anterior. Al principio se quedó como clavado en el suelo, inusualmente estático pues era un hombre enérgico y valiente.  Sus victorias en el frente hacían de él un renombrado caballero, temido y respetado en todos los reinos, pero para mí tan sólo era mi tío, mi querido tío Álvaro.  Un hombre tierno y cariñoso, siempre pendiente de nosotros.

  Subió con  pasos nerviosos la escalera que conducía a mi aposento y entró tras el  chirrido de  la puerta. Cuando se sentó junto a mi cama, tenía el pulso acelerado y temblaba tanto que no podía articular ni una palabra.  Sus ojos desorbitados y aquella compostura, que ahora, desgarbada, mostraba la realidad de un gran hombre que parecía acabar de perder la más dura de sus batallas.  

                         “Mi querida Juana, ha ocurrido algo terrible”, susurró, mirando el horizonte, incapaz de sostenerme la mirada.

                         “Ayer tarde el carruaje de tus padres sufrió una emboscada.  Varios asaltantes desalmados salieron al camino y a plena luz del día junto al bosque…” – entonces hubo una pausa, estaba claro que no quería darme detalles. 

                         “<?xml:namespace prefix = st1 ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:smarttags» />La Santa Cofradía acudió enseguida y vinieron a avisarme. Al llegar  les encontré juntos, como lo habían estado siempre, pero ahora yacían en el suelo sin aliento. Calló en un silencio interminable y acabó concluyendo cogiéndome de la mano: – “Lo siento, no se pudo hacer nada, tus padres han muerto”.

Quien no lo viva no puede imaginar lo que se siente.  El vacío y la soledad más inmensos, el universo entero cayéndote encima. Por un instante no reaccioné.  Al fin pude preguntar a mi tío si mi hermano Santiago había sido informado. 

_ “Aún no” – respondió.  Es algo pequeño, se lo diremos poco a poco, mañana cuando despierte le diré que voy a llevarle de viaje conmigo”. “Tranquila, yo me ocuparé de él. “Respecto a vos,- añadió, “con franqueza, el obispado tiene la última palabra, pero no perderemos el contacto.  Esté donde esté sabremos el uno del otro”. Entonces soltó  mi mano y se marchó a hablar con el servicio y a realizar los preparativos para mi recepción con el Obispo.  Dio instrucciones claras de lo que debería o no hacerse en todo momento, en especial a mi ama Leandra que a falta de mis padres y hasta que se supiera mi destino definitivo se ocuparía de mi.

Lloré incansablemente hasta el amanecer. Mi ama Leandra se quedó conmigo, me cogió la mano y trató de calmarme. Era inútil, tanto como intentar frenar las olas del mar.  Ya imaginaba lo que me esperaba. No quise salir a desayunar ni a comer.  Mi ama muy preocupada insistía en que comiese algo.

_          JovenSeñora, no debe estar sin probar bocado, esta usted muy delgada y podría enfermar.  Le ruego que baje conmigo, le prepararán algo en la cocina”.- Insistió.

 Me senté en la antesala de la torre de homenaje y mientras esperaba a que llegase mi ama con algo de comer observé a mi tío al fondo junto a la chimenea. Se había sentado junto al fuego para calentarse, la luz de las antorchas de resina reflejaban su derrotado aspecto.  No me había fijado hasta entonces en sus inmensos ojos verdes enmarcados por su pelo oscuro, ni en su cara afilada y porte altivo. Mientras se quitaba el sobre veste y lo depositaba en un taburete,  me deslumbró cómo relucía su escudo familiar, de plata con la cruz de gules, emblema que  recordaba a los caballeros cristianos que partieron hacia Tierra Santa. Se incorporó al instante al verme, era un hombre ágil, corpulento y dulce. Hacía más de cinco meses que no le veía y ahora frente a mí yo componía su espíritu y figura.

_ “No hay nada peor que una batalla aún por librar”, _dijo.   Llegué tarde hasta ellos. Les advertí del peligro de los bosques pero no debí de insistir lo suficiente.  Iban prácticamente solos”, “será poco camino”_ dijeron. “De poco sirvió mi ejército.  No manché siquiera mi cota de malla.  Soy el peor caballero que puedas imaginar…”, se lamentó cubriendo con sus manos su rostro avergonzado.

_ “Puedo jurarte que siempre estaré pendiente de ti y de tu hermano”_ prosiguió,  da igual lo que la Corte o el obispo decidan.  A partir de hoy seréis el mayor deber de mi vida. Y recuerda que el deber también a ti te obliga y te ayudará a vivir.  Continuarás siendo educada con esmero tal y como estaba previsto y confío en que Dios te devuelva algún día todo el amor y la felicidad que te ha quitado”.

_ ¿Pero qué será de mí, no volveré a ver a mi hermano”, pregunté sollozando con un hilo de voz.

_ “Te repito que he mandado llamar al Obispo que decidirá tu futuro. Tu hermano será educado en mi ejército hasta que cumpla la edad adecuada para comenzar su vida militar”._ “Mientras le llevaré conmigo.  Me ocuparé de que os volváis a reunir, os lo juro. -Que Dios le guarde Excelentísima  y joven Señora, que Dios le guarde sobrina. Escribiré con frecuencia.”- Se levantó y me besó la frente, al instante devolví su mirada y mientras se alejaba me pregunté si pronto volvería a verle.

Me quedé petrificada y sola.  Irremediablemente sola.         Mi ama me devolvió a la realidad con un plato humeante de sopa, que al final devoré con avidez.  Me obligó a ir a descansar y la obedecí sin rechistar, ya no tenía fuerzas de nada más. Esa noche, y  cada noche, momento de peligros y traiciones trataba de apaciguarme recordando a mis padres en un intento vano de dormir.

                        Aún no se había ni celebrado el entierro de mis padres cuando llegaron noticias que requerían mi presencia… una terrible reyerta en Carmona entre los Condes de Grazalema y los Duques de Olmedo.  Sería la primera vez que asistiera en su nombre. Estaba asustada, pero mi condición noble obligaba a que me ocupase de los asuntos de mis tierras.

 

 CAPÍTULO II “LA REYERTA”

  Dicen que fue el hijo de los Duques quien  burlando a los vigías  raptó a la  hija de uno de los siervos de los Condes.

La chiquilla tenía sólo 14 años.  Era rubia y preciosa.  Sus cabellos largos y su silueta bien formada la hacían sin duda una mujer atractiva.  Pronto se casaría con su pretendiente de toda la vida.  Pero aquella tarde el hijo de los Duques decidió truncarle la vida. Llegó al cuarto donde dormía con el resto de sus hermanos.  Le tapó la boca con fuerza para que no gritara y le amarró con una gran cuerda pies y manos.  La subió a su caballo y se internó con ella en el bosque.  La ató a un árbol y le dio algo de comer y bebida para que no desfalleciera.  Se marchó a sus quehaceres y por la noche con toda la tranquilidad y dispuesto a gozar con ella llegó por fin le quitó la mordaza y la desató del árbol donde la había dejado amarrada durante horas.

_ “No intentes nada, si haces algún ruido tendré que matarte.  Al fin y al cabo poco buscarán a una pobre desgraciada como tú.  Vamos desnúdate para mi.  Despacio, quiero disfrutar excitándome con tu cuerpo”.

La pobre muchacha comenzó a quitarse la ropa ante los ojos libidinosos de su captor.  Su cuerpo frágil temblaba y multitud de lágrimas caían por sus mejillas.

Se acercó a ella con cuidado y la besó en los labios.  Al principio con suavidad y luego ávidamente introdujo su lengua hasta el fondo de su boca.  Sus manos se deslizaron por su cuerpo deteniéndose en los pequeños pezones que apretaba con fuerza.

            La tumbó en el suelo y le abrió las piernas hasta donde la flexibilidad de la chica le permitía. Se bajó sus pantalones y la obligó a que acariciase su miembro.  Ella lo tocó sin mirarlo siquiera.  El se retorcía de placer mientras ella gemía de rabia y vergüenza.  Por fin ya no pudo más y la penetró con suavidad al principio y luego con más y más fuerza.  Gritó de éxtasis y casi le parte las piernas a la pobre chiquilla.Al día siguiente repitió la violación y así durante dos días más, sin descanso.  Por fin al cuarto día con su interior desgarrado la abandonó junto al río dándola por muerta. La chica no pudo ni siquiera arrastrarse hacia su casa.

Los alguaciles la encontraron al día siguiente. Tenía las uñas levantadas de tanto arañar al “innombrable”, la había arrancado varios mechones de pelo y estaba sucia por dentro y por fuera.  No le pudieron sacar ni una palabra, se había quedado sin voz de tanto gritar. Llena de sangre y de vergüenza la llevaron por fin al pueblo.  Al principio nadie sabía quién era, aunque sus padres que habían denunciado su desaparición se atrevieron a acercarse para descubrir que sí, que era ella.  Se llamaba María y desde aquél día no volvió a ser la misma.

Nada se supo del culpable en mucho tiempo, pues la muchacha completamente aterrorizada se juró no contar jamás lo sucedido. Pero a los cinco meses la barbarie  era más que evidente. La chica tenía un embarazo imparable y su padre insistió tanto en saber quién había sido el mal nacido que al final la arrancó de cuajo su nombre y  la historia.  El pueblo al completo capitaneado por el Conde trató de asediar el castillo de los Duques de Olmedo clamando justicia.  Fue imposible, el gran Duque protegió bien  a su primogénito.  El Conde quiso evitar males mayores y solicitó al obispado de su jurisdicción una solución urgente a tal afrenta. 

Los hechos acontecidos fueron terribles para el pueblo.  Cada noche concurrían en la plaza principal multitud de hombres y mujeres con antorchas clamando a gritos un juicio ejemplar contra aquél mal nacido.  Los Domingos en misa las gentes no paraban de reclamar un pronto apresamiento.

A pesar de la oposición del Duque una mañana llegó por fin al castillo una delegación del obispado. Los eclesiásticos encabezados por un alguacil y varios sacerdotes regulares ejecutaron el apresamiento.

Despojaron al joven duque de sus ropas a excepción de los pantalones.   El alguacil bendijo sus nuevos ropajes.  Se trataba de un gran saco de lana a modo de escapulario con forma de poncho.  Le hicieron pasar la cabeza por el agujero de la tela rectangular que cubría tan sólo la pechera y la espalda dejando sus hombros al aire.  El reo con su Sambenito decorado con una gran cruz de San Andrés abandonó el castillo.  Sus padres quedaron desolados.  Dicen que desde todos sitios se oían los sollozos de su madre rasgando la noche.

El atormentado fue conducido a prisión.  Un gran grupo de gente le seguía en algarabía.  Las mujeres le acusaban con indignación: 

 

          “¡Eh! ¿Y ahora qué harás valiente?”,

          “¡Ojala te la corten!”, berreaban otras.

            Pasaron cuatro semanas hasta que por fin su caso fue examinado por los calificadores de la Iglesia.

            El pueblo entero iba colaborando para el gran día.  Los mejores carpinteros hicieron acopio de madera para transformar la plaza principal en un gran escenario.  Por un lado el tablado para el reo y por otro la tribuna o palco dispuesto para la nobleza.

            Días antes el desgraciado seguía sin asumir su culpabilidad.  Se escuchaban aullidos desde la prisión.  Nadie dudaba de quién se trataba y por qué.  Era imprescindible obtener una confesión, sin ella no habría juicio.  Horas antes del juicio se procedió a un interrogatorio más serio. 

            Muchos juraron haber visto la pequeña sala, fría y oscura donde estaba todo preparado para hacerle hablar.  Presidía la sala de procedimientos una tortura suave, la garrucha.  Le ataron varios pesos a los tobillos.  A través de una polea fue izado lentamente por los pies hasta alcanzar el techo.  Desde esa altura, casi interminable, le soltaban de golpe descoyuntándole los miembros.  La confesión no se hizo esperar, a los pocos minutos el desgraciado se había confesado culpable. 

            Una procesión de familiares del reo y varios sacerdotes pregonaron la fecha de la ceremonia. Se anunció para un 10 de abril. 

            Los hombres y mujeres hicieron noche en la plaza para coger el mejor sitio. El cántico de rezos y súplicas se entremezclaba con las risas y el alboroto de los borrachos.  La guardia trataba de acallarlos, pero para ellos era una ocasión excepcional.  La muchedumbre era imposible de silenciar.

            Me obligaron a acudir. Era una mañana inusualmente fría para ser primavera.  El rocío había empapado las calles y a todos nos costaron innumerables tropiezos y resbalones llegar al centro de la plaza donde tendría lugar.

            El Obispo y el resto de Clérigos llegaron ataviados con todo el boato que exigía la ocasión. Se acercaron a mi para solicitar la venia del inicio del proceso. Yo era la primera vez que tenía contacto directo con el alto rango eclesiástico.  La gente se agolpaba y se empujaba tratando de llegar a las primeras filas.   Vestían con ropa muy oscura, eso me sorprendió, y venían con sus hijos, algunos incluso con sus perros. Se comenzó a formar un griterío que terminó en voces histriónicas que vociferaban como si de una sola se tratase. El ambiente se había caldeado con rapidez:

_ “¡Que venga ya el hijo de Satanás!”

_ “¡Ajusticiadlo ya! “

_ “¡Horca!, ¡Hoguera!”  – gritaban otros.

Era increíble ver aquellas gentes desaforadas, tan excitadas como si les hubieran violado a todos ellos uno por uno. Sus caras sucias y ajadas, trajes raídos, zapatos desgastados y miradas alocadas.  Los niños también gritaban:

– “¡Que le quemen vivo, que le maten!”

Erguían sus cuerpos y sus manos agrietadas de campesinos que trabajan con su sangre la tierra.  El juicio a este hombre representaba la realidad del enfrentamiento entre pueblo y nobleza. Perros furiosos y nerviosos ladraban de fondo.  Poco a poco se fueron encendiendo antorchas formando una luz intensa que  me causo terror. 

Me fui acercando al sitio reservado a la nobleza aferrada a la mano de Leandra que bajo la manga me la apretó con fuerza y me miró con dulzura animándome a que dejara de temblar. 

_ “Vamos, no te asustes, ese hombre que en breve verás merece esto y mucho más. Has de estar preparada para todo, se avecinan malos tiempos, niña”.

 Habían dispuesto varias tarimas de madera con unos cojines rojos que parecían mullidos y cómodos.  Nos sentamos y esperamos enfrentados al lugar destinado al Cardenal y al Obispo.  Estábamos junto a la portada de la iglesia y durante la procesión del acusado me dio tiempo a ver con detalle el tímpano esculpido con la representación del Juicio Final.  En el centro se alzaba Cristo en Majestad en actitud de bendecir.  A la derecha se representaba el cielo con las imágenes del cordero de Dios, ángeles y multitud de pájaros y flores.  A la izquierda Satanás con un enorme falo y una serpiente aferrada a sus pies.  Hombres sin cabeza, fuego y bestias, completaban el escenario.

Absorta en el descubrimiento de tan terroríficas escenas no me percaté de lo que se hacía esperar la carreta ni tampoco del aumento de la intensidad de los gritos a medida que se acercaba. De repente desperté y pude observar a lo lejos la figura acercándose del carro que transportaba al condenado.  La procesión precedida por la temida Cruz Verde avanzaba con lentitud. Nada parecía extraño y sin embargo el gentío se fue silenciando a su paso.  Aquél hombre estaba atado, su rostro denotaba cansancio y el peso de sus actos.  Seguramente las torturas que obtuvieron el reconocimiento de su terrible pecado le destrozaron. Era triste, sí y sin embargo, exigirle arrepentimiento a sus atrocidades parecía más que justificado.

El juicio no era nada habitual, no sólo porque se tratara de un noble o  de un cristiano sino porque sus justicieros habían decidido que penase totalmente desnudo. La desnudez acalló el bullicio y la muchedumbre enmudeció.

 El carro paró bruscamente y los oficiales sacaron al ajusticiado.  Le colocaron delante de las tarimas donde nos encontrábamos.  Nos levantamos e hicimos una reverencia al Obispo, en señal de respeto y de aprobación para el comienzo del juicio.

El obispo se dirigió a los asistentes:

          “¿Juráis solemnemente ser fieles a la fe católica y a este tribunal?”

          “¡Sí juramos!”, – Se escuchó.

            Se procedió a la Misa de apertura en la que el obispo insistió el los pecados imperdonables de aquél hombre, aún así, dijo, siendo éste noble, merecía un trato de favor.

                         “¡Pueblo!” – Gritó el Obispo.  He aquí a un hombre cristiano en pecado mortal, ha osado abusar sexualmente de una de las nuestras y el Conde ha recurrido a la magnánima Iglesia para solicitar justicia para su vasalla”.  Y prosiguió:

                         “Y yo os digo”, _ continuó el Obispo.  pagará una multa de 30.000 ducados y mantendrá a su hijo bastardo de por vida. 5.000 Padres Nuestros y la multa”.

_          ¡Injusticia! ¡Queremos la hoguera!” – grito el pueblo embravecido.

De pronto  los hombres y mujeres que allí se agolpaban encendieron antorchas y se enfrentaron al Obispo. Marina la mujer más vieja del pueblo alzó su voz por encima de la de los demás y seguramente porque siendo vieja, pobre y enferma poco se puede ya perder gritó a pleno pulmón con una voz poderosa para tan poco cuerpo:

_ “¡O le castigáis de verdad, o quemaremos la Iglesia!”

El Obispo conversó largamente con el resto de representantes eclesiásticos y por fin determinó una sentencia alternativa:

                         “Está bien”, dijo en tono pausado.  Vagará por las montañas y no podrá volver aquí jamás. Además de lo ya dicho en la sentencia anterior. Y cuidado os prevengo que quien ose acercarse a esta iglesia será ejecutado por hereje y os aseguro que ya he quemado a muchos.  ¡No me provoquéis!”

El hombre escuchó cabizbajo la sentencia y hubiera jurado que ni se inmutaba a no ser porque advertí que su cuerpo no dejaba de temblar.  Suponía que era de frío y de vergüenza.

Los nobles asentimos y aún no considerándose justa la sentencia el juicio se dio por finalizado. Acompañaron  al reo a su casa para cobrar la multa y tal y como había venido al mundo le soltaron muy lejos del pueblo más allá de las montañas. Nadie volvió a saberse del hombre al que matarían la lujuria y el hambre.

Volví al castillo desolada.  No imaginaba entonces de cuánta maldad eran capaces los hombres, ni la brutalidad a la que se sometían tantas mujeres.  No teníamos libertad para decidir ni para actuar.  Pero aunque la mayoría de las profesiones nos estaban prohibidas, éramos un bien muy valioso.  Ayudábamos en las contiendas, y como enfermeras y como parteras, y en un largo etcétera.  Pero sobre todas las cosas, teníamos el poder supremo de dar la vida, y eso los hombres, nunca nos lo perdonarían.

 “EL FUNERAL”

Superados los tiempos y protocolos necesarios, llegó la hora. Mi ama me vino a despertar:

_          Señora, el Señor obispo ha venido a presentarle sus respetos, vamos, debe vestirse y bajar”.

Mientras Leandra cogía ropas adecuadas la increpé:

                         “Déjame elegir mi ropa por favor, quiero resultarle al obispo algo mayor de lo que soy.  Así le infundiré más respeto”.

            Ajusté  esta vez mi pecho con una gran gasa blanca hasta casi no poder respirar.  Rellené un poco la gasa con algodón., até el precioso corpiño sobre el que crucé varias trenzas a modo de cinturón que caían por encima de mi cintura sobre  una falda bordada abierta en el lateral.  Recuerdo todos aquellos detalles como si fuera ayer.  Encima me puse un brial de rica tela traída de Damasco bajo el que sobresalía una camisola de crespón de seda con bordados en el cuello y en las mangas.   Me había vestido como una auténtica señora, como lo hacía mi madre cada día.  De ella aprendí la moda y otras tantas cosas.

            Me senté en el tocador frente al espejo.  Leandra peinó con delicadeza mi espeso pelo negro formando un  moño alto muy tirante, como le gustaba a mi madre. Con la cabeza bien alta y sin velar, pues sólo usaban velo las mujeres casadas, pellizqué mis mejillas y bajé decidida. 

            Eché un vistazo a mi figura frente al espejo.  El vestido ceñido dejaba ver mi cuerpo esbelto y su color destacaba mis ojos negros. Completé la imagen con un anillo de mi madre que se me caía de los dedos, tenía unas manos pequeñas y delgadas, pero funcionaría.  Sin duda parecía mayor. Bajé las escaleras rezando y pidiéndole al Señor que las cosas no fuesen aún peor.

            Me anunciaron que el Obispo me esperaba en la capilla y me dirigí hasta ella con paso firme seguida de Leandra que apenas acertaba a alcanzarme. A mi llegada el obispo se incorporó e hizo una sencilla reverencia presentándome a los prelados y ayudantes, así como al notario que se sentaba en una butaca junto al altar.  En presencia de algunos nobles desconocidos para mí y de varios sacerdotes, comenzó una misa que se prolongó largo rato. Tras el evangelio en el que leyó con parsimonia el Génesis, el Obispo hizo una homilía dedicada por entero a recordarme el origen y la obligada obediencia de la mujer al hombre, que yo escuché sin atención.         Al finalizar y tras la Eucaristía el Obispo se acercó hasta mi butaca para comunicarme mi destino.

            De poco o nada sirvieron mis vestidos, ni mis penetrantes y altivas miradas. El Señor Obispo ordenado por Roma, expuso sin rodeos que mi vida ilustre exigía una esmerada educación más allá de mi entorno.

                        _  Hemos decidido que ingresar en un convento será lo ideal, a la espera de que tenga la edad suficiente para poderse casar con quien su tutor y la Corte convengan.  Allí estará a salvo del mundo y sus peligros  y las monjas se ocuparán de su educación.   La madre Abadesa la espera cuanto antes”.

            _  Dispondré su marcha tras el funeral de sus padres.  Ha sido una gran pérdida, pero lo superará”._ Sin la menor expresión de afecto se despidió tras una leve reverencia.   

El entierro y el funeral de mis padres fue dos días después en la Iglesia de Santa María, futura catedral de Sevilla.  Tuve que viajar desde mi casa a las afueras de Carmona hasta el centro de Sevilla. Mi impresión al llegar fue magnífica, y no era de extrañar pues aquella construcción pronto se convertiría en la catedral más bonita e inmensa que en el mundo se construirían jamás.   Años más tarde se finalizó su construcción y se consagró como la más suntuosa catedral de mi desgranado reino.

En su interior una preciosa capilla aún sin consagrar albergaba los féretros. Sería en un futuro la de la Virgen de la Antigua. un precioso altar con una  Virgen María con el Niño Jesús en brazos y una rosa en la mano. El Niño tenía un pájaro y dos ángeles sostenían sobre la Virgen su Corona. Allí estuvo en su día el Mihrab, lugar hacia donde los musulmanes dirigen la oración. Ese día con las debidas autorizaciones se pudo oficiar el funeral.

  Allí estuvo representada la corte al completo. Sentados en las primeras filas en sus sillas con cojines de terciopelo rojo se encontraba la más alta nobleza de Castilla. Les observé uno por uno y me di cuenta de que a casi todos conocía.  Unos metros atrás el ejército para mí desconocido, exceptuando a mi tío, con caras serias  ocupaba las filas intermedias. Por último me fijé detenidamente en la alta jerarquía eclesiástica, que sentados en una enorme fila rodeaban  toda la capilla.  Fue un funeral grandioso, propio de la nobleza de mis padres. Un hermoso coro cantaba misa fúnebre.

Mi corazón comenzó a agitarse. Llegué con el Obispo, detrás, por supuesto.  Enlutada hasta la médula con mi hermano de la mano le seguimos y nos sentamos junto a mis difuntos padres en dos fastuosas sillas. Cuando comenzó la misa apreté fuerte la mano de mi hermano.  Los dos teníamos unas ganas terribles de llorar.  Pero a nosotros, los nobles, la emoción explícita nos estaba  prohibida, así que, nos tragamos las lágrimas que días más tarde habrían de explotar.

 No faltó el incienso ni las bonitas palabras que se fueron como el humo.  Nadie dejó de comulgar, piadosos fieles a la nobleza, a la Iglesia y a mi casa, pasaban por delante de mí casi sin mirarme.  Les faltaba arrodillarse, pero yo no tenía la edad que lo justificase. Tampoco faltaron los falsos y compungidos pésames después. No recuerdo ningún verdadero calor aquel día, excepto el de mi hermano y por supuesto mi tío.

Al finalizar la misa me despedía del Obispo quien convino recogerme para llevarme al convento de Santa Paula cuando el tiempo lo permitiese. Y volví a mi casa donde permanecí hasta bien entrado Marzo. Viví aquellos días con una angustia terrible.  Me costaba muchísimo dormir y desde luego vestirme, comer, coser, leer, cualquier cosa me suponía un esfuerzo excesivo. Pero mi institutriz Beatriz no perdonó ni un segundo mi educación.  Continué estudiando el día entero y repasando por las noches porque cada mañana me preguntaba las lecciones.  Estaba triste pero el deber era el deber, así que estudié aún con más ahínco que antes, decidida a poder valerme en el futuro por mi misma.  Había adelgazado bastante y mi ropa se caía prácticamente de mi cuerpo.  Hacía grandes esfuerzos por superar mi pena hasta el día que llegó mi tío para recoger a mi hermano Santiago.

Al verme se asustó.

_ ¡Pero Juana! -¡No puedes seguir así! Debes sobreponerte,

te lo ruego, hazlo por tu hermano y por mi”. 

Se lo prometí, pero al ver cómo se llevaba a mi hermano, mi mundo comenzó de nuevo a caerse lenta e inexorablemente como las hojas de los árboles. Transcurrieron unos días más y he de confesar que si no hubiera sido por el cariño de Leandra no lo hubiera podido soportar.

Y así pasados los días llegó el gran momento. Había  llegado el día, un espléndido sábado de marzo. Ese fatídico en el que debería marcharme para comenzar una vida más pura y con las virtudes espirituales que exigía la nobleza de mi sangre.  Leandra, mi doncella me miraba con dulzura.

          Vamos señora”, – me dijo.

          Recoja todo, han venido a buscarla”. –“Le he preparado algo de comer para el viaje, será largo y no quiero que pase ni hambre ni sed”. – Continuó.

 

Leandra se cercioró de que todo estuviese a punto; pero yo iba guardando personalmente en el arcón mis vivos vestidos, tejidos en los mejores telares  de la comarca, también mis incómodos verdugos que casi no me permitían caminar, y  los lazos que apretaban al máximo para ajustarse al fino talle.  Guardé con esmero  las camisolas para dormir, que no dejaban traslucir ninguna señal de que allí debajo existiese un cuerpo de niña metamorfoseándose.  Los zapatos de tela rojos todavía con las suelas nuevas y las enaguas bordadas de finos encajes. Todos se quedaban. Allí enrollados en pergaminos, perfumados y aromatizados con flor de azahar.   Poca falta me harían en el convento.  Suponía que ropas espartanas me esperaban.

Cuando consideré que todo estaba organizado, intenté despedirme de mis cosas.  Había pensado en aquel instante muchas veces.  Lo imaginaba sin tristeza, pero un nudo insufrible  en la garganta me condujo hasta las lágrimas.

No podía ser, había pasado mi vida en el cuarto de costura, cosiendo en silencio, escuchando las enseñanzas de mi madre, día a día, mañana y tarde.  Debía estar  preparada.  Enjugué mis lágrimas y cerré metódicamente el arcón con mis cosas más valiosas. Cuando consideré que me había repuesto lo suficiente bajé a despedirme, ¿de quién?: primero del salón, enorme, adornado con escaso y valioso mobiliario. Inmensos candelabros, antorchas resinosas, velas de sebo, lámparas de aceite, fuente de humo y de poco calor que no lograban nunca vencer la humedad. Butacas finamente tapizadas, alfombras suaves con ricos bordados y lo que más me gustaba, mi querida, inmensa y humeante chimenea que completaba  orgullosa la mejor estancia del que hasta entonces fue mi hogar.

            _“Tarde o temprano volveré”– me dije, “aunque sólo sea para volver a ver esta casa donde fui tan feliz”.¡Qué poco apreciamos lo que tenemos hasta que lo perdemos, _pensé”.

            No esperé mucho, el carruaje del convento fue absolutamente puntual.  Domna Pura, madre abadesa desde hacía más de dos años se había encargado de que entrase en su convento segura y portando la dote pactada; en mi caso cuantiosísima e imprescindible para mi futuro matrimonio. Un alguacil me acompañaría para evitar cualquier percance.

El carro cruzó con prisa el camino de entrada a la casa.  Levantó tanto polvo que casi no se veía.  Pero era el, sin la menor duda.  Por aquél entonces en nuestra casa pocas veces asomaban carruajes. 

_ “Buenos días, me envía Domna Pura” – dijo el alguacil.” Vengo a llevar a  la Señora Juana.  Les ruego se apresuren, pues se hace tarde para tan largo viaje y son tortuosos los caminos”.

  

Leandra me cogió un manto, hacía algo de frío y subió al carro conmigo. Me alejé de aquél castillo sin mirar atrás, se fundió mi alma, se paralizó mi garganta y casi dejé de respirar.  Mi cuerpo sin alma subió al carro, un galope tras otro de los caballos para alejarme de mi casa.  Me despedí sin la mirada y sentí que seguiría siempre atada a ese lugar.  Amanecía un marzo frío y el rocío lloviznaba las calles y las casas.  El paisaje del invierno desnudaba mi tristeza y envenenaba mi quietud.   Traté de relajarme y recorrí el paisaje de mi memoria, tibio y con claridad.

 

El cielo gris se reflejaba en las fachadas paralizadas, envueltas de agua, de soledad y de viento.  El olor a frío impregnaba el ambiente y los árboles del camino se alineaban e inclinaban sus copas para despedirme.  Rígidos troncos, pensé inmutables e uniformes avocados a una vida sin sobresaltos.  Yo en cambio caería y me levantaría muchas veces, pues yo no era tronco ni losa y estaba viva.

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