La confesión de Linda

Mi nombre es Linda. Quizá no me lo pusieron por casualidad, sino porque en castellano significa “bella, hermosa, bonita”. En realidad así soy yo. Pero para mí su sentido es mucho más profundo. Intento adivinar letra a letra su oculto significado y descubro lo siguiente:

La

Imagen

No

Da

Amor

Me parece que esto es algo como un conjuro, algún tipo de magia que me ha salvado de desgracias y de enfermedades venéreas. Tengo cincuenta años, pero mi cuerpo es como el de una mujer de veinticinco. Lo amo y le doy placer de cualquier manera posible. El mejor gozo para mí es la infidelidad. No soy fiel a mi marido, pero al mismo tiempo engaño a mi amante. No sé por qué lo hago — a lo mejor por la excitación que me da. No me siento ninfómana, pero tengo dependencia al sexo. Me es difícil encontrar a un hombre que me atraiga sexualmente, pero si lo encuentro se convierte en mi droga. Me hago dependiente y vulnerable al temor de perderlo. Sin embargo, al fin y al cabo eso me ocurre. Durante algún tiempo me quedo sola y lloro por su pérdida. Pero pronto encuentro otro substituto y así sigo hasta la eternidad…

Pese a que estoy casada por cuarta vez, no puedo imaginar estar con un hombre solo. En realidad no he sido fiel a nadie. Pudiera ser porque nunca he amado, y a mí tampoco me amaron. Eso es triste, pero es un hecho. Todos los hombres de mi vida sólo deseaban mi cuerpo, pero no a mí misma. He llegado a esta conclusión porque hasta el momento nadie me dijo: “¡Para!, quiero conocerte a fondo. Mejor pasemos un tiempo juntos, pero sin hacer el amor.” Si eso hubiese pasado, todo hubiera sido diferente. Probablemente algo dentro de mí habría cambiado y dejaría de ser infiel. Pero no encontré un hombre lo bastante fuerte para que no cayera en la tentación de mi cuerpo desnudo. Todos ellos permitían estar atrapados en mis abrazos, permitían estar anestesiados con mis besos y después, quemados a fuego lento, convertirlos en cenizas para que luego el viento los llevase lejos… Precisamente por eso no me acuerdo bien de ningún cuerpo de hombre que hubiera penetrado dentro de mí. Todos ellos son sólo sombras que me visitan como fantasmas en la noche y me dejan con desasosiego. Seguramente de nuevo buscan mi carne cálida o a lo mejor quieren ser amados — nadie lo sabe. Es demasiado tarde para cambiar mi pasado pero en realidad es tarde ya para tener algún futuro. Lo único de lo que me arrepiento es que no llegué a ser madre. Si lo hubiese hecho ahora no estaría tan sola y mis noches no habrían estado llenas de fantasmas…

Despertar

Alrededor mío todo es blanco: sábanas blancas, ventanas blancas y paredes blancas. Miro a través de la ventana. Afuera también todo es blanco. Pequeños copos blancos de nieve bailan un baile helado. El viento, suavemente, canta con ellos. Miro a mi alrededor e intento saber dónde estoy. En la mesita blanca, al lado de mi cama, en un vaso de cristal, hay una rosa blanca, y al lado de ella, una nota. Estiro mi mano y la alcanzo:

“¡Querida, no te vayas por favor! ¡Te echaré de menos!

Para siempre tuyo: John

Me esfuerzo En tratar de recordar: “John, John… ¿Quién es este John?” No me puedo acordar de nada. Suena el teléfono. Descuelgo:

— Hola querida ¿te has despertado por fin?

No sé qué responder y me callo. Todo me parece extraño: primero me piden que no me vaya, después me preguntan si me he despertado…De hecho, ¿a dónde tenía que irme? Mi cabeza se llena de preguntas. En el auricular, la voz masculina sigue preguntando con insistencia:

— Querida, ¿estás bien? ¿Me oyes? ¡Por favor, dime algo!

— Quiero responderle, pero no sé qué decir. Ni siquiera entiendo por qué me llama “querida”. En realidad, ¿quién soy yo?

Se abre la puerta y entra un hombre con bata blanca:

— ¡Oh, señora Doriyn, me alegro que por fin esté consciente! Ya casi había perdido la esperanza.

— ¿Quién es Usted? — pregunto asombrada.

— Soy su médico personal. Mi nombre es Peter Grin. Encantado de conocerla.

— No estoy segura que yo esté encantada. Usted parece simpático, pero eso que sea médico y encima el mío personal no me gusta nada.

— El hombre quiere decir algo, pero yo sigo:

— El ambiente aquí tampoco me gusta. Si juzgo la blancura que me envuelve, puede que esté en un hospital y toda mi vida he odiado a los hospitales. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde está mi coche?

— Usted, en verdad, se encuentra en un hospital. Su coche no está. Pero lo importante es que usted ya está consciente.

— ¿Cómo que no está? ¿Alguien me lo he robado? ¡No puede ser, me costó toda una fortuna! ¿Dónde está mi coche?

— ¡Señora, por favor, tranquilícese! Se lo explicaré todo pero por favor, escúcheme.

— ¿Escucharle? ¿Quién es usted para hablarme? ¿Qué puede enseñarme? —  grito todavía aún más asombrada.

— Tiene razón, no le puedo enseñar nada. Ni siquiera intento hacer algo así. Sólo quiero responder a sus preguntas…

— ¡Por ahí debía haber comenzado!

— Lo intento, pero usted no me deja.

— ¿Quién yo? ¿Qué tanto estoy haciendo? Sólo quiero saber ¿por qué estoy aquí y por qué todo es tan repugnantemente blanco? ¿Sabe que odio el blanco? Me trae malos recuerdos. Cada vez, cuando creía que podía comenzar de nuevo, me vestía de blanco, llena de esperanza, pero todo se repetía. A lo mejor va a decir que una se equivoca. ¿Pero es posible cometer el mismo error cuatro veces, sin darse cuenta que se autoengaña? Dígame, ¿es esto normal?

— Todo es posible, señora. ¡Por favor, tranquilícese!

— Quiere decir que si esto es normal entonces yo no lo soy.

— No señora, no he dicho nada semejante. Por favor, déjeme que le explique.

— ¡Hable, le escucho! Pero hágalo rápido, porque tengo prisa.

— Señora, le repito, tranquilícese para que no pierda de nuevo conciencia. No tenga tanta prisa, porque por el momento debe permanecer aquí.

— ¿Qué voy a perder la conciencia? Estoy muy consciente y quiero irme a casa.

— Me temo que eso es imposible. Y, por favor, ¡no me interrumpa! Se encuentra en un hospital privado porque ha estado casi tres meses en estado de coma. Ha sufrido un grave accidente. De su coche no quedó nada, pero gracias a Dios usted está viva. No creíamos que iba a despertar, pero su marido insistía en que hiciéramos todo lo posible por mantenerla con vida. Según mi opinión ha sido un auténtico milagro.

— ¿De qué milagro habla? ¡No creo en los milagros! ¿Ha dicho mi marido? ¿Quiere decir que el cretino que gritaba en el auricular es mi marido? ¿Se llama John?

— No, señora,  Roberto.

— Entonces, ¿quién es ese que me ha dejado esta horrible  rosa blanca y ha firmado con el nombre “John” esta nota? ¿No sabe que las rosas blancas se llevan a los muertos?

— Pero usted estaba muerta, o casi: estaba en estado de muerte clínica.

— Vaya, ¡qué sorpresa! Me parece que solo he dormido unas horas.

— No señora, han pasado tres meses desde que “se durmió”.

— ¿Tres meses? ¡Qué interesante! Pero,  ¿por qué no me acuerdo de nada?

— Recordará. Eso no es tan importante. Lo más importante es que por fin está  consciente. Necesita descansar. La dejaré un rato porque debo visitar a otros pacientes también. Más tarde vendré a verla de nuevo.

— ¡Espere! ¿Puede aclararme quién es ese John, si afirma que mi marido se llama Roberto?

— Eso lo sabrá usted mejor. Ahora de verdad debo irme. Por favor, discúlpeme.

El hombre bruscamente abre la puerta y la cierra tras de sí. Me quedo sola con mis pensamientos.

John

Estoy por igual asombrada y asustada. Tengo la sensación que me encuentro en una cárcel y no en la habitación de hospital. Intento levantarme pero no puedo moverme de dónde estoy. A mi lado se encienden y se apagan las luces rojas de un escáner. El dolor me atraviesa.

— ¡Caramba! ¿Qué es todo esto? ¿Alguien puede responderme?

— La puerta se abre de nuevo y en la habitación entra un robusto negro, de rostro simpático. Aparenta unos cuarenta años. Va vestido con un traje de color gris claro. En su mano lleva una rosa blanca. Sus ojos, al verme, empiezan brillar y su cara dibuja una sonrisa.

— ¡Linda, por fin has vuelto! ¡Tenía tanto miedo que me dejases! ¡Cada día rezaba y por fin Dios me oyó!

— ¡Deja de farfullar! ¿Cómo me has llamado? ¿Linda? ¡Estoy totalmente perdida! Hace poco un doctor me dijo que soy la señora Doriyn, y ahora me llamas Linda…

— ¡Oh, querida! ¡Estoy tan contento! — prosigue el negro, cubriendo mis manos de besos, arrodillado al lado de mi cama.

— ¡Para, por favor! — intento apartarlo pero las agujas, clavadas en mis muñecas, no me dejan. De nuevo me atraviesa el dolor.

— ¡Oh, no! ¡No puedo aguantar más! ¡Todo es tan perturbador y este dolor que no me deja en paz!

— ¿Qué te pasa, querida?

— ¡Deja de llamarme “querida”! Me recuerdas al cretino que me ha llamado por teléfono. Vamos primero a averiguar algunas cosas: dime, ¿quién eres tú?, ¿quién soy yo? y, ¿de dónde me conoces?

— Querida, ¿de veras no te acuerdas de nada?

— ¡Te dije que no me llames así! ¡Tengo un nombre!

— Vale, Linda. Tú eres Linda, mi Linda…

— ¡Oh, no! ¡No empieces de nuevo! Ni siquiera me acuerdo de quién soy y ya estoy perteneciendo a alguien. ¡Esto debe ser una pesadilla! ¡Quiero despertarme!

— Pero tú ya estás despierta, mi querida Linda.

— ¡No, no puede ser! ¡Este no es mi mundo!

— ¿Y cómo es tu mundo?

— Buena pregunta  a la cual, por desgracia, no tengo respuesta. No me acuerdo de nada. Por favor, responde a las preguntas que te hice.

— Lo haré, pero no me dejas.

— ¡No vayamos a empezar con las culpas! Habla, te escucho.

El negro empieza hablar con una voz trémula, casi susurrando:

— Tu nombre es Linda. Hace tres meses cumplías cincuenta años y organizaste una gran fiesta para la cual yo recibí una invitación. En ella se indicaba que obligatoriamente debía ir porque ibas a anunciar algo muy importante. Aunque no estaba muy entusiasmado con ir a la casa de tu marido, hice todo lo posible para asistir. Tenía miedo de mirarle a los ojos, porque a lo mejor, mi pasión por ti, me podría traicionar. Pero como me habías escrito que era muy importante, vencí mi miedo y fui. Para mi mayor sorpresa la casa estaba llena de hombres. No había ni una sola mujer. No me atreví a contar cuántos exactamente éramos. Estábamos de pie en el gran salón frente a la chimenea, con copas en la mano esperando a que vinieras. Cada vez que alguien tocaba el timbre nos llenaba la esperanza que fueras tú. Pero por desgracia solamente llegaba otro hombre. Permanecíamos callados. Nadie se atrevía a romper el silencio. Todo estaba decorado para una fiesta pero había algo sombrío que flotaba en el aire. Quizá  los demás pensaban lo mismo. Y algo ocurrió, rompiendo el silencio: sonó el teléfono. Al no descolgar nadie, salto el contestador:

En este momento no estamos en casa. Por favor, dejad vuestro mensaje después de oír la señal”.

Entonces, tú empezaste hablar:

— Queridos amigos, como siempre, estoy tardando. Pero que esto no estropee vuestro buen humor. Espero que lo paséis bien sin mí. Quiero pediros perdón por todo lo que os hice. Vivo entre mentiras y vosotros estáis entretejidos en ellas. La pasión me quema y por eso voy quemando a vosotros también. No sé qué es el amor porque no he amado a nadie. El sexo es mi droga — simplemente os consumo. Pero ya no puedo seguir de esta manera. Estoy harta de todo y más que nada, de las mentiras. Mi vida no tiene sentido alguno. Preparaos para oír los dos grandes secretos que hasta ahora he guardado. Quiero decíroslos a la cara y por eso os reuní a todos. Por favor, intentad divertiros mientras llegue.

En ese instante se oyó una frenada, un golpe seco y la llamada se cortó súbitamente. Nos envolvió el pánico. De repente todos empezamos a movernos. Algunos salieron corriendo afuera, otros sacaron sus teléfonos móviles y empezaron a hablar nerviosamente. Tu marido subió al coche de uno de los presentes y yo le seguí con el mío. Te encontramos inconsciente a pocos kilómetros de tu casa. Tu coche se había estrellado contra el pretil de la carretera, atravesándolo y colgaba peligrosamente al borde de un barranco. Casi por los pelos pudimos sacarte. Sólo un movimiento erróneo y todo se habría acabado. Deberías estar muy agradecida a Alex — el alpinista — porque sin su ayuda ahora, a lo mejor, no estaría hablando contigo. ¡Qué bien que siempre llevase su equipo! No había tiempo de esperar ni a los bomberos ni a la policía. Era cuestión de actuar en el acto.

— ¿Me dices que debo estar agradecida a un tal Alex? — lo interrumpo — ¿Quién le pidió que me salvara? A lo mejor quería irme.

— ¡Oh querida!, entonces ¿te acuerdas de algo?

— Es posible… En realidad, no quiero acordarme de nada. Aquella era otra mujer. Quiero tener una vida propia, diferente de la suya.

— Claro que la tendrás, empezó desde hoy.

— No se trata de eso. ¡No  nada! ¿Qué sentido tiene que haya despertado? No debería estar aquí. Mi intención era irme lejos, a un lugar donde nadie me pudiera conocer, para empezar de nuevo. ¿Qué sentido tiene estar viva, pero atada a  una cama?

— Querida, ¡estoy muy contento que te acuerdes!

— ¡Para ya con tu querida! ¿No has entendido que no quiero tener recuerdos? ¡Ni se te ocurra contárselo a nadie! Aunque lo hicieras, no te iban a creer. Más bien pensarían que estás loco. ¡Debes estar seguro que me ocuparía de eso! Ya te dije que es posible que pueda acordarme pero intentaré borrar todo de mi mente para poder empezar de nuevo. Y lo primero que voy a borrar eres tú. Por eso, mientras todavía no lo he hecho, cuéntame de ti. Quiero oír tu historia.

El hombre comienza  a hablar.

La narración de John

Llegué a Europa hace veinticinco años. En aquel entonces apenas había cumplido veinte. Me parecía que estaba hecho para conquistar el mundo y que todo era posible. Pude escaparme de la miseria de África, y España me parecía el paraíso en la tierra. Tenía gran fuerza de atracción para las mujeres porque tenía un gran parecido con un famoso artista de Hollywood. Me ganaba bien la vida como modelo de anuncios y pasarelas. Entré en la universidad para estudiar derecho. Muy pronto llegué a ser el favorito de mis compañeras: siempre estaba rodeado de mujeres, aunque ninguna de ellas significaba algo para mí. Tenía miedo de estar con una mujer blanca. No sabía cómo tratar a esas libres e independientes criaturas. No las entendía y por eso cuando me comunicaba con ellas evitaba algo más que un abrazo o un beso amistoso. Las africanas eran algo diferente: educadas de otra manera y acostumbradas a la sumisión y a la obediencia hacia el hombre, como si hubieran nacido sólo para servirle y traer niños al mundo. Sí, de las europeas, en verdad, tenía miedo. Ellas se lanzaban encima de mí con tal pasión que me parecía que me querían comer. No estaba acostumbrado a que las mujeres empiecen primero y esto me chocaba.

Un día te vi. Tú eras especial. Me parecía que después de la gran búsqueda por fin había una perla en el océano. Siempre te sentabas lejos de mí y ni siquiera me mirabas. No sabía cómo llamar tu atención y empecé a hacerme el payaso. Todos se reían pero tú me ignorabas. Al terminar las clases íbamos a tomar café a la cafetería de la universidad. Quería estar contigo pero si me presentaba a la mesa en la cual estabas tú, te levantabas, y sin dirigir palabra a nadie, te ibas a otra. No podría explicarme a que se debía tu comportamiento, pero más tarde comprendí que te habían educado a ser racista. Esto hizo que me interesara aún más en ti, y decidí que a cualquier precio debías ser mía, costara lo que costase. Hasta olvidé mi miedo hacia las europeas. Te deseaba con tanta pasión que estaba dispuesto a pasar por el infierno de los prejuicios  para tenerte por lo menos una vez. Hasta cierto punto eso me parecía imposible porque estabas casada. Vivías en una bonita casa junto al mar y yo, dormía en una habitación pequeña y asfixiada, en un piso regentado por una vieja bruja. Me impresionó que cuando todos hablaban de sus familias, tú hablabas solo de tus amigos que estaban lejos. También eras emigrante como yo. Al menos teníamos algo en común: no éramos de aquí. Deseaba con todo mi corazón que fuéramos como mínimo amigos. Quizás, a  lo mejor, esa obsesión mía hizo que el destino interviniera de una manera muy inesperada. En ese instante, por primera vez en mi vida, creí que Dios todo lo oye.

Una vez llegaste tarde a clase. En ese instante hacíamos un ejercicio de derecho civil. Todos ya trabajaban por parejas pares. El destino hizo que ese día yo también hubiera llegado llegara tarde y por eso estaba solo. El profesor te indicó que debías hacer el ejercicio conmigo, por haber llegado tarde los dos. Tu buena educación no te permitió negarte, porque no tenías ninguna razón evidente para no aceptar. Te sentaste a mi lado sin ganas, y sin terciar palabra. Me miraste. En aquél momento nuestras miradas se encontraron por primera vez. Nunca olvidaré a ese instante. Te miraba con tanto embeleso que por primera vez te fijaste en que yo existía. Deseaba que ese instante nunca acabase. Por desgracia el tiempo voló más rápido que nunca y ni siquiera habíamos acabado el ejercicio. Eso fue una gran alegría para mí porque quizá debíamos de quedarnos después del ejercicio. Tenía la sensación que era mi única oportunidad.

— Escúchame, ¿no es mejor que cada uno acabe su trabajo por su lado y después lo vayamos a entregar? — te dirigiste a mí.

— Linda, este ejercicio no es individual. Debes hacerlo junto a un compañero — interrumpió el profesor. ¡Trabaja con John! — ordenó.

La cafetería estaba llena, y con un ruido ensordecedor y afuera hacía frío. Te ofrecí irnos a mi casa.

— ¿Estás chiflado? — enseguida me gritaste — ¿Por qué debo ir a tu casa? ¿No sabes que estoy casada?

— Sí, lo tengo en cuenta. No te ofrezco nada más que acabar el ejercicio. Vivo con la dueña del piso que es una auténtica bruja. No puedo invitar a nadie en su casa sin su consentimiento y beneplácito. Y si de algún modo alguien viene, no tengo derecho a cerrar la puerta de mi habitación. Ven y lo averiguarás tú misma.

— Me seguiste desconfiada. Pero pronto comprendiste que no te había mentido. Acabamos el ejercicio, entre los dos, y recibimos la nota más alta de toda la clase. Desde aquel entonces siempre trabajábamos en equipo. Nos hicimos inseparables y callejeábamos después de las clases. Me tenías confianza y me confesaste que me evitabas porque habías sido educada de otra manera. Tu abuela te decía: “¡Los negros son malos y peligrosos! ¡Debes estar lejos de ellos!”

Un día te invité a comer a mi casa. Justo había aprendido a hacer tortilla de patatas. Quería compartir mi habilidad contigo. Reconozco que mi verdadera intención era la de poseerte. ¡No podría esperar más¡ No tenía ni un segundo de paz. Pero no quería asustarte y  por eso debería tener prudencia. La bruja-dueña estaba en casa, acechante, y tú no sospechaste nada. Estábamos en mi habitación y tras comer, con la puerta abierta de la habitación, vimos como ella caminaba por el pasillo para vigilar que estábamos haciendo. Yo estaba sentado en la cama y tú en una silla. La mesa se encontraba entre nosotros. La bruja empezó a mirar su serie favorita, tranquila tras comprobar que la distancia entre nosotros era la debida. Yo había calculado todo hasta los últimos detalles. Recogí los platos y lentamente moví la mesa sin hacer ningún ruido. Tú seguías  sentada en tu lugar, la silla, pero la distancia que nos separaba parecía más corta. Sentí que sólo debía estirar mi mano para tenerte. Y lo hice.

— ¡Ven!

No sé si mi tono de voz fue autoritario o suplicante, pero te levantaste y tímidamente pusiste tu mano sobre la mía. Te acerqué hacía mí y sin esperar más, con fervor, uní mis labios con los tuyos. ¡Desde cuando había soñado ese momento! Te dejaste caer en mi regazo. Nos besamos largamente, parándonos de vez en cuando para respirar. Estaba tan excitado que me olvidé que la bruja nos pudiera sorprender. Me levanté, te cogí en mis brazos y lentamente entrecerré la puerta con mi pie. Te puse en el suelo, te giré con tula espalda hacia mí, bajé tus bragas y te penetré. Tú gemiste. Si en aquel momento la dueña hubiera entrado, me hubiera culpado quede intentaba matarte. Creo que ella también era racista. Había entrado en tal éxtasis que apenas aguanté unos segundos. Eyaculé tan fuerte sobre tu espalda que mi semen manchó tu pelo. Tenía miedo de haberte asustado o decepcionado. No podría preguntarte ni cómo te sentías ni si te había gustado. Levanté rápido tus bragas, subí mis pantalones, cogí tu bolso y te empujé afuera. Salimos. Y en la calle apenas pude pronunciar:

— ¿Cómo te sientes querida?

— No me respondiste. Me dirigiste una mirada en la cual hervía una pasión salvaje y, abalanzándote, mordiste mis labios.

— ¡Quiero más, y más, y más! — gritaste.

No pude creer lo que oía. Aquello, lo que más deseaba, se, cumplió. Dejé de tener miedo de las mujeres blancas porque comprendí que ellas pueden complacer mucho más que las africanas. Linda, tú fuiste la primera. Después de ti tuve muchas otras pero sólo a ti no te pude olvidar. Tú eres la reina dentro de mi corazón, aquella que gobierna por encima de todas. Tú eres el principio de mi vida sexual en Europa…

Lo escucho con los ojos cerrados. Me traslado a ese instante, a aquel recuerdo como si fuera otro mundo. Tengo apenas veintitrés años. Mi turbulenta vida sexual acababa de comenzar.

— ¿Me oyes querida? — pregunta John.

— Claro que sí. — le respondo y abro mis ojos. Me encuentro con su mirada brillante, que penetra muy adentro de mí, quemándome, porque me hace desearlo de nuevo con pasión salvaje. Mi cabeza empieza girar. Me siento enloquecer…

De repente la habitación desaparece y hace calor. Es verano. Me encuentro a la orilla de un mar azul sin fin.

Otra vida, otro mundo

— Vaya, aquí estabas, querida. ¡Por fin te encontré! ¿Por qué te escapas de mí?

— John, ¿dónde estamos?

— Zoraida, ¿qué te pasa?, ¿por qué me llamas John?

— ¿Cómo que por qué? Ese es tu nombre.

— ¡No entiendo nada! Me llamo Bill y tú hace poco me llamabas Billy. ¿Qué te pasa?

Enmudezco. No sé qué responder. Este hombre misterioso que apareció de repente primero afirmaba que se llamaba John y ahora Bill… ¿Qué tipo de broma es esta?

— Vayamos más rápido para escondernos en nuestro refugio secreto. En cualquier  momento pueden alcanzarnos y sabes que para mí el castigo son cien latigazos desnudo. No estoy seguro que esta vez aguante — me dice él.

— ¡No te entiendo! ¿Por qué debemos escondernos? ¿Quién nos persigue?

— ¿Cómo que quién?: los hombres de tu padre. Como sabes, me está prohibido acercarme a ti.

— ¡No sé nada! Ahora un padre… ¿Quién es este canalla que dice ser mi padre? ¡Nunca me ha visto!

— Zoraida, ¡qué extraña estás hoy! ¿Por qué bromeas de esta manera? Si nos  encuentran juntos esta vez no tendrán piedad conmigo. Por favor, escondámonos.

El joven coge mi mano y me lleva hacia un bosque cercano. Al llegar a él, rompe una hoja de  palmera y con ella borra nuestras huellas.

— Es mejor así. ¡Vámonos! — dice y de nuevo tira de mi con su mano.

Caminamos un rato hasta que llegamos al final del camino, sin que vecemos la salida.

— ¿Qué estamos haciendo aquí, en el quinto infierno? — pregunto.

— Tesoro, aquí se encuentra nuestra casa. ¿Por qué me haces preguntas tan estúpidas? La hemos construido juntos para poder estar juntos, apartados del mundo.

— ¿Qué casa? ¡Aquí no hay nada!

— Ven, querida, ¡entra! — dice el hombre, levantando unas ramas. Bajo ellas se abre un foso en el cual él se mete con rapidez.

— Vamos, ¡salta! ¿Por qué tienes miedo? ¡No es tu primera vez!

— ¿Preguntas por qué tengo miedo? ¡Esto parece una tumba!

— No es una tumba, tesoro, sino un lugar que hemos hecho nosotros mismos y que es ajeno al mundo. ¡Sígueme!

Me atrevo y salto al foso. Ante mis ojos se revela un laberinto.

— John o Billy, no estoy segura quién eres, pero quiero tenerlo claro: ¿qué es esto?

— Cariño, ¿por qué juegas conmigo? No entiendo tus palabras, pero si afirmas que no sabes dónde nos encontramos, te enseñaré nuestro mundo.

Empieza a llevarme por el laberinto. Tengo miedo pero no puedo hacer nada. Estoy sin elección.

Llegamos a una puerta sin cerradura.

— Mírame a los ojos y digamos las palabras mágicas — me ordena él.

— ¡Oh, no! ¡Sólo me falta esto! ¿Qué palabras mágicas?

— El conjuro del nuestro amor.

— ¿Qué estupidez es esta?

— Tesoro, hoy de verdad estás muy rara. ¡No te entiendo!

— ¡Ni yo a ti! No soy aquella por quién me tomas. Vengo de otro mundo.

— Zoraida, ¡me estás asustando! Por favor, repite conmigo.

Él coge mis manos y recita:

— Shat tuna kalimaxi, aroya sani tulmire… Por favor, repite conmigo porque si no lo haces no habrá ningún efecto.

A pesar que me siento extraña, mi curiosidad prevalece. Empiezo a pronunciar con él sus palabras incomprensibles:

— Shat tuna kalimaxi, aroya sani tulmire…

— ¡Azidi suna! — grita el joven y la puerta se abre de repente.

Entramos en una sala amplia, con una cama redonda en medio, cubierta de pétalos de rosas. Hay muchas flores. Huele a jazmín. Hay velas encendidas.

— ¡Sumaxi zaira! — pronuncia Bill y la puerta se cierra tras de si. — Ponte cómoda, tesoro. Este es nuestro reino. No es tan grande como aquel de tu padre pero, al menos, aquí soy libre.

Me sorprendo aún más.

— Espera, por favor, cuéntame sobre ese padre mío a quien no dejas de mencionar. ¡Sería muy interesante conocerlo!

Hasta cierto punto me alegro que te intereses de este modo sobre el rey. ¿Quiere decir eso que ya decidiste no cumplir su orden de que no te veas conmigo?

— ¡Claro que sí! No es mi estilo obedecer a nadie.

— Lo sé, tesoro, pero a tu padre tienes miedo. Él tiene poder. No casualmente es el rey. Incluso la magia de mis antepasados no hace efecto sobre él. Es el más poderoso de todos. Parece que sirve a una fuerza oscura en la que se basa su dominio.

— ¿Dijiste el rey? Entonces, ¿quién soy yo?

— Eres su maravillosa hija: la princesa. Sé que no quieres que sea así pero no puedes cambiarlo.

— ¿Princesa? ¿Y dónde está mi palacio?

— En esta isla no hay palacios, sólo chozas de madera.

— Ahora entiendo por qué no quiero ser princesa. ¿Qué tipo de princesa es aquella que no tiene un palacio? Y tú, ¿quién eres?

— Soy hijo de un gran Mago. Era pequeño cuando guerreros de otra tribu entraron en nuestro pueblo  y le prendieron fuego. Mataron a los hombres y se llevaron a las mujeres y los niños. Mi madre era muy guapa y se hizo la esclava favorita tu padre. Pero se quedó embarazada y la reina se enfadó. En una noche de Luna llena se la llevaron fuera del pueblo y no vimos nunca más a mi madre. Habían predicho que daría a luz un niño, mi hermano, y tu madre tenía miedo que él le quitara el trono. Yo conseguí escapar. De otro modo habría tenido el mismo destino, antes de poder vengarme.

— Pude sobrevivir bien hasta que un día te encontré… Te habías perdido en el bosque. Me quedé petrificado. Parecías un espectro. No me atrevía decir palabra alguna porque pensaba que eras una aparición. En aquel entonces, me hablaste tú:

— ¡Por fin encontré un alma! ¿Me ayudaras a llegar hasta mi casa?

— Te enseñé el camino y te pedí que no me olvidaras. A menudo venías a verme. Pasábamos muchas horas juntos. En una bonita mañana de mayo nuestros cuerpos se fundieron y comprendimos que estamos hechos el uno para el otro. Tú intentaste explicárselo a tu madre pero ella se volvió tan loca que obligó a tu padre a capturarme y pegarme cien latigazos. Casi no morí…‘

— ¡Pero eso es demasiado cruel! ¿Qué tipo de persona es ese padre mío?

— Él no es tan malo. Todo viene de tu madre. Ella me odia sólo porque soy hijo del gran amor de su marido. Al mismo tiempo me teme porque tengo conocimientos de magia. A lo mejor por eso ahora estás aquí. Yo hice que vinieras.

— Bien, ahora escúchame tú. Tu magia de verdad es muy poderosa pero yo no soy tu Zoraida. Mi nombre es Linda y vivo en el siglo XXI. A propósito, ¿en qué siglo estamos?

— Te respondería, pero no entiendo tu pregunta. ¿Qué significa siglo?

— No importa. Lo que quiero decir es que mi lugar no está aquí. Quizá querías echar un vistazo al destino y yo te diré el futuro. Sí, en el futuro de nuevo estamos juntos. Quiero decir que nos conocemos, pero todavía no estoy muy segura que tipo de relación tenemos exactamente. Te llamas John y a lo mejor me quieres. En caso contrario no estarías conmigo.

— Y tú, ¿me quieres?

— Aún no lo sé. No tengo recuerdos. Pero pienso que no. En cualquier caso esto me lo puede aclarar tan solo John, evidentemente si me devuelves con él.

— Vale, lo haré, aunque no quiero perderte de nuevo. Pero el amor a veces quiere sacrificios. Me basta con lo que comprendí: estaremos juntos en otro tiempo y en otro mundo. ¡Te encontraré!

Billy besa mis labios con pasión.

Nuevos recuerdos

— ¡Oh, Billy, sólo tú besas de esta manera! — exclamo.

— ¿Cómo que Billy? Por lo que yo sé no hay ningún Billy en tu vida.

— ¿Cómo qué no? ¿Quién eres tú?

— ¿Empiezas de nuevo, querida? Ya te dije que soy John.

— ¡Ah, John, de nuevo repites la misma historia! Quiero saber ¿qué está ocurriendo de verdad y cuál es mi realidad? Hace poco estaba en otro lugar, en un pasado lejano, donde tú y yo nos escondíamos bajo tierra para estar juntos.

— Es un sueño muy interesante. Suena bien. Sólo que eso todavía no lo hemos hecho.

— John, ¿no lo entiendes? No era un sueño, sino una visión.

— ¿Hay alguna diferencia?

— ¡Claro que la hay! La visión es algo real.

— No estoy de acuerdo con una afirmación como esa. Más bien, es una fantasía. ¿Para qué sirve en realidad?

— Para muchas cosas, como por ejemplo para dar respuesta a las preguntas.

— ¿Qué querías saber?

— Preguntaba de dónde te conozco.

— Querida, ya había empezado contártelo…

— Sí, te escuchaba, pero de repente me trasladé a otro lugar.

— ¿Y qué viste?

— A ti, con franqueza, a nosotros…

— Interesante. ¿Qué hacíamos?

— Nos escondíamos de mi padre bajo tierra.

— ¿Cómo que de tu padre? ¿Lo conoces?

— No.

— Estaba soñando. No es nada más que un sueño.

— Es posible. Entonces dime, ¿cuál es la realidad? ¿Estamos juntos en ella?

— En cierto modo…

— ¿Cómo puedo entender eso?

— Tú de nuevo estás casada y nuestra relación es secreta.

— ¡Claro! ¿Nos escondemos debajo tierra?

— ¿Por qué debemos escondernos bajo tierra si existen hoteles?

— ¡Ah, sí, hoteles!… ¿Llamas así a nuestra casa?

— ¿Qué casa? Nunca hemos tenido una casa.

— Entonces, ¿qué?

— Simplemente nos vemos. Entre nosotros existe una gran atracción física —  dice John…

— ¿Sólo eso?

— Quizá… No puedo responder a esa pregunta porque yo mismo no lo sé. Prefiero que no hablemos de sentimientos.

— ¿Y de qué quieres que hablemos?

— De ti por ejemplo.

— Vale, háblame de mí. Puede que me sea lo mejor me será útil. ¿Hemos estado siempre juntos durante todos estos años?

— No. Nos hemos encontrado de nuevo hace un año y la pasión entre nosotros de nuevo se avivó.

— ¿Por qué dices de nuevo?

— Porque, como intentaba contarte, hace veinte cinco años casi me enamoré de ti.

— ¿Qué te lo impidió?

— ¡Tú misma! Tenías miedo de los sentimientos.

— ¿De veras? ¡Yo no tengo miedo a nada!

— Seguramente es así… Eres una mujer muy valiente. Siempre has hecho todo aquello que el resto de la gente no se atreve hacer. Para ti no hay nada imposible y eso hace que las mujeres te tengan envidia mientras que los hombres te adoran. Hay sólo una cosa que no has superado…

— ¿Exactamente qué?

— Nunca has amado.

— ¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué estoy casada?

— Eso solamente lo sabes tú. Dime, ¿amas a tu marido?

— ¡Qué pregunta más difícil! Ni siquiera sé quién es.

— ¡No bromees! Roberto es una persona magnífica y te adora.

— Debe ser así, si tú lo dices. ¿Desde cuándo estoy casada con él?

— Desde hace dos años.

— ¿Sólo dos?

— ¿Te parecen pocos?

— En realidad sí, porque dijiste que desde hace un año tengo una relación contigo.

— ¡Y no sólo conmigo!

— ¿Cómo lo sabes?

— No es tu estilo ser fiel. Te gustan las aventuras, y como te mencioné, los hombres te adoran. Hasta este momento ninguno se te ha resistido.

— Habías empezado a contarme sobre la vida que tenía hace años, cuando nos encontramos por primera vez.

— Pensaba que no me habías escuchado.

— Al contrario, lo he oído todo. Pero hay cosas que no entiendo. Mencionaste que en aquel momento también estaba casada. ¿Quién es y qué pasó con él?

— Se llamaba Freddy. Tú afirmabas que te habías casado con él sólo porque se llamaba igual que tu cantante favorito Freddy Mercury.

— Interesante. Sigue.

— A Freddy no le gustaban mucho las mujeres.

— ¿Qué quieres decir?

— Exactamente lo que has oído — es gay. Se casó contigo sólo para complacer a sus padres ricos que le mantenían. Más tarde se enamoró de mí…

— ¿De verdad? — pregunto.

— Sí. Cuando fuiste a visitar a tu abuela enferma, él me ofreció vivir en vuestra casa.

— ¿Y qué hiciste?

— Acepté. De esa manera podría estar más cerca de ti. Me imaginé cómo íbamos a poseerte los dos juntos…

— Pero, ¿no me dijiste que se había enamorado de ti? ¿Qué hubiese pasado si Freddy hubiese querido que hicieras el amor también con él?

— Iba a hacerlo. De tu propia experiencia sabes que aguanto bastante. ¡Estaba dispuesto a todo para que estuviéramos tú y yo juntos!

— ¡Esto es una locura, John! Vosotros dos queríais encerrarme en una jaula. Os habíais hecho ilusiones que podría ser vuestro objeto y seguramente no lo habríais conseguido. ¡Jamás iba a permitir eso!

— No lo hiciste: cuando volviste y me encontraste viviendo en vuestra casa, montaste un gran escándalo. Pusiste una condición a Freddy: “¡O John, o yo!”. Pobre hombre, no sabía dónde meterse. Tu marido pensaba que había hecho todo lo posible para satisfacerte, pero tú nunca estabas contenta. Me miró y dijo: “¡Eh, Johnny!, ¿ahora entiendes porque prefiero a los hombres? Con ellos por lo menos se puede hablar. Por favor, ¡perdóname!”

— Después de sus palabras te enfureciste y saltaste encima de él, dándole puñetazos: “Entonces, ¿prefieres a este miserable negro antes que a mí, desgraciado?”

— ¡No puedes ni imaginarte cuánto me ha dolido! Me fui y decidí que hasta que  no dejase de ser “miserable” no iba a verte más.

— Y ya ves que lo logré. Si te das cuenta, mi traje es de marca, huelo a perfume caro y tengo bastante dinero en el bolsillo. Lo único que no conseguí es hacerme blanco… Todavía soy negro.

— ¡Oh, Johnny, lo siento mucho! ¿De veras había hecho tantas tonterías? A veces me acordaba de ti e intentaba explicarme por qué nunca volviste a buscarme. ¿Puedes perdonarme?

— Si no te hubiera perdonado ahora no quería a estar contigo. Reconozco que tu ayuda consiguió que pudiera crecer mucho en la vida. Me rechazaste justo a tiempo: no llegué a enamorarme locamente de ti, pero al mismo tiempo no pude olvidarte. Siempre había querido encontrarte de nuevo, y el destino nos unió hace un año en una fiesta privada. Tú fingiste que no me conocías y yo jugué a ese juego en el que, sin palabras, el papel principal era el instinto básico. Me deje ser llevado por el lenguaje de tu cuerpo y recibí aquello que había soñado hacía años. Entraste en una habitación sin muebles en la cual solo había un armario empotrado. Te seguí. 

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