I
-Entrenador, entrenador.
Gabriela hacía los mejores saltos de su vida mientras trataba, rotundamente en vano, de llamar la atención del entrenador. Paula recibía todas sus atenciones. Paula. Paula. Paula. Acababa de volver de Estados Unidos y estaba… ¿Cuáles son esas palabras? Espléndida, refulgente, espectacular. Sí, todo eso, pero más: Paula se había convertido en un ser espléndido, refulgente, espectacular en apenas seis meses y lejos, sin que nadie la viera. Cuando se despidió, en junio, era linda. Una niña de trece años linda: raros ojos grises con fosforescencias amarillas alrededor del iris, pelo rojizo que le caía en ondas sobre los hombros, piel casi traslúcida, pecas castañas en la punta de una nariz diminuta y un cuerpo de extremidades largas: etéreo, extraterrestre, andrógino.
Pero ahora, después de que en Estados Unidos la invadiera lo que algunas madres llaman «el desarrollo», pero que en el caso de ella debía ser otra cosa: «la floración», «la explosión», «la transfiguración», era una diosa. Y la diosa, sabiéndose estúpidamente bella, detuvo el tiempo, -los segundos se volvieron brea- cuando entró con un aire de estudiada despreocupación al gimnasio. Veámosla en cámara lenta: lleva la malla azul del equipo de gimnasia, leotardos claros, el pelo recogido en un moño que se bambolea en su espalda. Se ha puesto unas bandas de tela toalla roja en la frente y las muñecas. Camina con la espalda y el cuello rectos. Da largos pasos, como una gacela, una modelo, un gato siamés. Mira a un lado y a otro con los ojos grises profundamente escondidos bajo unas pestañas negrísimas. Se lame de vez en cuando el labio inferior, sonríe. Sólo faltan los flashes. El mundo es de ella, maldita sea, el mundo es ella.
Si alguien nos hubiera mirado mirándola, se habría sorprendido del movimiento casi electrónico de nuestros ojos enfocando ahora sus pechos, ahora sus pómulos, ahora sus labios, ahora sus caderas, ahora sus muslos.
Pero nadie nos miraba con atención a nosotras.
Cuando se inclinó para dejar la toalla en una de las gradas, nos miró de lado y nos sonrió. Todas contuvimos la respiración. Todos. También había un hombre mirándola: el entrenador Valle.
¿Cuáles fueron las primeras palabras que se dijeron los niños de Lourdes o Fátima después de la aparición de la Virgen? ¿Cómo vuelves, después de una experiencia de ese tipo, al habla cotidiana, a comentar, por ejemplo, «qué hambre, me comería una vaca» o «creo que me voy a resfriar» o «a mi hermano suspendió en matemáticas»? ¿Cuánto tiempo pasó hasta que Moisés, después de convertirse en el editor de Dios, se sacó una carne de entre los dientes, se cortó las uñas de los pies o se alivió del vientre? ¿Y nosotras? ¿Qué podíamos decir nosotras a esta Paula eclosionada, sísmica, dorada, que parecía la versión mágica de la otra Paula, nuestra compañera linda, pecosa, parecida a las niñas de los libros ilustrados europeos? ¿Es que podíamos dirigirle la palabra siquiera?
En una parte de nuestros cerebros se activó esta comanda: «Cae de rodillas, tú, insignificancia, y pega bien la frente al suelo». Si hubiéramos podíamos movernos, nos habríamos hincado frente a ella, pero estábamos tan paralizadas como una estatua. Entonces ella se acercó y, agachándose un poco porque ya era más alta que todas, nos dio besos y abrazos y aquí la memoria juega su juego de espejo de feria –agrandándolo todo- porque su aliento llegaba a nuestras narices como dulces oleadas de caramelo y los dientes tenían una blancura sobrenatural. El proceso duró un minuto, quizá minuto y medio, pero ocurrió algo gigantesco: pasamos de ser niñas gimnastas a ser el séquito de Paula, su corte, sus mosqueteras. Y en ese cortísimo tiempo, el que toma a una persona lavarse los dientes, también estaba pasando algo que nuestra convulsión interior nos impidió notar: Paula rodeaba con sus brazos al entrenador y algo en el interior de él crujía, borboteaba. Sin que ninguna se percatara de ello, el entrenador Valle dejó de ser «nuestro papá en el gimnasio» para ser otra cosa.
Una cosa muy distinta.
II
Esa noche, todas hablamos a nuestros padres de Estados Unidos. Creíamos que el Efecto Paula tenía que ver con ese país, su alimentación, su aire, sus dimensiones colosales y que aquí nosotras seríamos para siempre las niñas esmirriadas que éramos. Estados Unidos era la fabulosa máquina que había convertido a Paulita en una aparición. Estados Unidos, Estados Unidos, Estados Unidos. Nuestros padres, como siempre, no escucharon demasiado. Estaban metidos en sus cabezas, en sus preocupaciones: la servilleta de un hotel en el bolsillo de una chaqueta, el saldo de la cuenta corriente, la llamada telefónica en la que luego de un par de segundos sin hablar colgaron, las arrugas alrededor de los ojos, los ya casi tres meses sin sexo.
Negligentes sicólogos, de repente soltaron sin esperar respuesta:
-¿Qué es que te ha dado con Estados Unidos?
¿Cómo responder a esa pregunta? ¿Cómo explicar que a partir de ese día nos odiaríamos un poco más frente al espejo? ¿Cómo decir a los padres «no me gusto, quiero cambiarme por otra persona»? En la adolescencia hay tantos silencios porque la mente aún no se ha acostumbrado a nombrar e identificar la inseguridad, el miedo, los celos. La mezcla de todo eso, la hormona insoportable el deseo de ser otro.
No decir. Frente a los padres. No decir.
Entonces callar. Subir a nuestros cuartos, poner seguro a la puerta, quitarnos toda la ropa, mirarnos en el espejo. Palmo a palmo: errores, defectos. Maldito cuerpo de iguana, maldito vientre redondo que no desapareces, malditos dientes montados, maldita yo y todo lo que toco, maldita la gimnasia y todas sus imposiciones, malditas tetas que no salen, maldita Paula que es lo que no soy.
Ya tarde, acostadas sobre nuestras camas rosadas, con churretones de lágrimas pegados a la cara, recordamos el entrenamiento. En los vestuarios, después de una práctica desastrosa –Diana resbaló de la barra, Beatriz hizo giros de principiante, yo me lastimé un poco la muñeca-, nos contó los momentos cumbre de sus últimos meses: los manoseos con un chico mayor llamado Scott, la primera regla y los desconcertantes tampones, un documento de identidad falso, unas botellas de Budweiser que la hicieron marearse y vomitar, un baile recreando Dirty Dancing con otro chico mayor, mexicano, Guillermo. No era así, claro, pero sentíamos que la mirábamos con el cuello echado para atrás y la mano haciendo visera, como cuando se mira al sol. Mientras hablaba, Paula jugaba con sus pulseras de colores –montones de ellas, todas distintas- y se peinaba la melena con las uñas turquesa chillón. Hasta el acento lo tenía distinto: a veces sonaba como la chica rubia del high school en una película doblada. La mirábamos como unas campesinas observarían a Madame Chanel ya convertida en Madame Chanel. Siempre había habido admiración, recelo, envidia, enamoramiento: ella era la bonita, la armoniosa, la perfecta. Pero ahora entre nosotras había la distancia entre una galaxia y otra.
-¿Y por aquí qué? –preguntó finalmente después de contarnos sobre lo mucho que la habían obligado a comer y lo mucho que había tenido que entrenar para no engordar.
«¿Por aquí qué?». ¿Le preguntarías eso al perro que has dejado atado en un patio diminuto, de cemento, durante todo el día? ¿Le preguntarías eso a un preso en la celda de castigo? ¿Le preguntarías eso a una roca enterrada en el fondo marino?
Violeta, su íntima amiga, tragó espeso antes de responder.
-Súper, súper bien.
III
Dos años antes del revuelo causado por su malla en el gimnasio, Paula ya había sido protagonista de todas las conversaciones del colegio por una razón muy distinta. Un martes por la mañana su hermanita de dos años, Mariana, se había ahogado en la piscina familiar. Cuando la empleada doméstica se dio cuenta de que la pequeña ya no estaba en su alfombra de juegos y de que la puerta de vidrio que daba al patio estaba corrida unos centímetros, ya era demasiado tarde. Abierta de brazos y piernas, como una muñeca que se ha caído al agua, la niña flotaba boca abajo. La mujer salió y el sol le estalló en los ojos. Por un instante todo fue blanco. Era una mañana iridiscente, tibia, hermosa y sobre la nítida superficie del agua no había ni una burbuja, ni una estela, ni una hoja. Entonces la vio: una muñeca vestida con un calzón de cerezas y unas sandalias blancas, mirando hacia el fondo de la piscina, fascinada para siempre con el dibujo de unos delfines saltando, felices.
Un grito terrorífico asustó a los pájaros –se lanzaron a volar graznando y proyectando sombras en forma de uve sobre la superficie del agua- y la mujer se tiró a la piscina con el plumero aún en la mano. Sacó del agua a la niña y, a medida que presionaba frenéticamente su pecho desnudo y frío, que soplaba aire por su boquita abierta, que pedía auxilio hasta rasgar su garganta, algo le decía que su vida, la vida que conocía hasta ahora, también acababa de terminarse.
Sobre la cerámica a cuadros, los ojos azules abiertos, Mariana parecía un ser vivo, en paz, que mira al cielo.
La noche anterior, Paula no podía dormir de culpa: había cenado hamburguesa doble con queso, papas fritas y helado y sentía casi físicamente, como unas cosquillas, cómo la grasa empezaba a apelotonarse en su estómago, mientras, en su cabeza, se repetían una y otra vez las palabras de la entrenadora Gómez.
-Una gimnasta que quiere llegar a los Juegos Olímpicos debe mantener una dieta sana y equilibrada durante todos los días de su vida. La que no esté dispuesta a dejar de comer comida basura se levanta ahora mismo y se va de mi equipo.
Así que decidió bajar a nadar una hora a la piscina. Para eso, corrió la reja de protección que la rodeaba y que sus padres habían hecho instalar cuando Mariana empezó a dar sus primeros pasos. Nado y nado con furia: ella sería una gimnasta extraordinaria y sus padres volverían a dedicarse sólo a ella, a mirarla sólo a ella, a comprarle cosas sólo a ella.
Al salir, estaba tan agotada que olvidó volver a cerrar la reja.
IV
La entrenadora Gómez había sido, en su época, una magnífica gimnasta que, de no haber sido por un embarazo no deseado, habría llegado a clasificarse en la selección nacional y, quién sabe, a los Juegos Olímpicos. Esa circunstancia -el hijo que le creció dentro en su mejor momento profesional- la había convertido en una entrenadora amarga, exigente, incluso cruel, y también en una enemiga de los chicos. Mejor dicho: los chicos eran el enemigo.
Durante muchos años fue prudente casi hasta la obsesión y se cuidaba todo el tiempo de que nadie escuchara salir ni una palabra impropia de sus labios. Tenía razones para buscar caer bien a la dirección del colegio: era una madre soltera con un niño que mantener y la gimnasia era su vida, no sabía, ni quería, hacer nada más.
Después de entregar generaciones y generaciones de brillantes gimnastas al país, cuando nosotras la conocimos, la entrenadora, que debía rondar los setenta, llevaba el pelo blanco recogido con una pinza, usaba unas gafas grandes y pasadas de moda detrás de las que ocultaba sus míticos ojos de hidra. Cuando llegó a nuestras vidas, la entrenadora que a otras maravilló con su talento, cuya puntualidad, pulcritud y memoria eran motivo de alabanzas; llevaba sucio el calentador de gimnasia –manchas de tomate, filamentos de tabaco- y leía novelas románticas durante las prácticas. Además, tenía días raros: se olvidaba de las coreografías, incluso de nuestros nombres y ya no le importaba que en el colegio las paredes y los suelos tuvieran oídos. Le pasaban estas cosas: prendía un cigarrillo en el vestidor, daba un par de caladas y lo dejaba apoyado en una banqueta. Al cabo de unos segundos levantaba el cuello y agitaba las aletas de su nariz –«aquí alguien ha fumado»-, entonces se ponía como una fiera, levantaba un dedo artrítico, curvo y agrietado como rama seca, y nos miraba con esos ojos rapaces detrás de los lentes.
-¿Quién se ha atrevido a fumar en mi gimnasio?
Entonces seguía la estela del humo y veía el cigarrillo a su lado, dejando caer una diminuta lluvia de ceniza sobre el suelo de plástico, lo cogía entre dos dedos temblorosos, daba una larga calada y luego se quedaba en silencio uno, dos minutos o simplemente agitaba la cabeza y salía del vestidor sin decirnos nada.
Entre las habituales recomendaciones de dietas y rutinas de calentamiento, la entrenadora en nuestra época también introducía su tema favorito: los hombres. A las prácticas, desde siempre, llevaba una especie de bastón corto o batuta larga, una varilla con la que repetía en el aire el movimiento que hacíamos en el suelo o en las barras. Cuando el ejercicio salía mal, había que huir de los bastonazos en las nalgas que soltaba entre insultos. Y durante sus discursos, sus larguísimos discursos, se golpeaba alternativamente las palmas de las manos con él. Lo llamábamos «la escoba de la bruja».
-Niñas, no hay nada peor que un hombre (plaf, en la palma). Se divierte dentro de ti, te jode para siempre y en cambio él sigue su vida tan alegre, tan feliz, persiguiendo sus sueños, sueños de hombre, idiotas casi siempre, pero suyos (plaf). Si quieren ser gimnastas profesionales, húyanle a todos, a todos.
Otros días, cuando venía con el calentador aún más sucio, la mirada perdida y un lenguaje que nos dejaba mudas, se explayaba sin control:
-Seguro que alguna de ustedes ya se ha dejado sobajear por algún asqueroso, ¿no es cierto, so cochinas? Seguro que ya les ha dicho «la puntita nada más, mi amor, a ver qué se siente». Escúchenme con atención: si yo llego a enterarme de que hay una zorra en mi equipo se larga, ¿me entienden? Se larga. Primos, tíos, incluso hermanos, todos los hombres piensan en una cosa, niñas, y esa cosa está en medio de sus piernas, así que ¡cerraditas!, que las putas no van a las Olimpiadas.
Del contenido de estas «charlas motivacionales» no tardaron en enterarse los padres y los directivos del colegio. La entrenadora Gómez parecía estar esperando ese momento, así que dándose las últimas palmadas con la varilla, mirándonos fijamente a cada una, nos ofreció el discurso con el que cerraría cincuenta años de profesión:
-Sarta de culeadas.
A las dos semanas apareció en el gimnasio, como un Charles Bronson en ropa deportiva, el reemplazo de la señora Gómez: el entrenador Valle.
V
En el escalafón no escrito del colegio, las gimnastas ocupábamos un lugar privilegiado y, aunque entre nosotras también había niveles –Paula en el diez, yo en el uno, no sujeto a fluctuaciones-, todas podíamos aprovechar ese pequeño cajón que nos elevaba para lanzar escupitajitos en forma de miradas o frases desmoralizadoras a las demás. Éramos gimnastas no gordas. Éramos gimnastas no nerds. Éramos gimnastas no gordas nerds. Además, ganábamos premios, trofeos, medallas. Una especie de hambre animal se apoderaba de nosotras cuando veíamos a las gimnastas de otros colegios hacer sus números. Los ojos, en la oscuridad del pasillo en el que esperábamos nuestro turno, nos brillaban como a los gatos, los nudillos nos crujían al aplastarlos, dábamos saltitos sin parar, respirábamos desde el estómago. Parecíamos boxeadores clandestinos y no pequeñas gimnastas de un colegio de chicas. Las hacíamos pedazos. Cada vez. Pedazos. Y, al volver al colegio con medallas de oro falso al cuello, recorríamos el paseíllo de compañeras y profesores con el caminar aletargado y la sonrisa falsa de una estrella de Hollywood en una alfombra roja.
¿Por qué éramos tan buenas? Mucho tenía que ver la entrenadora Gómez que, a pesar de su cada vez más pronunciada decadencia, era la mejor entrenadora del país –fiera, competitiva, incansable, obsesiva, exigente, amorosa a su manera-, pero había algo más: una carencia que actuaba de incentivo. Todas, las diez gimnastas del equipo del Liceo Americano, buscábamos desesperadamente –un perro que cava y cava y cava y cava- la atención de todos, de alguien.
Después, cuando se destapó la verdad y sobre nosotras cayó la compasión como una colcha muy pesada que huele raro –la gente que al verte baja la mirada y murmura detrás de ti-, los sucesivos sicólogos que nos vieron llegaron a la conclusión de que todas, las diez, éramos inseguras, estábamos faltas de amor y de algún modo nos sentíamos huérfanas. Las reacciones de los padres fueron diversas, todas equivocadas. Algunos insultaban a los profesionales, otros se levantaban y se marchaban, otros les gritaban que no desviaran la atención sobre quién era el verdadero culpable y sobre la responsabilidad del colegio. El padre de María Gabriela, un señor tan importante como gordo, calvo y rojo, se abalanzó sobre uno de los sicólogos y, mientras lo golpeaba en el suelo, le gritaba:
-Maldito imbécil, profesional de pacotilla, tú no me vas a enseñar a mí cómo querer a mi hija.
***
El movimiento era como de péndulo, como de campana repicando, pero en lugar de escucharse el tañer de la campana, se escuchaban los hem, hem, hem del entrenador Valle y los no, no, no de Paula.
***
Es frecuente que las niñas gimnastas pierdan la virginidad durante algún entrenamiento. Demasiadas cosas pasan entre las piernas de alguien que se dedica a esta disciplina, muchas barras, muchos potros, muchas elongaciones y en algún momento de la práctica, muchas veces sin dolor, sin trauma, sin ceremonia, decimos adiós al himen, esa telilla delicada como un panel japonés. Casi ninguna era virgen cuando nos hicieron las pruebas médicas.
***
Las mujeres que conviven o que comparten mucho tiempo –burdeles, conventos, dormitorios de internados, hogares con varias hermanas- experimentan un curioso fenómeno llamado sincronización menstrual, que no es otra cosa que tener el periodo en los mismos días. Nosotras, las gimnastas del Liceo Americano, vivimos en los meses posteriores al regreso de Paula una sincronía también vinculada a las hormonas. Una tras otra fuimos explosionando como viviendo un Big Bang interior en el que en vez de formarse galaxias y planetas, se formaban pechos.
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