Capítulo 1

Olmedo, 4 de Mayo de 1969. Domingo. Cuaderno nº 3.

A Marcelino Fuentes no le correspondía la guardia de puertas   la noche en la que sucedió aquello. Lo sé, porque me  lo había contado  Silverio por la mañana, cuando estaba yo esperando a mis padres y a mis hermanos para ir a misa de doce y me asomé al cuarto de puertas, donde le vi  sentado y  leyendo el Norte de Castilla. «Pasa, Dani, no te quedes ahí», me dijo. Me contó que se había cambiado el turno de  guardia porque estaba otra vez enfermo Pedrosa y que por la noche, a las nueve, entraba Fuentes, y por tanto más valía que lo tuviéramos en cuenta y no llegáramos al cuartel después de las diez, pues le sentaba fatal tener que abrir a nadie una vez cerrada las puerta del cuartel y ya sabíamos las malas pulgas que tenía. Avisados quedábamos.

Por la manera que me  había dicho  ‘’otra vez enfermo’’, daba la sensación de que lo que tenía Pedrosa era algo bastante malo. Me dio pena  por Carmela, la única hija de este guardia y de su mujer Bernarda, la gallega. Carmela también era bastante enfermiza, cada dos por tres faltaba a clase, pero era buena; triste, como su madre, pero muy buena.

De todos modos, éste Silverio que avisaba tanto, más valía que tuviera cuidado él también, pues tenía la mesita del cuarto de puertas hecha unos zorros, por el desorden que mostraba; con algunas hojas sueltas del periódico desparramadas por allí  y que no dejaban ni ver ni el teléfono ni nada. Asomaba también  una carpeta azul abierta, de esas de gomillas,  que dejaba ver unos folios amarillentos escritos a máquina;  asimismo pude ver en una esquina su tricornio, boca arriba, como un cangrejo oscuro recién pescado, al lado de  una bandeja con restos del desayuno que le habría traído su hija, Teresita. ¡Cómo mi padre viera aquel desorden se iba a enterar! «Vamos a ir toda la familia a misa de doce, deben estar al bajar—le dije,  a ver si cogía la indirecta—». No pude evitar, como siempre que entraba en aquel cuartucho, elevar la vista hasta el cuadro del Generalísimo que dominaba la escena,   sonriendo desde una gran foto colocada encima del ventanuco que daba a la calle y al lado de un estrecho y acristalado armario rinconero donde reposaba un fusil reglamentario.  Desde luego, aquel  era un Franco mucho más joven y sonriente que el que veíamos  en el NO-DO cuando íbamos al cine.

Serían más de las once de la noche cuando escuché golpear con insistencia la aldaba de la puerta del cuartel a la vez que se oían estos gritos: «¡Abran, abran por favor!, ¡es muy urgente! ¡Abran, por Dios!».

Me imaginé a Marcelino Fuentes montando en cólera por ser molestado a esas horas de la noche, colocarse el tricornio y dirigirse refunfuñando  a abrir la puerta,  a la vez que regañaba a  Lucas,  el perro pastor alemán del cuartel,  que había acudido  corriendo desde su caseta ubicada en el fondo del patio para abalanzarse ladrando contra la puerta de entrada, muy irritado también, al igual que Marcelino, por aquella intempestiva llamada. Yo lo oí todo perfectamente,  porque  mi dormitorio está justo encima del cuarto de puertas. Es más, identifiqué enseguida aquellas voces como pertenecientes a doña Lucía, la profesora de Geografía e Historia de mi colegio, más conocida entre nosotros por ‘’La solterona’’. ¿Qué habría pasado?

Intrigado y algo nervioso,  dejé de repasar las matemáticas  y agucé el oído para ver si me enteraba de algo más y eso que al día siguiente tenía examen y yo no iba muy sobrado en Mates, pero me dije a mí mismo que esta vez sí tenía causa justificada para la pérdida de concentración  y no como otras veces en las que sí tenía razón mi madre al regañarme: «Te distraes con el vuelo de una mosca».  Después de escuchar cómo se cerraba el portalón del cuartel  volvió el silencio. Hasta Lucas se había callado. En esas estaba, intentando enterarme de algo más, cuando me sobresalté al oír sonar el timbre de la puerta de casa. Fui corriendo a abrir y me encontré a Marcelino.

—Hola, Daniel. ¿Está levantado tu padre?  Tienes que avisarle enseguida. Dile que es muy urgente.

No había acabado de decirme eso  cuando mi padre ya venía por el pasillo abrochándose la guerrera: «déjanos solos, hijo». Le hice caso al momento,  aunque me hubiera encantado escuchar lo que hablaban. Nada más acabar la conversación,  cerró la puerta de casa y se  dirigió a su dormitorio, de donde salió   enseguida ajustándose la pistola y el tricornio,  y pude ver a través de la puerta de mi cuarto, que yo había dejado aposta entreabierta, como se acercaba a  la cocina y sin entrar,  le decía a mi madre,  que estaba dentro recogiendo: «Carmen, No me esperes levantada;  llegaré tarde».

Y cierto fue que llegó tarde. Me lo dijo mi madre en el desayuno, al día siguiente, cuando yo me aprestaba a dar buena cuenta de mi tazón de leche con galletas.

—No hagas tanto ruido, Dani, no vayas a despertar a tu padre, que se ha acostado hace solo un par de horas.

—¿Sabes qué ha pasado?—le pregunté de inmediato, al recordar de repente lo de la noche anterior.

—Pues no. No sé nada; eso no es asunto mío, y  tampoco es cosa tuya. ¡Venga,  date prisa!, que vas a llegar tarde al colegio, y hoy tienes exámenes.

Ese día íbamos  hacia el colegio un grupo de 7  alumnos del cuartel de diversas edades. Usualmente éramos alguno más, pero hoy faltaba Carlitos, el Afri, que estaba malo, con diarreas y mi hermana Carmen, que ya hacía un buen rato que había salido junto  con su amiga del alma, Teresa. De camino hacia el colegio  les pregunté a Suso y a Carmina si  ellos sabían algo de lo que había pasado la noche anterior;  pero  ellos no habían oído nada ni parecía preocuparles el tema,  puesto que solo querían hablar del examen de matemáticas que íbamos a tener.

Al llegar al colegio  notamos enseguida que pasaba algo raro; se notaba en el ambiente. Había grupos de alumnos y otras personas del pueblo  charlando en  diversos corros cerca de la puerta de entrada y se palpaba que algo anormal y grave había sucedido. A diferencia de cualquier otro día, no había risas ni tampoco las voces y juegos habituales. Enseguida relacioné mentalmente los sucesos de la noche anterior en el cuartel con este extraño ambiente.

Al vernos llegar  se separó de uno de los grupos  y vino corriendo hacia nosotros  Nando, el Bolas, un gordo rojizo que parecía que en cualquier momento iba a caerse de lo mal que corría.

—Dani, Suso, ¡esperadme!—Carmina y los otros parecía como si no existieran para él—, ¡esperadme!

Este Nando era un caso raro,  pues en los momentos de peleas o discusiones entre nuestra banda (los del cuartel) y alguna otra pandilla del pueblo o del cole, él, que no era de los nuestros,  siempre se ponía de nuestra parte, en un extraño ejemplo de cambio de bando. El Bolas decía que lo hacía porque era muy amigo mío y para él la amistad era lo más grande.

Cuando llegó a nuestra altura no podía ni hablar de lo agitado que estaba. Tuvo que pararse,  doblándose hacia delante para recuperar el resuello.

—¡Venga! ¡Demonios!, dinos que pasa—le increpé yo,  agarrándole por el brazo.

—La profe, la profe… ¡Está muerta!, ¡está muerta!—respondió con voz entrecortada.

—¿Cómo que está muerta? ¿Quién se ha muerto?

En esto  el Bolas se puso a llorar. «Doña Isabel está muerta…, la han matado».

Vi que Carmina salía  corriendo hacia un grupo de amigas suyas que estaban abrazadas, llorando. También vi  que llegaba tras nosotros una pareja de guardias civiles a lomos de sus bicicletas. Uno de ellos era el padre de Suso, pero no nos dijo nada al pasar a nuestro lado, como si no nos hubiera visto. La gente se apartó para dejarles paso  y en medio de un espeso silencio  entraron de inmediato en el colegio, dejando las bicis aparcadas en la puerta. Esa imagen de los guardias pasando por entre la gente me había distraído momentáneamente de lo que había dicho el Bolas.

—¿¡Qué demonios has dicho!? ¡Explícate, vamos!—. Y se explicó.

—La encontraron muerta anoche en su casa. Aún no hay nada claro, pero la gente dice que la han matado a golpes… Hoy no hay clase, nos lo acaba de decir don Juan.  Nos ha ordenado que nos vayamos, pero nadie se ha movido de aquí.

En esto ya nos habíamos acercado a los grupos de alumnos que había cerca de la puerta. Nunca había visto nada igual: las chicas, lloraban,  abrazándose entre ellas y los chicos o miraban al suelo  asustados o hablaban  como en susurros, como temiendo molestar a alguien.

Pero yo ya no escuchaba nada de lo que me decía ni Nando, ni nadie. Casi no podía respirar. ¡La señorita Isabel!, Isabel.  ¡No podía ser cierto!  ¡¿Cómo iba a estar muerta?!

Ella era mi profesora de literatura, pero era mucho más que eso. Era la persona que hacía que me encantara venir al cole. Por ella me había aficionado a cosas nuevas este año, como por ejemplo a la lectura de libros, tanto nuevos como  antiguos (clásicos, que diría ella), al teatro, hasta a la poesía.  Pero también era mucho más que eso para mí. ¿Era?

—Dani, Dani, ¿qué haces?, ¿te pasa algo? Estás muy pálido—dijo Suso sujetándome por los hombros y zarandeándome.

—Déjame en paz—respondí, apartando bruscamente sus manos de mis hombros.

—¡Atención! ¡Atención!  ¡Escuchadme todos! ¡Guardad silencio un momento!

Se oyó la potente voz de don Juan, el director del colegio,  que había salido para comunicarnos algo.

—Imagino que ya todos conocéis la trágica noticia de la muerte violenta de la profesora  Isabel Martín. Pues bien, teniendo en cuenta que por una parte la Guardia Civil debe investigar en el centro  y por otra,  que el claustro de profesores estamos destrozados, y además por respeto a su memoria,  hemos acordado suspender las clases durante dos días. Aprovechad  para repasar, haced ejercicios y pasad apuntes a limpio. También debéis rezar; debéis pedir por ella y por todos nosotros, que  lo vamos a necesitar y también por la Guardia Civil para que atrapen cuanto antes al asesino.

»¡Ah!, otra cosa, si alguno tuviera algo que decir  por haber visto algo anómalo o extraño o conocer cualquier cosa  que pudiera ser una pista,  debéis decírselo ahora mismo a la pareja de la Guardia Civil que está en el colegio. Todos debemos colaborar en lo que podamos.  Quizá  los guardias necesiten hablar con alguno de vosotros por la investigación. Procurad estar siempre localizables.

Yo ya no quise ver oír más. A pesar de que estaba empezando a chispear, decidí no ir a casa directamente, sino que encaminé mis pasos en dirección contraria, hacia la carretera de Valladolid. No le dije nada a nadie; necesitaba estar solo.

No podía estar pasando aquello. ¿Quién podría tener tanta maldad como para matar a una mujer como Isabel?,  tan hermosa, tan lista, tan culta, tan buena…

Yo debería ayudar, pero, ¿cómo? Mi padre jamás comentaba nada en casa de sus temas.  Si yo me enteraba de algo era siempre por los otros chicos del cuartel que sí que oían cosas en sus casas  y luego las compartían con los otros.  Como aquella vez hace un par de años en que abusaron de una niña del pueblo dejándola malherida y vejada (esa fue la palabra que me dijeron, ‘’vejada’’,  y que yo nunca había oído hasta entonces,  y que a mí me sonó y me seguía sonando como si la hubieran dejado sucia o manchada). Suso me contó cómo descubrieron que el agresor había sido un vendedor ambulante de cuchillos y otros utensilios  de cocina  que había pasado por el pueblo y que a pesar de haberla atacado aquella noche con la cara cubierta y en una calle oscura, debió dejar alguna pista, pues a los dos días lo habían detenido los guardias  cerca de Valladolid y lo  habían traído al cuartel esposado y con la cara llena de moratones. Lo de su llegada al cuartel no me lo contaron, eso lo vi yo  con estos ojos y esa noche pasé miedo,  pues el detenido  pasó la noche encerrado en un cuartucho del cuartel que hacía las veces de calabozo, justo debajo de nuestra casa. Al día siguiente  le pregunté a mi padre que le pasaría al criminal aquel y me contestó que eso era cosa de los jueces, que yo no me preocupara por aquello, pero que esperaba que éste no volviera  a atacar a ningún niño.

Después de andar un buen rato caminando sin rumbo me di cuenta de que había llegado al parque de la Bola, que lógicamente estaba vacío a esas horas de la mañana, y me senté en un banco que dominaba desde lo alto la carretera que atravesaba el pueblo rumbo a Valladolid. Me estaba mojando, pero me daba igual. ¿Habría escapado por esa carretera el asesino?, o estaría escondido en alguno de los matorrales que se divisaban desde aquí. Aunque parezca extraño, esta vez no me dio miedo. Me estaría haciendo mayor.

Por más que lo intentaba, no lograba imaginarme a Isabel muerta; por cierto, que no sabía aún como había sucedido. Muerte violenta había dicho don Juan. ¿Habría sido con un cuchillo, con una escopeta, con las manos…? ’’A golpes’’ había comentado alguien en la puerta del colegio.  Pero solo me venía a la mente su sonrisa o directamente su risa, algo escandalosa y contagiosa.

—Muy bien,  Daniel—ella me llamaba siempre así, Daniel, no Dani, como si yo fuera ya un hombre y no un muchacho de dieciséis años—, te estás superando. Aquí hay madera de escritor, te lo digo yo—, me decía al darme corregida la última redacción que nos había pedido—. Solo tienes que hacer dos cosas para llegar lejos en este maravilloso mundo de la escritura: una,  leer mucho, no parar de leer y leer de todo, pero preferentemente cosas buenas y la otra, vivir mucho.  No renuncies a nada que tenga intensidad o que desees con toda tu alma. Vive tu vida como creas que debas vivirla, exprímela y ya verás como los temas para escribir te vienen solos.  Un diez.

 Yo estaba enamorado de ella. Eso no lo había apuntado en esta especie de diario que estaba escribiendo, pues en casa no había sitio para los secretos, pero me hubiera gustado escribirlo, y no una, sino mil veces y aun más. La amaba desde que llegó a principios de curso desde Valladolid para sustituir a don Fernando y entró  en clase con aquella melena rubia suelta, con aquel tipazo que te dejaba sin respiración, con aquellas ropas de mujer de mundo. Yo no sabía cómo vestían las mujeres de mundo pero me gustaba esa expresión que había oído en alguna película. Además era evidente que no vestía como las mujeres del cuartel, o las del pueblo; no, ella tenía otro estilo. Suso me dijo una vez que Isabel debería tener genes de algún antepasado germánico, que ni sus rasgos ni sus ademanes  eran celtibéricos. Ese condenado de Suso hablaba así de cursi en ocasiones.

Me vino a la mente  un poema que le regalé el día de su cumpleaños, hacía tan solo dos o tres  semanas. Con lo que me había costado acabarlo me lo sabía de memoria y lo repetí en mi mente varias veces mientras notaba que por mi cara corrían mezcladas gotas del agua de la lluvia y gotas provenientes  de mis ojos.

Se lo di en secreto, muerto de vergüenza, no solo por ella, sino por los otros de la clase. Si se enteraban de eso lo iba a pasar realmente mal. Me despellejarían.  «¡Ahí va el mariquita que le regala poesías a la profesora! ¡Pelota, qué eres un pelota!».

Ella estaba sola,  sentada en su mesa y ojeando uno de sus libros, descansando en el tiempo de recreo.  Su reacción fue sorprendente: lo leyó concentrada una y otra vez, varias veces. Se le humedecieron los ojos y me miró. Me miró como nunca antes me había mirado.  Después de unos segundos de silencio en los que me puse muy nervioso, ella se levantó, se acercó a mí  y me acarició  el pelo, diciéndome:

—Si no fueras tan joven  me casaría contigo, mi pequeño Garcilaso.  Eres el  hombre con más sensibilidad que he conocido. Guardaré toda mi vida este tesoro de poema que me has regalado—dijo esto  haciendo desaparecer la cuartilla con el poema entre las hojas del libro que estaba leyendo.

Después, se acercó a mí otra vez y me dio un beso en la mejilla. Yo no podría describir lo que sentí en ese momento,  pero creo que me puse mas colorado que un tomate, porque notaba como me ardía la cara, como si tuviera fiebre, notaba cómo mi corazón latía de una manera que parecía que iba a estallar y de la emoción no acerté ni a despedirme, ni tan siquiera la dije ‘’Feliz Cumpleaños, Señorita’’.  Yo ya había experimentado otros  besos con las chicas (tampoco tantos), pues ya había tenido algunos ligues, pero aquello no se parecía a nada que me hubiera pasado antes, ni siquiera a los besos con Andrea. ¡Isabel me había besado!, y me había acariciado, y con aquel beso y aquella caricia  y con el poema que yo le había regalado se había establecido una relación muy especial entre nosotros. Un vínculo irrompible.

Y ahora estaba muerta. Pensé que podría ser una pesadilla, que me llamaría mi madre en cualquier momento y que respiraría tranquilo al ver que todo era un sueño. En Olmedo no pasaban esas cosas, aquí nunca había habido un asesinato: peleas, sí; robos, también, aunque pocos, pero crímenes…, jamás. 

 Me alegré de haber venido solo al parque, así nadie me había visto las lágrimas porque estaba llorando a moco tendido y ya tenía el pañuelo empapado.  Bueno, el pañuelo y todo lo demás, hasta la cartera. Esperé un buen rato allí sentado, rememorando cada detalle de mi relación con ella, intentando también recordar si había visto algo extraño o sospechoso en los últimos tiempos, pero no se me ocurría nada. Es más, últimamente se la notaba especialmente dichosa y alegre, incluso nos había contado un día en clase sus planes de hacer un viaje a Italia al llegar las vacaciones,  en compañía de unas amigas de Valladolid. Dijo burlona: «Si alguien se apunta, será bienvenido».

Sí que es cierto que por el colegio habían corrido rumores sobre supuestos pretendientes de Isabel; se hablaba  de un  novio secreto que tenía en Valladolid, incluso se llegó a hablar de que Rogelio, el guardia,  también estaba detrás de ella. La Guardia Civil debería investigar a todos ellos. ¡Menudo lío para Rogelio como  aquello fuera verdad! También se decía a veces que era un poco rara. Se comentaba que cómo era posible que una mujer tan guapa y tan culta como ella no tuviera ya un novio como Dios manda, o incluso que estuviera casada. Esto último se lo había oído comentar a las mujeres del cuartel. También criticaban la ropa que solía llevar. A la gente le gustaba hablar demasiado.

Con el paso del tiempo (debieron pasar unas dos o tres horas)  me fui tranquilizando poco a poco y decidí partir hacia el cuartel. Además,  había cesado aquella llovizna que me había dejado calado. A ver que decía mi madre cuando me viera volver así a casa.  Quizá  me estuvieran buscando. A lo mejor yo también era uno de los sospechosos  por la especial relación que había tenido con ella y a esas alturas ya era lo nuestro conocido por los guardias, incluso por mi padre. Realmente no sabía a quién habría contado ella lo de mi poema y lo de  aquel beso. Aquellos pensamientos me llenaron de temor y de angustia. Debería andar con mucho cuidado. Además estaba el asunto de lo que había estado haciendo el domingo. No quería ni pensar en tener que dar explicaciones de ello.

Llegué a casa a la hora de comer y respiré aliviado al ver que nadie me había echado de menos,  pues la atención de todos estaba puesta en el crimen y sus novedades. Por lo visto había venido el capitán de Medina del Campo y, según decían todos, se mascaba la tensión en el cuartel.

Durante la comida (sin la presencia de mi padre, que comió algo es su despacho), escuchamos las noticias en la radio, como siempre,  y nos sorprendió esta información suministrada por un supuesto ‘’enviado especial al lugar de los hechos’’:

«Un horrendo crimen ha tenido lugar la pasada noche en el vallisoletano pueblo de Olmedo. La profesora del colegio local Fernando III el Santo,  Isabel Martín, de veintiséis años, natural de Ledesma,  provincia de Salamanca,  fue encontrada anoche, a eso de las diez y media, muerta en la casa que compartía con una compañera del colegio, en medio de un charco de sangre. Precisamente, fue esta compañera la que se encontró con esta horrible escena al volver a la vivienda. El portavoz de la guardia civil no ha querido comentar el asesinato, tan solo ha indicado extraoficialmente  que no ha habido detenciones por el momento y que la guarnición local de la Benemérita ha sido reforzada con especialistas enviados desde Valladolid para la pronta solución del caso. Mientras tanto,  se están lanzando por parte de las autoridades llamamientos a la calma y a la colaboración ciudadana».

Seguiremos informando desde Olmedo…

«¡Válgame Dios!», dijo mi madre, a la vez que se santiguaba.

Yo me quedé pensando en quién sería ese llamado portavoz de la guardia civil. Cualquiera menos mi padre, seguro. Imaginé que sería el sargento, como comandante de puesto.

Pasé la tarde encerrado en mi cuarto, haciendo como que estudiaba; no quería ver a nadie. Tan solo a última hora accedí a salir cuando mi hermano pequeño se puso pesado para que jugara con él al parchís. Por no escucharlo le dije que sí. Después, mi madre me mandó llevar la cena a mi padre (bueno solo era un bocadillo de tortilla, un vaso, una jarra de agua y una manzana) al despacho, donde estaba reunido con algunos guardias.

Me sobresalté tanto al oír las voces de mi padre cuando me acercaba a la puerta de su despacho  que casi se me cae la bandeja al suelo:

 —¡A mí sus intimidades me importan un pimiento!—. Me quedé como en suspenso, sin saber qué hacer y solo cuando le oí hablar de nuevo, aparentemente más calmado, me decidí a llamar a la puerta. ¿A quién le habría dicho aquello? No llegué a enterarme porque me ordenó que dejara allí fuera la cena y que me marchara.

El segundo día sin clase  también se me hizo eterno. No teníamos ganas  de jugar a nada y mucho menos de ponernos a estudiar o a pasar apuntes como nos habían indicado. Andábamos como perdidos, o al menos eso es lo que me parecía a mí, intentando asimilar lo que había ocurrido. Para muchos de nosotros aquella era la primera vez en nuestra vida que veíamos  la muerte tan de cerca.

Ese día, el martes, a las doce de la mañana,  hubo una misa funeral en la Iglesia de San Miguel. Según se decía en los corrillos, porque todo el mundo contaba cosas, ya habían acabado la autopsia (primera vez que yo había oído esa palabra y que por lo visto ahora todo el mundo usaba como si fueran expertos en el tema) y después de la misa funeral la familia se llevaría el cadáver a Ledesma para enterrarlo allí.

La iglesia estaba abarrotada. Realmente eso no era muy difícil porque es bastante pequeña, que no sé yo por qué eligieron esa Iglesia para esta misa, aunque para mí es la más bonita del pueblo. Mucha gente se tuvo que quedar fuera, en la explanada de la entrada y como había mucho ruido, pues la gente del exterior  no paraba de hablar, el cura, don Ramón, hizo cerrar las puertas. Antes, había visto entrar a la que supuse sería la familia de Isabel: los padres, los hermanos y  otros familiares, todos de riguroso luto. Estaban destrozados, sobre todo la que debía de ser la madre, que casi no podía ni andar. La llevaban del brazo dos jóvenes, que supuse yo serían hijos o sobrinos. Desde donde yo estaba pude oír como lloraban durante toda la celebración.

Los profesores del  colegio estaban allí al completo, con don Juan  al frente. Habían mandado una corona de flores que todo el mundo decía que era preciosa, pero que a mí me deprimió aún más. También había periodistas con sus cámaras a cuestas,  pero tuvieron la delicadeza de no andar haciendo fotos a la gente; al menos de una manera evidente. Al fondo de la iglesia pude ver a varios de mi pandilla, me hicieron señas para que fuera con ellos, pero yo preferí continuar solo.

Yo cometí el error de entrar pronto a la Iglesia y ponerme demasiado delante. Lo pasé fatal, me costaba respirar, como si me faltase el aire; el ambiente aquel estaba pudiendo conmigo, pero no podía salirme a media misa. Y encima la larguísima homilía de don Ramón.

No sabía yo  que el cura era tan amigo de Isabel, pero por lo visto sí que lo era. Habló mucho de ella, de lo buena, de lo generosa, de lo integra y honesta que era:  «un ejemplo para todos los jóvenes de hoy en día» (esas fueron sus palabras). Habló de la afición que compartían por la literatura, habló de su cultura y de su sensibilidad, nos informó  de sus obras de caridad (que yo también desconocía), insistió en el  recuerdo imborrable que dejaba aquella mujer en Olmedo y consoló como pudo a su familia. Ya acabando y casi con la voz quebrada por la emoción, bramó contra el autor del crimen y pidió, por un lado, que cayera sobre él todo el peso de la justicia, pero por otro, pidió a su familia fuerza cristiana para perdonar y no dejarse llevar por el odio.

Yo no entendí muy bien aquello. ¿Cómo se podía pedir ‘’todo el peso de la justicia’’ y a la vez pedir el perdón para él?

Acabada la misa, vi a mis padres algo más atrás de donde yo estaba. Yo salí, pero ellos se esperaron para  dar el pésame a los familiares de Isabel; por lo visto, mi padre ya los conocía. 

Esos días siguientes al asesinato hubo  una actividad frenética. Los guardias  preguntaban  cosas a todo el mundo y tomaban  nota de todo. Por el cuartel no paraba de pasar gente a declarar y también aparecieron por Olmedo muchos periodistas con sus bolis y sus cuadernos,  sus grabadoras y sus cámaras. 

Parecía que todo había cambiado en el pueblo. La gente estaba pendiente de los partes de radio  y de los periódicos, para ver que iban diciendo sobre este crimen y no se hablaba de otra cosa. Bastaba que la Guardia Civil mandase aviso a alguien para personarse en el cuartelillo o que una pareja entrase en cualquier casa para tomar declaración, para que se disparasen los rumores y las miradas desconfiadas.

Si que quiero comentar aquí un hecho que me impresionó. Dos días después el crimen (aun estábamos sin colegio) volvía yo al cuartel en bici, junto con varios de mis amigos cuando  encontré hablando con el guardia de puertas al profesor de Matemáticas del colegio, el ogro don Celso, que además no estaba solo, sino que le acompañaba su esposa, doña Delfina. Menos mal que la hija no había ido con ellos, habría sido ‘’muy incómodo’’ para mí ese encuentro. Lo sorprendente era ver la expresión demudada que mostraba el profesor, tan alejada de la arrogante y prepotente que solía exhibir en el colegio. Imaginamos todos que habían sido citados a declarar por lo de doña Isabel, y ya quien más, quien menos empezó a lanzar teorías y a hacer suposiciones al respecto.

Le saludamos lo más cordialmente que pudimos—«Buenos días, don Celso, buenos días, señora.» «Buenos días», respondió él  sin mirarnos; ella, ni eso. 

  En mi  casa estaba prohibido hablar  de este tema, al menos cuando estaba mi padre delante, que debo decir que andaba más serio y preocupado de lo normal (que ya es decir) y casi no le veíamos el pelo.

Ese mismo día  por la noche, como aun no teníamos colegio le pedí a mi madre permiso para bajar a ver una serie de televisión a casa del sargento Dionisio, el padre de Suso (echaban esa noche ‘’El Santo’’, que me encantaba y como nosotros no teníamos televisión, pues bajábamos a casa de estos amigos). En el descanso de la misma Suso me dijo al oído que quería hablar conmigo, que  tenía algo importante que contarme.

Salimos fuera, al patio, que en ese momento estaba vacío, aunque nada más salir, Lucas se vino corriendo hacia nosotros esperando que jugáramos con él.

—Escúchame, Dani: hoy al mediodía he oído a mi padre decirle a mi madre que  estaban investigando en tres direcciones en ‘’el caso de la profesora asesinada’’ y  que  de confirmarse una de ellas, la que además parecía más probable en ese momento, ello podría suponer un grave problema, tanto para el teniente como jefe de la Línea, como para él, como comandante de puesto.

—¿Qué  dices, bocazas? ¿de qué estás hablando?—le repliqué sorprendido. .

—¡Como lo oyes!  Eso fue lo que dijo mi padre con total claridad. Si no fuera verdad no te lo diría. Estuve  intentando enterarme de qué iba eso, pero no saqué en claro de nada más.  Mi padre acabó la conversación con un misterioso: «¡Sería un escándalo tremendo, tremendo!».

Me quedé pensativo; Suso nunca hablaba por hablar. Siempre parecía que andaba dos pasos por delante de todos, no solo veía cosas y se enteraba de historias que los demás ni olíamos sino que se fijaba en detalles invisibles para  nosotros, y además sacaba conclusiones que a los otros de la pandilla  no se nos ocurrirían.  Un día me contó que quería ser periodista, pero que cuando se lo dijo a su padre, al sargento, éste le dio un bofetón: «Deja de decir tonterías, tú harás una carrera como Dios manda, o si no… guardia civil».

Me quedé pensativo y preocupado y ya no me enteré de nada en la segunda parte de ‘’el Santo’’. ¿Qué podría ser aquello tan grave?

Cuando subí a casa saqué del armario un cuaderno nuevo, lo etiqueté como: ‘’Mi Agenda’’. Nº 3, y empecé a escribir sobre estos sucesos, empezando en el fatídico domingo. Esto de escribir sobre las cosas de mi vida también me lo había inculcado Isabel. Ella me había dicho: «Deberías escribir un diario, verás cuantas satisfacciones te da; además, así practicas la escritura y te vendrá bien».  Le hice caso, siempre lo hacía; aunque a mí lo de ‘’diario’’ no me gustaba, me sonaba a algo más propio de niñas. No, lo mío sería algo distinto; ya había completado este curso dos cuadernos, pero este tercero, por fuerza, sería muy diferente. Su muerte lo había cambiado todo. Ella me dijo que escribiera en él todo lo que se me ocurriera, que no me pusiera límites ni censuras, pero yo sabía que eso no era posible, que debía andar con cuidado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 2

Veinticinco años después. Salamanca, 21 de Enero de 1994.

¡Aquel maldito caso de Isabel Martín Caballero!  No he podido olvidarlo a pesar de los años que han transcurrido. Para ser prácticamente mi último asunto en la Guardia Civil la de quebraderos de cabeza que me dio, y no lo digo solo porque la presión del capitán Sarmiento llegara a ser insoportable; hubo más cosas negativas y dolorosas en aquel caso. Pero mejor vayamos por partes.

Lo he revivido en mi mente  decenas de veces, repasando todos y cada uno de los detalles y en esta ocasión  para asegurar la precisión de lo expuesto me ayudaré de  mis apuntes y de los papeles que he conservado, pues aunque Carmen se pase el día protestando por la cantidad de libros y de carpetas que he ido acumulando a lo largo de mi vida, ya debería saber que no me voy a separar nunca de ellos,  ni tan siquiera cuando estas memorias estén acabadas, encuadernadas  y repartidas entre mis hijos y nietos; estos papeles son parte de mi vida.

Recuerdo con total nitidez como empezó todo.

Olmedo,  4 de Mayo de 1.969, domingo

Todo empezó aquella noche de mayo  en la que me encontraba,  después de cenar,  en el cuarto de estar de nuestra vivienda en Olmedo,  haciendo el crucigrama  del periódico,  siendo solo alterada la tranquilidad y silencio de la casa por los ruidos que en ocasiones provenían de la cocina, donde estaba trajinando Carmen ayudada por Carmencita.

Entonces sonaron con  fuerza aquellos golpes en la puerta del cuartel.  Me parece estar oyéndolos ahora mismo.  Desde el momento que los oí supe que  algo grave había sucedido, incluso  antes de oír las voces angustiosas que llegaron a continuación: ¡’’Abran, abran por Dios’’!  Mi instinto me puso en guardia de inmediato. No tardarían en llamarme.

—A sus órdenes, mi teniente—dijo Fuentes plantado en posición de firmes en la puerta de mi casa—. Creo que debe bajar inmediatamente. Ha venido una señorita muy alterada a  informarnos de que su compañera de piso ha sido brutalmente asesinada.  Me acaba de decir, entre llantos,  que al volver esta noche después del baile a  la casa que compartía con la víctima  encontró a su amiga  tumbada en el suelo y bañada en sangre  y que ya no pudo ver más,  pues,  presa del pánico, salió corriendo y vino hasta el cuartel. Ya he avisado al comandante de puesto, que se ha quedado con ella mientras yo subía a darle parte.

—Está bien, baje usted  enseguida  y no se separen  de ella ni un segundo, que ahora mismo voy—le contesté—. ¡Ah! Y avise a Valdés, el escribiente,  que vaya también a la oficina para iniciar los atestados. Vamos a hacer el primer interrogatorio en el cuarto de armas. Y llame  también a Rogelio para que prepare el coche y lo lleve a la puerta. Saldremos enseguida hacia el lugar de los hechos.

Después de pasar por mi habitación para ponerme los zapatos y recoger la guerrera, el cinto,  la pistola y el tricornio,  me acerqué a la cocina y le dije a mi mujer:

—No me esperes levantada; llegaré tarde.

En aquel primer y rápido interrogatorio nos informó de muy poco aquella mujer,  que resultó ser una profesora del colegio llamada Lucia Montes Calvo.  Estaba sufriendo una especie de ataque de nervios y casi no podía ni articular las palabras. Esperamos a que se serenara un poco, para lo cual le dimos una taza de manzanilla y una pastilla de no sé qué que trajo Amalia, la mujer de Fuentes, la cual, por lo visto,  entendía bastante de ataques de nervios.

En cuanto se hubo serenado un poco, partimos hacia su vivienda los cinco: el sargento Suárez, los  guardias Aldecoa y Valdés, ella y yo, no sin antes haber mandado aviso de lo sucedido al Juez de Instrucción de Medina del Campo, don Venancio Villa González,  el cual a su vez se ocuparía de avisar al médico forense.

Antes de salir  hice también una llamada a mi superior jerárquico, el capitán Sarmiento, para informarle de los hechos  y solicitarle ayuda  en el tema de análisis científicos,  pues en mi línea, a Dios gracias, no éramos expertos en crímenes violentos ni teníamos medios avanzados para la búsqueda de pruebas incriminatorias.  En aquella época aun no se había creado el laboratorio de Criminalística en la Guardia Civil y lo más que podíamos esperar era la ayuda de algún experto de la Comandancia en estos temas y  que nos ayudara con sus conocimientos y sus medios. 

El capitán se comprometió a  hablar de inmediato con la comandancia para que  nos enviaran a alguien,  a la vez que me indicaba que al día siguiente por la mañana se desplazaría él mismo desde Medina a Olmedo para ‘’reforzarnos’’.

La casa estaba en una estrecha calle sin asfaltar   situada a las afueras del pueblo,al lado del camino que va a la estación.  Me sorprendió   que dos profesoras del colegio vivieran en un sitio tan alejado del centro  y en una casa aparentemente tan humilde.Lo  primero que observamos  fue que  había ausencia total  de iluminación en esa vía pública  y como la noche no podía ser más oscura constatamos que cualquiera  habría podido acercarse hasta la vivienda, entrar en ella,  asesinar a aquella pobre mujer y marcharse tan tranquilamente sin que  nadie hubiera visto nada. Si algún día hubo bombillas municipales en aquella calle, la puntería de la gente menuda habría dado buena cuenta de ellas.

 

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