Gina ya no va a la peluquería

Gina ya no va a la peluquería

Cuando Luis terminó de leer la carta en alto, se desplomó en el sofá, derrotado. Le habían denegado la prórroga de la prestación por desempleo. Miró a su mujer, quien envejeció una década en un solo instante. Se ató el mandil a la espalda por rutina inconsciencia y se dirigió muda a la cocina. 

Aún estaba en edad de trabajar pero nadie contrataba cincuentones. Ni siquiera le llamaban para hacer entrevistas. Llevaba varios meses sin cobrar mientras él y su mujer veían mermar sus ahorros. Lo primero era pagar la hipoteca y las facturas. Después, comer. Sopa de aire, legumbres viudas. Lo justo para engañar al estómago. ¿En qué maldita hora surgió la idea de vender el piso de toda la vida, que ya estaba pagado, por uno nuevo con piscina?, se preguntaba Luis. Mes a mes, los desayunos con sonrisa de Rosa languidecieron, así como sus risitas cuando él la abrazaba desde atrás mientras ella faenaba en la cocina. Habían planeado su jubilación muchísimas veces, y no era esta. Ni tan pronto.

Luis necesitaba despejarse. Preparó a Gina para el paseo. Caminaban por la acera sin prisa. Mientras Gina hacía sus tareas de perro, Luis, como siempre, observaba con atención el panorama. Algunas personas solitarias, esparcidas de forma estratégica, sentadas en bancos o apoyadas en farolas, miraban hacia un mismo punto. Eran rostros tímidos que disimulaban, en vano, con el periódico gratuito de la estación de tren. Leían con un ojo en el diario y otro en la parte trasera del supermercado: la fachada de cemento gris, no la azul y amarilla de la entrada, sino la que los clientes no ven. Cada mañana, los falsos lectores esperaban el momento oportuno. Otros se arremolinaban sin tapujos con sus carros y bolsas junto al contenedor del muelle de descarga. Esperaban con ansia contenida lo que el súper no puede poner a la venta y que desecha sin remedio: yogures, leche, embutidos de inminente fecha de caducidad, frutas y verduras deslucidas, conservas abolladas… 

Un vecino que pasaba por allí interrumpió a Luis.

–¡Gina, bonita! –saludó a la perra revolviéndole el pelo de la cabeza–. ¿Dando una vueltecilla?

–Como cada día –Luis sonrió sin ganas–. 

–Has cambiado de peinado, ¿eh, bonita? –Seguía revolviéndole el pelo y le rascaba detrás de las orejas. Gina se puso panza arriba en señal de aprobación–. Esto de los perros es un sacacuartos –levantó el rostro hacia Luis, con una sonrisa.

–Y que lo digas, Paco, y que lo digas –no le explicó que el nuevo corte de pelo ya no era trimming, una estudiada disminución del manto, específica de la raza, que realizaban a Gina en la ciudad vecina, y de la que tantas veces había presumido. Ahora solo le rapaban su cuerpecillo cilíndrico y le dejaban un flequillo más o menos simpático pero mucho más económico, pues se lo hacía Luis en casa con su máquina de cortar el pelo. Habían intentado dejárselo largo, pero el manto crecía sin límite y Gina llegó a lucir rastas ovinas. –¿Has visto la que se monta ahí todos los días? –cambió de tema y tanteó a su vecino sin quitar la vista al muelle de descarga–. Es una pena.

–Sí, bueno, menuda pinta de vagos redomados tienen. Mira qué aspecto. Parecen alimañas.

–Bah, total, si va a ir al contenedor, que lo aproveche alguien, ¿no crees? –lo miró directamente a los ojos, como buscando su beneplácito.

–¡A picar los ponía yo, así se les quitaban las ganas de holgazanear! Bueno, os dejo, que llevo prisa– se despidieron con otra risotada compartida, y forzada por parte de Luis.

En los días siguientes, Luis leía y releía la carta del Instituto Nacional de Empleo, como si pudiera desgastar la tinta y con ello la notificación desapareciera. Añoraba un filete. Un pescado. Un buen chorro de aceite de oliva. Sin ingresos solo podían afrontar una de las dos cosas: pagar facturas o comer.

Al cabo de un mes, Luis dio un giro en la ruta diaria de Gina. Concluyó que había finalizado su tarea de observador y cambió el paseo de acera. Tragó saliva y se internó en el muelle. Dio los buenos días, pero nadie le contestó. Sentía que los ojos de los demás acuchillaban su dignidad.

–¿Hay algo que pueda hacer? –sudaba como si tuviera rocío en la frente.

En las últimas semanas había aprendido el funcionamiento de ese microcosmos desde lejos. Antonia, la más veterana, repartía el trabajo. Unos barrían el aparcamiento, otros bajaban los cajones apilados en lo más alto y otros separaban la comida por grupos: verduras, conservas… Antonia distribuía la cantidad por persona. Lo miró de abajo arriba y le sostuvo la mirada.

–¿Sabes doblar cartones? ¡Pues arreando! ¡Y cuidado que el chucho no lo mee todo!

El sistema era sencillo: el supermercado se ahorraba personal y a cambio permitía que se llevasen los sobrantes. Antonia era la que daba la cara a cambio de una ración extra. No pasaba ni una. Al mínimo alboroto, se encargaba de que no volvieras a asomar por allí. El encargado se lo había dejado claro:

–Antonia, me la juego con esto. Si todos cumplimos, todos ganamos. Mantén el orden y no os faltará comida. No me falles. –La señaló con el dedo y las cejas subidas. Era lo más parecido a un trabajo que había tenido en su vida. 

Una hora después, Luis llegaba a casa con dos bolsones llenos de comida. No había sido fácil rodear el supermercado y atravesar la urbanización como si viniera realmente de comprar, con la piscina abarrotada de vecinos.

Su mujer lo recibió con los ojos empañados. Ambos comenzaron a colocar la compra en silencio, contenidos. Había cosas que hacía mucho que no podían permitirse, como jamón o copas de chocolate. Caducaban al día siguiente. Rosa recordaba con los labios apretados cuántas veces había tirado comida porque caducaba ese mismo día, sin importarle la diferencia entre caducidad y consumo preferente, sin tan siquiera paladearla antes por si estaba en buen estado. Quiso consolarse pensando que quizá habría ayudado a gente que como ellos ahora, lo aprovechaban. Pero eso fue en otros tiempos. Entonces nadie se arremolinaba en la parte trasera de los supermercados. Solo era tres años atrás y ya le parecían tiempos remotos.

Luis había esperado otra reacción. Pensó que Rosa lo recibiría con los brazos abiertos, que recuperaría su posición de macho alfa. Él siempre había llevado el sustento a casa. Pero ahora se sentía el ayudante del ama de llaves. Luis, ayúdame a limpiar la lámpara, Luis ayúdame a limpiar los ventanales, Luis vamos a hacer limpieza a fondo en la cocina… 

Al día siguiente Luis volvió al muelle. De nuevo nadie contestó a sus buenos días. Antonia le miró con fijeza y a continuación señaló con la barbilla los cartones pendientes de doblar. Debía de rondar los cuarenta, aunque aparentaba cincuenta, y pesaría lo mismo que una muchacha de trece años. Tenía una cola de caballo del mismo color que sus ojos y su futuro. O su presente. Luis nunca había recibido órdenes de una mujer. Tras dos décadas de capataz de obra en obra, no estaba acostumbrado. Se sentía más pequeño que Antonia. En contraste, Gina iba feliz. Para ella era lo más parecido a ir de caza en manada. No escatimó en saludos a los demás, aunque recibió la misma respuesta que los buenos días de Luis. Una hora después, ambos regresaban triunfantes a casa.

–Creo que voy a tener que llevar el carro, Rosa, porque las bolsas me destrozan los lumbares. Mira qué melocotones, solo están un poco golpeados, pero están maduros.

–Sí, sí, están muy bien –Rosa ni siquiera los miró. Colocaba en el mueble latas como de posguerra con una eficacia de autómata.

Luis sintió una punzada en el estómago y bajó los párpados, pero mantuvo el silencio. No le apetecía discutir otra vez. Él trataba de compensar la deficiencia económica implicándose más en las chapuzas de casa, y sobre todo, en salir cada mañana, esquivar a los vecinos, llegar al muelle, plegar cartones ásperos con manchurrones sospechosos, hacer acopio de productos agonizantes entre hienas entrenadas y volver a entrar en la urbanización con la frente alta. Esto último iba siendo cada vez más difícil, pues había sustituido sus polos y pantalones de pinzas por bermudas y camisetas publicitarias. Era más práctico para la tarea. También se afeitaba solo en días alternos, para no destacar entre sus compañeros de faena. Se esforzaba en plegar los cartones con gran eficacia, buscando en Antonia un posible ascenso, o lo que fuera que supusiera una subida de sueldo, es decir, productos en estado grave, pero no al borde de la muerte.

Al cabo de dos meses, Antonia ya le permitía clasificar productos. Al llegar cada mañana, Gina recibía algún que otro saludo y los buenos días de Luis recibían respuesta. Incluso intercambiaban impresiones sobre el motín de esa jornada. Se había hecho su propia rutina y se sentía útil, aunque Rosa continuaba con su papel de mantenida despechada.

–¡Ya no me parto la espalda con los cartones, Rosa!, por fin me encargo de clasificar. Eso me permite fijarme en lo mejor y así luego salgo ganando en el reparto. Mira qué buena pinta tienen estas acelgas –las alzó al sol que entraba por la ventana como si de un trofeo se tratase.

–Están marchitas. –Se las arrebató de un plumazo–. Mira, no tienen cuerpo, se caen, ¿no lo ves? ¿Eh, no lo ves? –Agitaba las grandes hojas verdes con desdén.

–No están como las de la frutería, pero no hemos pagado por ellas. Bueno, al menos no dinero, pero sí tiempo y trabajo –Luis moderó la voz y posó una mano en el rostro de Rosa. Parecía alterada.

–¿Trabajo? ¡Ja! Eso ya ni recuerdas cómo se hace. Te has convertido en un holgazán incapaz de traer un sueldo, como tus nuevos amigotes. Si mi padre levantara la cabeza… Su hija comiendo de la caridad… 

–¡No hablarás en serio! ¿Sabes lo que es bajar ahí abajo cada día? ¿Tienes la más remota idea de lo que se cuece ahí? –De nuevo regurgitaba un ácido que le quemaba el esófago.

–¡Tú al menos sales de casa! Mira, Luis, no puedo más. He hablado con mi hermana y me marcho a vivir con ella una larga temporada.

Luis se sentó en un taburete de la cocina.

–¿Me estás dejando, Rosa? –las comisuras de los labios se le arquearon hacia abajo y arrugó la frente.

–Solo es un paréntesis, hasta que mejoren las cosas. –Lo cogió de la mano.

–Así que si encuentro un trabajo, ¿volverías? –Luis la soltó–. ¿No podemos ir los dos allí y alquilar este piso?

Rosa negó con la cabeza a la vez que pegaba la barbilla al pecho. Luis apoyó la espalda contra la pared. Se percató de que Rosa le había preparado varias fiambreras y en el suelo el petate la esperaba. 

El hombre dejó de enfocar. Se le perdió la mirada en las acelgas mientras oía de fondo la puerta cerrarse tras de Rosa. Le colgaban los brazos a ambos lados del taburete y se le mojaba la cara desde los ojos hasta la barbilla. Gina se subió de un salto y le lamió una lágrima. Él le revolvió el pelo de la cabeza y ella se acurrucó en su regazo. 

Fiel a su rutina, Luis acudió al muelle a la mañana siguiente. Fue directo a su puesto y comenzó a clasificar productos sin mucho criterio, lanzándolos de mala gana a distintas cajas, pero con fuerza. Antonia se hizo la despistada. Un tipo nuevo plegaba cartones sin quitarle ojo. Llevaba una camiseta de interior de tirantes anchos, blanca en otro tiempo, que escondía una prominente barriga cervecera. Realizaba el trabajo despacio, pendiente de Luis con un ojo medio cerrado por el humo del cigarrillo que sus dientes casi grapaban.

–Eh, tú, el del chucho. Pon más cuidado, que nos vas a joder la comida a todos.

Luis le dirigió una mirada de esas que echan las madres cuando eres pequeño: dejas lo que estás haciendo y no se te vuelve a ocurrir nunca más hacerlo. Siguió a lo suyo. Daba igual si una lata reventaba un yogur o si añadía moratones a la fruta. Como una abrazadera industrial, el tipo cogió a Luis del bíceps y lo giró hacia sí.

–¿No te he dicho que cuidadito? ¿Eres sordo o te lo haces? –algo de saliva llegó al rostro de Luis.

–¡Eh, aquí no queremos problemas! Ayudas o te largas, ¿me has oído, nuevo? –era la voz de Antonia. El tipo la miró sin soltar a Luis.

–¿Qué es, tu chulo?

Luis intentó soltarse a la vez que notaba cómo dejaba de fluirle la sangre por su brazo fino como un alambre.

–Déjanos en paz. Aquí no nos gustan los problemas. Y suéltame, gordo de mierda.

El gordo lo lanzó contra la pared. Casi le parte la espalda. Se quedó sentado, igual de lánguido que las acelgas que Rosa había lanzado contra el fregadero, igual de inmóvil que mientras escuchaba la puerta cerrarse. De nuevo el ácido subió a corroerle los dientes. Se levantó como pudo y sin enderezarse del todo, corrió hacia la barriga del tipo hasta que hundió la cabeza en ella. Ambos cayeron encima de los cartones del suelo. Luis trató de alejarse a cuatro patas. El macarra no era ágil pero no era su primera pelea. Agarró a Luis desde atrás por el cuello de la camiseta y le soltó tal bofetón en la oreja que lo dejó boca arriba. Lo siguiente que oyó fue un pitido constante que se le mezclaba con los jaleos de sus compañeros. Aturdido, vio que Antonia discutía con el encargado. Ambos hacían gestos exagerados con los brazos y ella trataba de arrebatarle el móvil. Buscó con la mirada a su oponente mientras tanteaba el suelo. Se mondaba de la risa con la intención de encenderse otro cigarro. Los dedos de Luis encontraron una lata y se la lanzó sin esperanzas. Le partió una ceja y tuvo que recostarse en el suelo. Luis aprovechó para levantarse y comenzó a patear la barriga del enemigo. Gina ladraba como una loca, poseída, entregada. Alguien uniformado arrastró al cervecero al tiempo que Luis notó que le inmovilizaban los brazos en la espalda. Entonces vio el coche patrulla y se percató de la escena. No se reconocía.

A la mañana siguiente despertó en el calabozo con la sensación de que se le separaba el cuerpo de las piernas de cintura para abajo. Había dormido en el suelo. Y el ácido le quemaba de nuevo la garganta. 

–Eh, tú, el calvo, sal y firma aquí.

Por fin. No sabía cuánto tendría que estar ahí. No entendía de estas cosas. ¿Qué habría sido de Gina? Seguro que la habían mandado a la perrera. Se lo había preguntado al policía que le dio a firmar los papeles, pero le dijo que esos no eran los perros de los que él se encargaba. Cuando abrió la puerta de la comisaría escuchó unos ladridos acercarse. Esperó unos segundos a que sus pupilas se acostumbrasen a la luz solar. Una bola de pelo blanco corría hacia él casi arrugando el asfalto.

–¡Gina, mi Gina! –la alzó y se acurrucó en el pelaje del cuello de su amiga. –¿Qué haces aquí, pequeña?

–No me gustan los chuchos, no iba a quedarme con ella –Luis asomó la cabeza entre los lametones de Gina y vio la sonrisa de Antonia. A su lado, estaban algunos compañeros del muelle. –Vamos, que ha habido inventario y tenemos faena. ¡Andando!

El grupo, liderado por Gina, se marchaba calle abajo. Luis pensó en Rosa, y en lo sola que estaría con la viuda de su hermana. Sonrió de medio lado y echó la mano al hombro de Antonia. Ella apoyó la cabeza en el de Luis.

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