Después de un día en que la rutina o el estrés se han mostrado especialmente pertinaces, cuando el trabajo parece marcar únicamente una muesca más en el calendario, de vuelta a casa sólo me apetece abandonarme al placer silencioso y tranquilo de la observación. El libro que estoy leyendo, por interesante que sea, queda apartado, sus páginas mudas, y son las historias reales, la vida fluyendo ante mis ojos, todo lo que acapara la vagabunda atención de mi mirada. Cuando esto sucede, una extraña sensación se apodera de mí. Es como ser espectador de una película, sentado frente a su pantalla pero cobijado en el anonimato de su platea. Mirar los rostros de la gente, por ejemplo, es intentar arrojar luz sobre un enigma indescifrable. El rostro humano, ese misterio abismal. Cómo una pequeña cantidad de rasgos, con variaciones mínimas, puede dar como resultado millones de caras diferentes, en una ecuación de permutaciones infinitas, es algo que no deja de excitar mi curiosidad. Siento que el milagro escapa a mi capacidad de entendimiento, pero es agradable sucumbir al asombro ante aquello que no acabas de comprender.
Habitaba uno de esos días cuando contemplé, en las entrañas de la tierra, una sucesión de escenas que todavía retumba en mi memoria. Acababa de llegar al andén del metro. El próximo convoy aún tardaría en llegar unos minutos y decidí sentarme frente a una de esas pantallas enormes situadas entre vía y vía. En ese momento, las imágenes informaban del último atentado yihadista. Pensé que la realidad ya es a veces lo bastante difícil como para, además, recibir este mediático bombardeo de tristeza. A mi lado, un par de metros a la izquierda, se sentaba un señor mayor. No tendría menos de 70 años. Su rostro estaba surcado por arrugas profundas e infinitas, y su gesto perdido denotaba soledad. La pantalla reportaba ahora la última oleada de inmigrantes llegados a nuestras costas. Entonces, como espoleado por la noticia, el hombre, con expresión de asco en la palabra y odio en la mirada, escupió un fulminante «Se nos ha llenado España de gentuza». Parecía una de esas personas a las que el rencor y la amargura han hecho su víctima, alguien preso de un resquemor universal y quizá de una historia personal desdichada, traumática. Cientos de estas personas vagan por las calles de nuestras ciudades, perdidas, solas, guiadas a la deriva por la brújula de su desesperación, de su vacío, paseando su naufragio frente a nuestros ojos anestesiados.
Seguí mirando al frente, pero mi atención ya estaba cautiva. En ese momento llegó el metro. Una vez dentro, de nuevo tenía al hombre sentado a mi izquierda. La máquina arrancó y él comenzó a leer su libro. Sentí curiosidad por saber qué libro era. Tontamente, me preguntaba qué clase de lectura puede interesar a alguien capaz de semejante alarde de xenofobia. Llegamos a la siguiente parada y un tropel de gente inundó el vagón. Ahora, un joven colombiano, quizá ecuatoriano, se encontraba de pie junto al hombre, con su preciosa hija de apenas 3 años jugueteando a lomos de un triciclo multicolor de plástico. La niña empezó a hablarle al hombre, a sonreírle mientras le mostraba las maravillas de su simpático vehículo. Entonces se obró el milagro. La oscuridad se transformó en luz, el rictus seco en gesto amable, lo agrio se convirtió en dulce. El hombre, como un abuelo embobado ante las evoluciones de su nieta, sonrió de vuelta y comenzó a hablar con esa criatura de deliciosa piel de chocolate. Sus ajadas arrugas eran ahora surcos cincelados por la alegría, por la sonrisa. Era hermoso contemplar su metamorfosis, este festival de la ternura que de repente inundaba el mundo, su hipnosis frente al poder inmaculado y revolucionario de la inocencia. En los estrechos límites de aquel vagón el tiempo se detuvo mientras yo, hechizado, no podía hacer otra cosa que maravillarme ante la sencilla y espontánea belleza de la escena.
El metro continuó su marcha cabalgando entre estaciones. En una de ellas, se bajaron el hombre y la niña junto a su padre, tomando direcciones opuestas. El hombre, con andar vacilante, aún conservaba en su cara esa sonrisa dibujada, una expresión feliz que parecía reconciliarle con la vida y con lo bueno que pueda haber en ella. El metro se adentró de nuevo en la oscuridad y yo, todavía prisionero del gozo, sentí que mi corazón era atravesado por un fresco y terapéutico rayo de esperanza.
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