La primera vez que la vi me dio la sensación de estar viendo un animalito salvaje.  Sentí un fuerte impacto que tardé en identificar. No fue agradable, no. Isabelita debía de tener entonces unos 5 años. Transmitía una mezcla de curiosidad, junto con desconfianza y madurez impropias de un niño de su edad. No se parecía en nada a los niños que yo había conocido hasta entonces, en la gran ciudad.

Me habían trasladado temporalmente a trabajar al Sur y me costaba creer que en España, en las últimas décadas del siglo XX, pudiera subsistir el tercermundismo. Ahora creo que lo que sentí fue un miedo terrible a lo desconocido. Nunca había visto unos ojos tan negros. Recordaba aquella frase de Platero y yo que me habían hecho aprender de pequeña en el colegio “Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. Entonces yo había preguntado” ¿qué es el azabache?”. Y de golpe, comprendí esa frase viendo a Isabelita.

La vi un día de la mano de mi vecina, la mujer del librero, que me dijo que esa niñita siempre andaba por ahí sola y que la iba a llevar a su casa.  Le acaricié la carita cuando y me estremecí, porque su piel no era suave, tenía el cutis como el papel de estraza. Era morena, casi aceitunada con dos manchas rosadas sobre las mejillas, propias de las pieles acostumbradas a vivir muchas horas a la intemperie.  Tenía el pelo negro, despeinado y crecido libremente.

No sonrió, me miró a los ojos, desafiante y tampoco contestó a mi saludo. Pero en cuanto dejé de prestarle atención, se fue acercando a mí poco a poco y su actitud retadora dejó paso a la curiosidad y a una timidez ávida de cariño y de atención. De golpe, dejé de estar asustada y comprendí que toda su corta vida había transcurrido en medio de una lamentable precariedad material y afectiva, aderezada de una gran abundancia de ignorancia. Y casi de forma inmediata empecé a querer a aquella pequeña, a pesar de seguir encontrando incómoda su presencia y su demanda.

Un día la vi sola en medio de la calle jugando con unas piedras de la playa con las que formaba figuras de formas caprichosas mientras canturreaba: las apilaba, luego deshacía el montón las colocaba en hilera, formando círculos, luego  hacía un gran rectángulo…. No se dio cuenta de que yo estaba observándola hasta que pasaron unos minutos y entonces me sonrió como solía hacer ella, con la boca, con los ojos y con toda su carita.

–  ¿Qué haces en medio de la calle, criatura? ¿No ves que te puede atropellar un coche?

–  ¡Qué coche ni coche! Por aquí zolo paza el Antonio cuando baja del campo y siempre tiene cuidao con los chiquillos.

–  Anda vamos, que te acompaño a tu casa, dime donde es.

¡Diablo de chiquilla! ¡Siempre está por ahí perdía! Diría la madre cuando la vio llegar agarrada de mi mano. Y en vez de darme las gracias, le arreó un pescozón a la pequeña y la mandó “pa dentro”. Después me invitó a café.  Acepté más por curiosidad que por deseo de conversar y creo que la mujer hubiese preferido que no lo hiciera, porque estuvo todo el tiempo disculpándose y justificando lo desarreglá que tenía la casa.

Al entrar en la vivienda, se me cayó el alma a los pies. La puerta de la calle, desvencijada y con la cerradura rota, seguramente de alguna patada, daba paso a una entrada diminuta con paredes de enfoscado irregular. Había allí una cama plegada medio oxidada y cubierta con una sábana de incierto color. A la derecha, otra puerta cerrada con la pintura llena de desconchones. Por un arco sin puerta, se pasaba a una sala multiusos con las paredes irregulares y encaladas, de donde colgaban algunas fotos antiguas y amarillentas, enmarcadas en estaño y representando a 2 mujeres y a un hombre, vestidos de negro, con trajes de sirvientes o de campesinos de principios del siglo XX y una foto en la que había una mujer sentada y un hombre a su lado, de pie, con una mano apoyada en el hombro de ella. En un rincón, había una especie de altar hecho de yeso, con una estampa de alguna santa y unas flores de plástico ante ella. En el otro rincón, había un infiernillo de butano con dos quemadores y al lado un fregadero de piedra diminuto, lleno de platos sucios y algunos cubiertos, sobre el que una ventana de tragaluz daba un patio de suelo de cemento. En la sala había 2 sofás camas, que según me explicó la madre de Isabelita, por la noche se abrían y dormían dos o tres hermanos en cada uno. Al fondo estaba la habitación de los abuelos, en la que solo cabía una cama de matrimonio, con barandillas niqueladas, y en la que había que acostarse de perfil, porque no se cabía de frente. Una misteriosa cortina en la otra pared de la sala, ocultaba lo que debía de ser el único armario de la vivienda. Me dijo que allí vivían diez  personas, los abuelos, los cuatro solteros, ella y sus tres niños, y que se iban apañando como podían con lo que sacaba el abuelo en la venta ambulante. Ella había dejado a su marido que no era capaz de alimentarles y además no era bueno.

Era muy guapa aquella mujer. Mientras ponía el puchero al fuego para hacer el café, me fue contando sus penas, lamentosa, con victimismo y yo la observaba viendo sus rasgos finos, su piel tostada bajo el deterioro de unas arrugas prematuras y sus ojos negros y penetrantes, como los que había heredado su hijita. Le faltaban dientes, por lo que se tapaba la boca al intentar sonreír, más por cortesía que por bienestar y tenía una figura esbelta y bien formada que si no fuese por el vestido viejo y descolorido y por el delantal que llevaba encima, terminando sus extremidades en unas zapatillas de fieltro gastadas y agujereadas,  hubiese podido lucir espléndidamente.

Me daba un poco de aprensión tomarme aquel café, a pesar de los esfuerzos de la mujer por lavar un vaso de cristal irrompible todo rayado y servirme aquel líquido color resina, que resultó ser malta y no café. Pensé que al hervir, se habría purificado y empecé a beberlo a sorbitos hasta que regresaron del médico los abuelos y empezaron a regañar a la madre porque decían que Isabelita andaba demasiado suelta y que iba a terminar mal. Yo aproveché la desagradable disputa familiar para disculparme e irme sin haber apurado todo el café. La pequeña, entretanto, no había quitado ojo a toda la escena, medio escondida tras la cortina misteriosa.

Dos años más tarde, Isabelita empezó a hacer rabona y se venía a mi casa después de comer en lugar de volver a la escuela. Esperaba la hora que yo volvía del trabajo, pero no se atrevía a llamar a mi puerta, se quedaba en el umbral escondida, esperando que yo la descubriese al trasluz para responder a mis reprimendas con una sonrisa resuelta y cautivadora a la vez, consciente de que el precio de aguantar mi regañina le compensaba con tal de pasar un rato hablando conmigo y haciéndome preguntas sobre todo y sobre nada, sobre lo cotidiano y lo universal, pero firme en su cariño hacia mi persona y hacia lo que quiera que yo pudiera representar para ella.

Un día cuando, fingiendo sorprenderme, le repetí el habitual “¿qué haces aquí?¿no deberías de estar en la escuela a esta hora?”, sonrió como solía, pero en el caleidoscopio de su mirada percibí una chispa de culpabilidad y otra de anhelo: trataba de esconder algo, como si a la vez estuviese ansiosa de que yo lo descubriese.

–  A ver ¿qué tienes ahí? – dije para satisfacer sus expectativas

–  ¡Ná! – contestó ruborizándose.

Era una nota de la maestra, dirigida a sus padres, pidiéndoles que fueran a hablar con ella. El padre de Isabelita, alcohólico, maltratador y parásito social, no podía ser tenido en cuenta. Y en cuanto a la madre, medio analfabeta, era tímida e introvertida, sólo se comunicaba con su familia más allegada y la mitad de las veces era para discutir. Dijo que ella no tenía nada que hablar con la maestra y añadió:

–  La prózima vé que io m’ entere que ze va pa tu casa en vé d’al cole, le pego una paliza que la deho tieza.

Confieso que aquella noche lloré de impotencia. Pero tuve una idea. Al día siguiente había comprado un cuaderno, un lápiz, una goma y un sacapuntas y se lo di a Isabelita en cuanto apareció. Cuando le pedí que escribiera “mi mamá hace la comida” lo que garabateó fue: “im amam has al omia”. Una inmensa tristeza se unió a mi sentimiento de impotencia. La niña para entonces debía de haber cumplido los 7 años.

Algunos días más tarde, tuve que viajar a Madrid y busqué el asesoramiento de un profesional. Compré para Isabelita unos cuadernillos especiales para corregir los problemas de dislexia y para mí un par de libros de divulgación sobre problemas del aprendizaje. Y con ese material y grandes dosis de  buena voluntad, me puse a la tarea.

Había llegado el verano. Isabelita ya no necesitaba hacer novillos para venir a mi casa, pero siguió acudiendo puntualmente cuando yo regresaba del trabajo. No fue fácil motivarla, porque la primera vez que la obligué a sentarse durante media hora seguida delante de los cuadernillos, me miró con mucha rabia y estuvo varios días sin volver a aparecer por mi casa. Yo no estaba muy segura de estar haciendo lo correcto,  pero esperé pacientemente y al cabo de una semana volvió a presentarse con aire arisco. Aquel día le hablé con claridad: si quería que yo contestase a sus preguntas, antes teníamos que leer y escribir un rato. Aceptó a regañadientes, pidiéndome a cambio una buena merienda con chocolate de postre, lo que a mí me pareció bien.

Así que pum, pum, pum, a la tarea. A finales del mes de julio, Isabelita, era capaz de leer y de escribir sílabas, palabras y frases y me pareció percibir que algo dentro de su mirada de  azabache, empezaba a abrirse en abanico hacia un mundo por descubrir. Otro día la metí en la ducha. Gritó, aspaventó y hasta me insultó, pero salió de mi casa limpia, peinada y perfumada.

En agosto, quise descansar. Pero Isabelita no me dejaba, venía cada tarde a mi casa y me preguntaba con insistencia si no “íbamo a dá claze hoy” y me recordaba que hacía una semana que no se duchaba, aunque sólo hubieran pasado tres días.

En el curso siguiente, Isabelita disfrutaba con los cuentitos que yo le regalaba y me pedía  que le trajese comics, que su madre no tenía dinero para comprárselos.

Esta historia pasó hace muchos años. Yo cambié de trabajo, cambié de pueblo y no supe nada más de Isabelita, aunque nunca la olvidé. Hasta que hace unos meses, en pleno centro de Madrid, coincidí con la maestra del pueblo, que se había jubilado cinco años antes, y me dijo que Isabelita había estudiado enfermería y que creía que se había ido a trabajar a Barcelona.

  Madrid, verano de 2014

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