Desde hace años, desde entonces, anda por el barrio. Se sienta  en el mármol de una casa vieja, hundido en su decir, en discusión quién sabe con quién. La ropa, una fagina del negro hasta el verde grasiento, digna como todo él. Se incorpora mascullando soliloquios. Alto, delgado, a zancadas. Lenta, esa manera suya de pedirle otro día a la vida. Con miradas se comunica con el mundo, salvo cuando estira apenas su mano para pedir algo a un hombre que pasa. Diría que es tímido, o no. Más bien lo pensaba antes. No nos hablábamos, y yo no sabía de esos enormes ojos azules en una piel rojiza de soles y soles. La pelada, igual. Cabello, un solo rulo, dos matas a los costados de las sienes.                                                                           Alguna vez me hablaron sobre él. Me dijeron de su pasado de ingeniero o de abogado, de (No me acuerdo cómo me lo dijeron.) su desequilibrio mental desde la muerte de su madre. Hace unos días me enteré, un accidente. Murió toda la familia menos él. Un día, de pronto…., desapareció. Lo imaginé muerto. Pero regresó. Y le dije, cómo no hacerlo, que qué buen aspecto tenía.

-¿Qué me van a decir? Si yo lo sabía… Si no había solución. Si no queda nada. No tenía salida. No habá cómo… Se me fue la vieja, se me fueron los míos. La casa… El perro duró un tiempo. Hasta que quedó acostado, duro… Y mire que lo abracé para darle calor… Pero no hubo caso. Lo llevé al parque, cuando todavía no había rejas. Y lo enterré cavando con mis propias manos. Y ahora es puro pasto y florcitas, debajo de ese árbol bien forzudo.                  -Pero me miran. Para qué me mira la gente… Muero de calor debajo de este saco grueso. Sudo sin parar. Sudo tanto, que por momentos no veo por dónde camino. Me siento.               ¿Y si la cosa hubiera sido distinta? Pero es así, nomás. Y no pienso, porque el calor me borra la casa en que viví. Y de lo que fui… ¿a quién le importa?                                                  -Hay una abeja que visita yuyos, pero hay moscas que me siguen. Hay recuerdos. Hambre. El sol en la pelada. Madre mía… Y ya no pienso más. Voy a ver si alguien me da unas monedas. Las voy juntando cuando supero la vergüenza de pedir. Pido a algún hombre, pero no a cualquiera. Tengo dignidad, y cuando me sale, estiro la mano.

Lo esencial, tener puchos y yerba para el mate. A la mañana queda más de una montañita verde de yerba seca. Doy vuelta el mate cuando no da más, y la vieja del negocio de al lado me grita porque ensucio. Como los chicos, doy vuelta el mate, pero aquí no hay arena ni mar. Y ya no soy un chicos.

-¿Cómo me van a sacar la casa? Ya sé, porque no pago. ¿Y si no puedo? Pilas de sobres de servicios sin pagar. Pilas de cosas que envejecen en el pasillo, y yo tomando mate.

Mientras pueda, me voy a quedar en mi casa. La casa de mis padres… La cosa es que estoy solo. Y me lo banco más o menos bien. Aunque para eso tenga que haber olvidado mi título colgado en la pared de mi pieza. Y despacio, sin apuro, haya empezado a alejarme del centro de la casa. Porque ahora vivo… en el zaguán. Al principio, con colchón. Después, sobre las baldosas. Les conozco el dibujo como si las hubiera parido. Así son las cosas. Sé que cuando salga, y cierre esa puerta de roble que rechina, no va a haber vuelta atrás. Y que la casa será del Estado, de otros. Y a mí, ¿qué? Si ya no hay nadie que tenga encima un documento que recuerde quién soy. Quién fui. De dónde vengo. Qué importarán los años de estudio, si ése no seré yo. Seré una hojita en el aire, caminando.

¿Quién soy? Dicen que merodeo por este barrio. Que me siento sobre un mármol. Que aparezco siempre con la cara y el cuerpo limpios. Que no me rasco jamás.                         Dicen… Pero yo, mujer, familia, casa, madre, trabajo, pasado. PASADO. Quién soy. Cuando me ven gritando como un loco.

Despierto. La cabeza en sordina. Miro. Miro el techo. Acostado. ¿Quién me trajo a este lugar? Hay otros y otros y otros. Medio dormidos como yo. Medio gritando alguno.                             Esto tiene cara de hospital. ¿Cómo es mi cara? Me palpo la barba crecida, enloquecida. La cabeza sin pelo. Y a los costados, ásperos como la barba, dos manojos enrulados.                ¿Quién soy? ¿Alguien podrá decírmelo? Estoy acostado, pero algo en mí busca el mármol de cualquier casa, busca la casa de mi madre. Busca voces que me digan quién soy. Vienen a verme dos de blanco. Hacen gestos. Uno anota. Al fin me entero de que estoy en el Hospital Borda. ¿Quién habrá bordado esto que soy? Quiero saber algo más. Dejar de ser un nadie.   Quién me pondrá nombre, aunque no sea el que me pusieron cuando nací. Poder escuchar ese nombre, y dar vuelta la cabeza y responder, y abrir la boca y decir hola, cómo está. Cómo se llama.

Hace poco he vuelto a mi mármol. Muy cansado, pero medio entero. Yo diría que endeble.       ¿Qué haré con mi vida? Ahora que me reconocen y me hablan. ¿Qué hará de mí la vida, o yo con ella? Pero tanto me habitué a estar fuera de una casa, que del parador escapaba apenas podía. Y yiro sin parar. Y vuelvo a lo mismo A este modo de estar de a ratos sentado. De a ratos, caminando. Yo sé que es un círculo en el que me metí. Hasta que un día… No sé. Hasta que un día pueda pararme sobre mis pies, o me llevará la muerte… caminando.

Ayer me pregunté por qué a este hombre no lo acompaña algún perrito. Y se acuesta junto a él. Tal vez es tanto lo que rumia su cabeza. Y está tan sumergido en sus propias historias, que no hay lugar. No hay sitio por donde entre la luz. Cercado y solo. Opaco, se le adivina la risa bajo el bigote y la barba, pero sus ojos hablan. ¿Qué será de él? Los golpes, los recuerdos, la soledad, hicieron que fuera un ser con la vida a cuestas.

-Camino. Con mis cosas al hombro. Me siento. Me preparo un mate. Sigo pensando. Me río. Fumo.

Adela Carabelli      

               

                                                                                 

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