Harán seis años que ella visita este barrio. Y harán dos o tres generaciones que ellos siguen allí. Sus abuelos, sus padres y ahora ellos. Viven a veces de las limosnas, a veces de lo que los supermercados botan por las noches, a veces de lo que roban, total de algo hay que vivir.
Después de montón de trámites, papeleos, visitas de trabajadores sociales, cuestionamientos, invasión en sus vidas privadas…. Después de haberles abierto el refrigerador, después de haber recibido millones de críticas sobre la manera de criar a sus hijos, finalmente después… han obtenido por fin ‘un apoyo’ de no más de 350 euros para sobrevivir el mes. ‘Y para qué diablos me sirve ese dinero si cada semana tengo que aguantar a la trabajadora social, que si esto está mal, que si aquello está sucio, que si no cocino saludable… hay que ver que ellos no han estado en nuestros zapatos..’ espeta Isabela conteniendo su furia.
Ella espera, piensa una estrategia para ir más allá de la furia e intentar provocar una reflexión. Ellos no esperan. ‘¡Ya estamos hartos de vivir aquí, que todo el mundo nos mire como si fuéramos gitanos, rumanos o sudacas… pero usted sabe que somos españoles, nuestros padres, nosotros y nuestros hijos, y deberían tratarnos como tales!’ grita Mario. Ella hace una mueca fingiendo una sonrisa y para sus adentros piensa: ¿A qué viene esto? ¿Qué tiene que ver? Su memoria se invade de rostros conocidos, gitanos, africanos, rumanos y latinoamericanos. Pero se guarda sus memorias e intenta seguir con la conversación.
Apaciguados ya, retoman el diálogo. Ríen, cuentan (sus penas, aventuras, etc.), toman café, hacen cuentas, se preparan para la próxima visita de la trabajadora social… De pronto ella sabe que es el momento. De su bolso saca una hoja que contiene un texto y unas preguntas. Les propone leerlo y luego responder a las preguntas. No de muy buena gana ellos aceptan. Conforme avanzan el trabajo se animan, responden con interés, con preocupación y a ratos hasta con lágrimas. ‘¿Cuándo es la reunión?’ pregunta Isabela al final. Está lista para participar una vez más.
En el encuentro Isabela conoce a Martiza y Maritza a José y éste a otros. Y aunque no se atreven a entablar conversación directa, se miran, se reconocen diferentes, suponen de dónde vienen, sonríen, imaginan, forman un círculo y ella les da la bienvenida.
Hablan de los pocos recursos que logran obtener al mes, hablan también de sus viviendas. Isabela descubre que Maritza trabaja 16 horas al día para recibir el mismo dinero que ella recibe de la asistencia. Martiza descubre que José antes trabajaba como ingeniero y que debido a una “mala racha” se ha quedado en la calle . José descubre que Isabela no es gitana, aunque parezca, y que hace grandes esfuerzos por sacar adelante a su familia.
–¿Sólo ganas eso?
–Sí, y pago 100 euros de alquiler y envío otros 100 a mi familia en Ecuador.
–¡Madre mía! Pero si a mí no me alcanza para nada lo que yo recibo.
–¿Cómo haces para comer? Aquí cerca hay un comedor, la comida es horrible y la atención también pero si un día no tienes dónde ir, puedes ir allí, aunque de los que van la mayoría somos hombres.
–O te vienes a casa. No tenemos casi nada pero algo encontraremos.
–…
Y los diálogos siguieron. Ella está contenta por hoy. Por fin ha podido reunirlos. Reunirse con otros tan diferentes hace bien. Su experiencia le dice que hay que seguir intentando. Algo resultará de estos encuentros.
La siguiente semana está de nuevo de visita en el barrio. Una señora se le pone en frente y le dice ‘Oye, la próxima vez que vengas limpia bien, esa casa huele mal’. Ella se queda en blanco, no sabe qué decir, intenta sonreír… Isabela sale al paso y aclara en voz alta ‘No, no, ella no es ninguna chacha, ella no viene aquí a limpiar, ella es voluntaria así que la respetas’.
Ella, después de todo, se siente reconocida. Vale la pena seguir viniendo, vale la pena seguir creyendo…
Una vez dentro la casa de Isabela, todo se repite de nuevo: la furia, los gritos, las protestas, las quejas… pero ella sabe que hay que esperar a que se calmen y luego podrán hablar con confianza y con franqueza. Lo que no se esperaba es que el padre de Isabela estuviera allí, borracho. Cuando él está así, le da por recordar todas las penurias que ha tenido que vivir pero también todas las estrategias que inventó para sacar adelante a sus hijos. La visita durará más de lo planeado. El padre de Isabela está enojado, triste, desesperanzado. ‘Por muchos esfuerzos que hagamos, vamos a seguir hundidos aquí porque las ayudas que nos dan no sirve para nada. Yo vendía chatarra para ganar algo, pero ahora que vivo aquí, en el tercer piso, ¿dónde voy a guardar todo lo que he reunido? Ya no puedo clasificarla, ya no puedo trabajar. Dicen que nos ayudan pero ¿De qué sirve que nos den un piso si con eso nos quitan el trabajo?
Hay algo que no está bien, piensa ella. Ellos pueden ser capaces de dialogar con las autoridades por ellos mismos. Sólo hay que buscar las formas. Imagina otros proyectos… quizá si lo comparte con su equipo, juntos podrían crear otros espacios en donde se reúnan autoridades, estas familias, trabajadores sociales y todos los que quieran seguir buscando otra manera de vivir en sociedad.
Mientras piensa, un abrazo la sorprende por detrás. La hija de Isabela vuelve contenta del colegio porque su maestra le ha dicho que este año ha avanzado mucho. Isabela se siente orgullosa, por fin puede dejar nacer ese sentimiento con libertad. ‘Gracias, porque lo que mi hija está diciendo es gracias a usted, quizá yo no he aprendido mucho en esos encuentros, pero una cosa sí: la escuela es importante y que yo pase tiempo con mis hijos también’.
‘Gracias, de ustedes he aprendido lo dura que puede ser la vida cuando nadie les cree, cuando no se tienen oportunidades. Ustedes, mejor que nadie, saben lo que es vivir en la miseria. No se imaginan cómo admiro su valor para sacar fuerzas de donde no las hay y seguir luchando por el futuro de sus hijos’.
Así se despedirá ella el día que vuelva a Ecuador después de casi seis años, cargada de todas esas experiencias duras, difíciles, alentadoras y sobre todo esperanzadoras, sabiendo que otros seguirán recorriendo esos caminos.
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