Una Tragedia común en aquellos lodos.

Una Tragedia común en aquellos lodos.

Corrían los años 40 en las inmediaciones de Barcelona.

Alguien contaba que llegaron al barrio un amanecer, sin más posesiones que sus tres hijos, unos pocos enseres y unos bultos de ropas para cobijarse del frío invierno. Eran tan pobres, que hasta los que poco tenían se compadecieron de ellos.

Se instalaron cerca de las vías del tren, junto a una caterva de pobres que ya de tiempo atrás tenían las chabolas hechas miserablemente. Parecía que cuanto menos tenía la gente allí más sabían ayudarse entre ellos y esa amanecida fueron alimentados con algo de fruta, seguramente robada en algún huerto cercano y leche de cabra para los niños.

Como es natural los críos se mezclaron pronto con los de las demás familias que allí habitaban y a pesar de la precariedad que pasaban, los juegos distraían a veces esas hambres.

Siempre había alguna madre generosa que repartía un trozo de pan con los pequeños mientras jugaban en los charcos.

No era lo mismo en los padres, que veían languidecer sus vidas sin poder hacer demasiado. Alfredo salía cada día de madrugada a buscar trabajo, maldecía el momento en que tuvo que emigrar de su querida tierra. Pero era inevitable se decía para sí, ya estaba hecho y era necesario sobrevivir. Su deber era ganar algo de dinero con el que poder comprar  alimento a su familia para mejorar las condiciones que tenían antes de llegar aquí.

Pero eran más los días que volvía sin nada que llevarse a la boca, que lo contrario. Cuando tenía suerte, lo empleaban en el puerto, entonces volvía contento, con pan, leche y envuelto en aquel papel tan rustico en forma de cucurucho, el pescado. Era muy duro trabajar en el puerto descargando barcos, o limpiando lúgubres bodegas sin haber comido.

Una fatídica mañana, uno de los críos salió a jugar cerca de allí, el día andaba encapotado y presagiaba lluvia. Cuando empezó a llover con insistencia, quiso resguardarse, pero mojado y asustado tomó el camino equivocado. Yendo directo a las vías, con tan mala fortuna, que lo último que pudo oír fue el ruido del tren acercándose.

A pocos metros de allí, la madre en un desgarrador presentimiento cayó al suelo desvanecida al sentir en su corazón que había pasado una desgracia. De ahí que alertó a la gente vecina y para mal, se hicieron ciertos esos horribles presagios.

El pobre maquinista no tuvo tiempo de hacer nada, y sintiéndose el hombre impotente ante tal desgracia, lloraba como un chiquillo.

La lluvia, el humo y el vapor condensado que despedía la máquina de tren allí parada, fueron  testigo de tan ingrato destino para aquel pequeño de seis años.

No fue consuelo que la gente del lugar les contara a los padres del crio, que no era el primero que había tenido ese cruel final. Aquello los sumió en el más profundo de los pesares.

Con un rictus agónico, sobrellevaron tanta tristeza como mejor supieron hacerlo, gracias a la ayuda de quienes allí malvivían. Este desenlace, era mucho peor, que todo el sufrimiento que llevaban en sus cuerpos hasta ese momento.

(Es malo ser pobre, pero peor es que la vida te arrebate tu mayor tesoro, un hijo.) 

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