Desde el principio no me gustaba…

Tenía los dientes ennegrecidos y una risa siempre maliciosa. Luego caí en que lo de los dientes se lo provocó la cocaína. Nunca mira, siempre acecha…

Qué habrá hecho que esta persona tenga esta oscura manera de ser… esta malignidad, este desasosiego constante…

Qué habrá en lo profundo de ese corazón… qué gritos nocturnos se ocultan ahí, qué rabia, qué miedos, qué dolor…

Una noche lluviosa, una alambrada rumienta, lluvia fría e intensa y un viento que parece sollozar. Hay cabras, ovejas y cerdos entre paredes derruidas. El agua ahora aguanta el mal olor que hay de costumbre. Los animales están mojados y tienen frío. La oscuridad es casi total, pero se aprecian unas montañas en el horizonte cortado por relámpagos. Sin embargo parece que esta oscuridad no es de la noche, sino más bien por la espesura y el gran tamaño de las nubes, pues entre los picachos de algunas montañas ¡hay luz!. La noche no ha llegado aún…

Estoy desnudo, sobre la tierra mojada y pedregosa, mirando todo a mi alrededor. Siento algo extraño aquí. 

Detrás de mí, en el bosque tras del montículo donde estoy no hay peligro. Lo inquietante está delante de mí, entre esos animales. Algunos tienen miedo. Quieren morir. Hace tiempo que la angustia se instaló en sus caras, en sus oídos, en su garganta… Hay un ente entre ellos que les produce frío en los huesos y gases en las tripas.

Todo empezó con aquellos gritos.

Un corderillo blanco amarillento, como reluciente. Era un ser distinto. El resto de los animales sentían un calor especial, acogedor al mirarlo. Él hacía que la hierba supiera de otra manera, el aire más transparente, incluso había pájaros que venían a beber y comer por allí cerca. A veces las ranas hablaban de noche.

Desde hace tiempo sólo se ha vuelto a ver algún cuervo y de noche sólo hay lluvia y el chillido constante del viento, que golpea algún cacharro de hojalata.

Una noche como ésta los ventrículos perdieron el ritmo, los tímpanos se endurecieron helados, la sangre se agolpó en la cabeza zumbando en los oídos. Las patas duelen de frío día tras día.

Un hombre viejo, maloliente, como de piedra y madera podrida entró a la caliente guarida del corderillo, donde dormía junto a su madre y de una manera totalmente inesperada, ese ser encorvado golpeó con el extremo de un hierro sucio y puntiagudo en la garganta del animalillo. Éste se puso a gritar y gritar, desesperado, hasta que las maniobras del hombre con el hierro le destrozaron el cuello. Sólo sentía cómo el aire de sus pulmones entraba y salía por entre los músculos de su garganta, que colgaban. Quería escapar, pero cada movimiento le disparaba el dolor y lo sujetaba aún más. Entonces sólo se oía la voz de su madre, entrecortada y electrizada y el chapoteo del hijo en su propio charco de sangre.

El ambiente se impregnó de un olor metálico. Durante un rato sólo se oyó el ir y venir de la madre, chocando en la oscuridad y gritando. Empezó a llover.

En el interior de cada uno de los seres encerrados en aquel lugar se prendió un fuego helado que iba creciendo despacio, latente, constante…

El hombre acaba de morir…

Estaba sólo, no lejos de aquí. Nadie lo sabe. Tardarán semanas en saberlo, quizá meses

Ha empezado a nevar hace rato… y es curioso, hace menos frío. Creo que mientras la endurecida y enjuta carne del hombre se pudre habrá unos hilitos de cierto aire espeso, templado, húmedo. Y a medida que la piel se acerca más y más al esqueleto, el frío pétreo y penetrante de este lugar se va a aglutinar en los huesos de este cadáver hasta hacerlos crujir y desprenderse.

Ellos no lo saben, pero la llama del interior de los animales ha parado de congelar sus espíritus.

Sigo desnudo. Echo a andar, descalzo hacia las ruinas valladas.

La puerta es una chapa vieja y sucia, atada a un palo con un alambre. Intento desenrollarlo, pero se quiebra. La chapa cae y se hunde en el cenagal. Ya nunca más impedirá a nadie ser libre. Sigue nevando y hay silencio. Sólo oigo mis pasos hacia donde están los animales. Ellos saben que me acerco. Me huelen y yo siento su inquietud. La mayoría, automáticamente se chocan entre ellos y ruidean nerviosos, pero en el fondo, donde estaba instalada su herida helada hay una emoción que casi no recuerdan.

Empujo la puerta de madera agujereada donde viven y se amontonan al fondo, nerviosos. Me miran a los ojos buscando mis emociones. Soy transparente para ellos. Se callan, se paran y empiezan a observarme, con las orejas enfocadas hacia mí.

La madre que perdió a su hijo, se acerca a mí despacio y me huele la mano. La lame un poco y sigue hacia fuera.

Cae una lluvia microscópica y suave. La nieve se ha derretido. Todo está empapado. Ya no hay inquietud en mí. Al darme la vuelta veo colgada en un hierro clavado en la puerta un trozo de piel de oveja. Es muy blanco y suave. Huele a lana y a campo. Lo cojo y me lo coloco de taparrabos. Me servirá de aislante cuando me siente. 

Salgo y veo la oveja traspasando la alambrada. La sigo y el resto de animales, en grupo, vienen detrás.

En la cueva que hay bajo mi guarida tienen paz y viven bien.

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