Una tarde de noviembre de hace mil doscientos años el señor McQueen se transformó en una gota de agua mientras se afeitaba y se filtró a través del suelo de su cuarto de baño atravesando el planeta de lado a lado en el tiempo que tardaba en canturrear el primer soul de la historia. De nuevo en la superficie tropezó con una caña de bambú y se cayó a un charco donde fue sorbido por un caimán de tres metros de longitud cuyo vigésimo séptimo descendiente sería usado para fabricar el bolso estrella que una vieja loca de Manhattan le encargaría a su marido para seguir aparentando una fortuna que perdería en dos meses de alcohol y tragaperras. El señor McQueen esperó hasta que el caimán se zambulló para deslizarse a través de uno de sus poros y dejarse arrastrar por la corriente de un río que siglos después tendría un color cobrizo debido a compuestos químicos que activarían la mutación de uno de los genes de un chaval llamado Lucas, al que sus padres le practicarían la eutanasia a los 7 años en vista de que le iba a ser muy complicado llevar una vida digna con tres narices y un tercer brazo pegado en la frente. Disfrutó del viaje en río como si de un tobogán se tratase y por fin llegó al mar, donde conoció a una bellísima molécula salada con la que tuvo trescientos billones de dulces hijos que una vez alcanzaron la mayoría de edad tuvieron que emigrar a otro océano en busca de un trabajo honrado para su condición acuática, al mismo tiempo que el señor McQueen se dejaba desintegrar por el Sol y se evaporaba hacia el cielo. Sin pedir permiso se adhirió a un gigantesco cumulonimbo que palpitaba como un corazón excitado a punto de estallar en mil desengaños y entabló amistad con un sicario de acento exótico que tenía un plan para salvar el mundo en caso de emergencia, sin saber que su sueldo había sido abonado íntegramente por un magnate petrolero del año 2038 a través de un agujero en el tiempo. Cuando creyó oportuno el sicario se arrojó al vacío acompañado de una legión de fanáticos y devastaron campos de cultivo al noreste de Bangladesh, donde un poblado que subsistía a base de arroz y trigo tuvo que ingeniárselas para alimentarse de arena y hojas de morera hasta que un sultán les prometió amparo a cambio de sumisión perpetua. El señor McQueen pensó que definitivamente él tenía otro motivo así que reclutó un ejército de gotas de agua dispuestas a acabar con aquello antes de que se fuera todo a la mierda, y se dejó maquillar por nuevos rayos de luz en los segundos previos a ser expulsado al ritmo de un trueno que rugió como una espléndida percusión de orquesta.

Y entonces llovió, llovió, llovió, inflamado de amor propio, y gritó a sus compañeros que no abrieran el paracaídas, ni acataran ser un simple número en la lista, ni agacharan la cabeza, y gritó que todos eran poderosos, que cualquiera de ellos bastaría para colmar el vaso. Y llovió, llovió, y llovió la tormenta perfecta en las favelas brasileñas llenando cántaros de oro líquido, y en las calles de Nueva Orleans, donde un grupo de niños negros que tocaban el saxofón descalzos comenzaron a bailar al son de las gotas estrellándose contra el suelo, y ningún gaznate se pudrió de sed, y ninguna tierra murió árida y abandonada, y los gélidos ventanales de lo que un día sería Madrid fotografiaron el momento.

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