Empezó a aburrirse de su vida fácil, de su vida programada para ser feliz. ¿Y qué es ser feliz?, se preguntaba: “tengo a mi familia, mis necesidades básicas cubiertas, el mar delante de mi dándome calma y una soporífera tranquilidad que a veces me hace recaer en la melancolía. Pero no es suficiente, quiero más…”
Quería algo más. Salir de su zona de confort, ya muy vista, y explorar otros escenarios. Otros sitios, otras culturas, otras civilizaciones o simplemente otras personas con una manera de vivir o pensar distinta a la suya. No necesariamente con más lujos, no era el caso, tan solo alcanzar las puertas del conocimiento: allí estaban. Y se fue a por ellas.
Con 19 años empezó a dejarse llevar por el viento, por la intuición, por la curiosidad impenitente necesaria para conseguir llenar ese vacío existencial. Decidió con medios muy precarios acercarse a una cultura diferente, tan cercana en la distancia como alejada en el tiempo: Marruecos. El viento le llevó hasta la cima del Toubkal, montaña poderosa y majestuosa en la cordillera del Atlas, dejando Marrakech en su corazón. Desde la cima observó un espectáculo que nunca olvidaría: en el horizonte, entre brumas y espejimos, el desierto del Sáhara. Se imaginó siendo Lawrence de Arabia cabalgando sobre su camello, rescatando bajo un sol despiadado a un hombre de su tropa que daban por deshauciado. Estaba cansado, pero feliz. La naturaleza le había regalado un recuerdo para toda la vida.
Le gustó la experiencia, y en un mundo adonde a veces cuesta sentir pasión por cualquier cosa, descubrió que tenía ya un objetivo en la vida: viajar. Conocer. Observar. Pensar. Degustar lo diferente.
No tardó demasiados años en volver a sentir la llamada del viento. Algo había en su interior que le empujaba a ello, no podía ni quería evitarlo. De nuevo con medios precarios, se lanzó a la aventura sin programación ni planes preconcebidos: más que suficiente disfrutar del camino, Shiddarta. Hacia Escocia, recorriendo Francia en un utilitario destartalado con fin de etapa continental en Calais, camino de las islas. En el barco, atravesando el estrecho, poco a poco fue divisando entre la niebla unos acantilados blancos de una altura colosal: los famosos acantilados de Dover. Esa imagen quedó en su memoria, y ya justificó el viaje simplemente con esa visión grabada en su retina. La naturaleza le volvía a regalar recuerdos…
Se dejó llevar por el viento muchas veces. Solo o acompañado, le daba igual. La mochila de recuerdos, antes vacía, empezaba a llenarse: Praga, Brasil, Argentina, Colombia, Italia…siempre escuchando al viento, siempre huyendo de la calma chicha. Y siempre sin programar los viajes, cuestión de principios: el mejor viaje es el siguiente. El que no planificas. El que no te esperas. El que te genera determinadas incomodidades pero imperecederos recuerdos. Y todo lo que no se olvida, sea bueno o malo, es algo que viaja contigo el resto de tu vida.
Cuando por su maldita enfermedad dejó de viajar, empezó a morir poco a poco mientras luchaba por aplazar el único viaje que nunca quiso hacer.
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