Ana la volvió a ver. Era una mujer alta, con la espalda tan recta y la cabeza tan erguida que parecía aún más espigada de lo que era. Estaba muy delgada y aunque tenía una cara muy bella, la dureza que había en su mirada le quitaba hermosura al rostro. Sus ropas parecían caras pero estaban de moda, y sus zapatos eran buenos aunque los tacones estaban muy gastados. Siempre había sido muy amable y educada con todos los trabajadores del súper, por ello, Ana se resistía a creer que esa señora pudiera estar robándoles sistemáticamente cada vez que aparecía por la tienda.
La primera vez que la vio meterse algo en el bolso no estaba segura, por eso no dijo nada a nadie: “serán imaginaciones mías, que estoy obsesionada con los ladrones”. La vio hacer algo raro con el bolso en la cámara de la carne, pero la señora no tenía pinta de dedicarse al robo en supermercados. Cuando la atendió en la caja, estuvo hablando con ella del tiempo tan frío que hacía. Fue muy amable y se sintió muy avergonzada cuando Ana tuvo que quitarle casi todos los productos porque no le alcanzaba el dinero para pagar.
A los tres días, la señora volvió a entrar en el súper. Esta vez Ana vio claramente como se metía en el bolso un paquete de garbanzos y otro de lentejas. La estuvo siguiendo durante un rato hasta que se puso en la cola de la caja, con una barra de pan como única compra. Ana fue incapaz de decirle que abriera el bolso y dejó que la señora pagara la barra y saliera del súper con sus dos kilos de legumbres en el bolso.
Ana llevaba mucho tiempo trabajando como cajera de un supermercado y tenía un ojo especial para los ladrones de supermercado, por eso sabía que la guapa y triste señora estaba robando para comer. Después del día de las lentejas y los garbanzos, volvió otros cuatro días más y en todos metió alimentos de primera necesidad en el bolso, unos días cogía leche, otros pasta, un día robó dos litros de aceite… Pero un día Ana vio cómo la señora se quedaba mirando unos caramelos de cereza con lágrimas bailándole en los ojos. Después de unos minutos, los metió en el bolso y se fue sin comprar nada.
Celia tenía un marido y dos hijas. Hasta hacía tres años su vida era feliz. Carlos, su marido, era arquitecto y tenía un estudio que funcionaba muy bien. Ella pudo dejar de trabajar gracias a las ganancias de su marido y se dedicó a cuidar de sus hijas. Pero con la crisis, la gente dejó de hacerse casas, y su marido tuvo que cerrar el estudio. Ella intentó encontrar trabajo, pero no lo consiguió. Así, en tres años los ahorros desparecieron pero los gastos seguían presentes: hipoteca, gastos de comunidad, de colegio… Celia tenía que hacer verdaderos malabares para conseguir cuadrar los gastos, muchos, con los ingresos, cada vez menores. Y llegó el día en que éstos desaparecieron. Se acabó el paro, las ayudas y los ahorros del banco. Empezaron a sobrevivir de los préstamos que les hacían la familia y los amigos. Pero llegó un momento en que también dejaron de prestarles dinero. El marido de Celia entró en una profunda depresión: no salía de la cama en días, no quería hablar con su mujer y ni siquiera soportaba la mirada de sus hijas. Se sentía el peor padre y esposo del mundo. No podía garantizar la comodidad de sus familias, bueno, es que no podía siquiera poner un plato de comida en la mesa. Durante meses se escondió entre las sábanas de su cama, pero llegó un día, terrible, en que Olivia, su hija pequeña, de 6 años, le miró infinitamente triste y le dijo: “papá, además de sin comida también nos estamos quedando sin amigas. Nadie me invita ya a sus cumpleaños y en el recreo no me dejan estar con ellas porque dicen que les miro mucho el bocadillo” Carlos abrazó muy fuerte a su hija y las lágrimas de ambos se confundieron en un único llanto. La niña lloraba al principio por la pérdida de su mundo, pero acabó llorando por la pena de su padre. Y Carlos lloraba porque su corazón no aguantaba ver los ojos de sus hijas llorando por un bocadillo. Esa misma tarde, mientras Celia y sus dos niñas iban a casa de la abuela a mendigar una merienda, Carlos cogió las pastillas antidepresivas que estaba tomando y se las tomó todas a la vez. Quiso dormir hasta no despertar. Porque sabía que su pesadilla de cada día no iba a terminar al despertarse.
Ana estuvo semanas observando a Celia en el supermercado. Jamás robó nada que no fuera comida, leche o productos de aseo personal de la marca blanca. Sólo el día de los caramelos robó algo superfluo. Un día, las dos salieron juntas del supermercado. Ana acababa su turno y Celia salía con su compra escondida en el bolso. La cajera se armó de valor y la paró en mitad de la acera. “Celia, me gustaría invitarte a tomar un café y charlar un rato” Celia se extrañó muchísimo, se llevaba bien con Ana pero no tanto para tomar café con ella. Supuso que quería abrirle el bolso y denunciarla. Las palabras salieron atropelladas de su boca: “verás, Ana, es que no tengo dinero para la compra, y mis niñas tienen hambre y yo estoy desesperada y mi marido se ha matado y…” Las lágrimas brotaron a borbotones de los bellos ojos verdes y un desesperado grito que la hizo doblarse por la mitad salió de su garganta. Ana la abrazó fuerte y sólo pudo decir “tranquila, tranquila” porque ella también estaba anegada en llanto.
Media hora después las dos estaban sentadas en una cafetería con los ojos rojos y las manos entrelazadas. Ana escuchó toda la historia de Celia sintiendo cómo la compasión del principio por una madre que no podía dar de comer a sus hijas se transformaba en rabia por no poder hacer nada. Celia le contaba que no tenían ningún ingreso desde mucho tiempo atrás. Ya hacía meses que no pagaba la hipoteca y estaba esperando el día en que le mandaran la carta con el desahucio. Había cambiado a sus hijas de colegio porque, por supuesto, no podía permitirse que siguieran en el privado. La pensión de viudedad que le había quedado se la retenían para pagar las deudas acumuladas por la empresa de su marido. “Estoy tan desesperada, tan harta de ver las caras hambrientas de mis hijas, de no dormir en meses, por el hambre y por la desesperación, que incluso he pensado en hacerme puta. Bajé una mañana dispuesta a ofrecerme al primer hombre que pasara por la calle, pero no pude. Simplemente, me puse a vomitar. Entonces fui al súper y robé la leche y las galletas para que las niñas desayunaran. Pero no salió bien, por lo visto, porque te enteraste tú” En ese momento apareció una leve sonrisa en la cara de Celia. Ana tenía lágrimas en los ojos y el café de Celia se enfriaba en la taza mientras contaba que sus hijas ya no le decían que tenían hambre. Simplemente la miraban con sus ojos demasiado grandes en aquellas caritas pálidas y consumidas. Seguían siendo preciosas pero la inmensa tristeza que había en sus rostros las hacía semejantes a esos gatos callejeros, escuálidos y de grandes ojos, que rebuscaban en los contenedores de basura las sobras de las comidas de los humanos.» Después, ya no me costó tanto robar comida, era para que mis niñas sobrevivieran». Ana entonces recordó cómo cuando sacaban la basura por las tardes había gente esperando en el contenedor para coger lo que para ellos no era apto para el consumo. Aquella tarde, en esa cafetería y con una mujer que robaba para comer enfrente, Ana supo que en España, país del primer mundo y del cual los políticos presumían por ahí, los niños pasaban hambre, los padres se mataban y las madres se lanzaban al robo o a la prostitución por un plato de lentejas. Estaba confusa, eso se lo había oído contar a su abuela cuando le narraba historias de la guerra. De cuando no comían más que los ricos y los pobres tenían que tragarse su dignidad si querían no morir de hambre. Y ahora, Celia le estaba contando lo mismo, que sus hijas desfallecían de hambre, y que ella haría cualquier cosa por un plato de comida. No podía creerlo. Entonces Celia le contó por qué robó caramelos: “ un día vi una bolsa de caramelos y pensé que hacía meses que no tomaban una chuchería. Mi corazón se rompió al pensar en que mis niñas no podían comerse ni un triste caramelo. Me metí los caramelos en el bolso llena de remordimientos pero pensé que mis hijas también se merecían comer caramelos, como los demás niños” Ana no sabía qué hacer. Avergonzada sacó el billetero del bolso y cogió lo que había, 35 euros, y se lo ofreció a Celia. Ésta cerró los ojos durante unos segundos y al final, su mano temblorosa cogió los billetes que Ana le tendía. “Ya está, ahora también soy mendiga, ya no me puedo rebajar más” Ana lloraba más que Celia, por la dignidad perdida de tantos miles de personas en España y por la impotencia de no poder hacer nada por ellos. “Vente al súper los viernes por la tarde que yo descanso y trae una lista con lo que necesites. Yo te hago la compra de la semana” Celia cogió la taza y se bebió el café helado. No sintió frío al tomarlo porque toda ella era un bloque de hielo. “Gracias Ana, lo haré” Nunca pensó Celia que la comida llegaría a su mesa gracias a la caridad de una cajera del supermercado. Pero tampoco pensó nunca que robaría ni que Carlos se suicidaría ni que sus niñas se quedarían sin amigas por la falta de dinero. Así que lo único que pudo hacer fue aceptar la caridad de esa extraña que había llorado con ella por el hambre de sus hijas.
Ana estuvo meses haciendo la compra a Celia. Conoció a sus hijas y aprendió a quererlas. La cita de los viernes ante el carrito de la compra las unió para siempre. Y así, Ana empezó a escuchar las historias de sus clientes en la caja con otra perspectiva. Ya no juzgaba al hombre que venía los sábados a última hora y se llevaba todas las bandejas de carne que ellos ponían a mitad de precio por estar próximas a caducar. Sentía la angustia de la viejita que con su escasa jubilación tenía que dar de comer a su hijo, a su nuera y a tres nietos. Se le saltaron las lágrimas cuando la gitanita de cinco años le contestó que “este año los Reyes Magos no van a pasar por mi casa, que hay mucha crisis” cuando le preguntó por los regalos de Navidad. Le parecía increíble que cosas tan normales como comer carne, tener una muñeca el día 6 de Enero o comprar unos caramelos, fueran actos prohibidos para una gran parte de la población española. Y se sintió impotente. Ella podía solucionar una parte del problema de Celia, podría comprarle una muñeca a la niña, pero no podría hacerlo con el resto de la población en riesgo de exclusión social.
Pensó que tenía que hacer algo y la respuesta vino sola, de la mano de una campaña que el banco de alimentos de la ciudad hizo en su supermercado. Recogieron comida durante dos días y la respuesta de los clientes fue abrumadoramente buena. Casi ninguna persona salía de la tienda sin dejar por lo menos un kg de arroz en los contenedores. Comida para bebés, galletas, arroz, pasta, latas de conservas… Entre todos consiguieron que por lo menos las cada vez más numerosas familias sin recursos pudieran tener alimentos. Ana habló con los voluntarios de la organización y se enteró de muchas cosas. Y entonces empezó a trastear en Internet y descubrió un montón de ONG que se dedicaban a intentar paliar las terribles desigualdades que en este país había. Y entre todas, por fin, Ana se decidió por una de ellas.
En su día de descanso, Ana fue hasta la dirección que encontró en Google y cuando abrió la puerta y dio las buenas tardes, todos la miraron fugazmente y la saludaron con una sonrisa apresurada. Había mucho que hacer y todas las manos eran bienvenidas. La llevaron a una sala y le encomendaron sin tardar que hiciera una selección de datos. A los cinco minutos ya estaba sola trabajando. Levantó la cabeza y vio a todos sus nuevos compañeros como abejitas zumbando tratando de conseguir dinero, ropa, subvenciones, gestiones con bancos, hablando con la gente…» Los políticos, pensó Ana, toman sus decisiones con la cabeza por que no ven los ojos de los que les piden ayuda. Estos voluntarios gestionan sus recursos con el corazón, porque están en contacto con la gente». Y en esa sala llena de gente nadie le hacía caso pero supo que por fin no estaba sola en la lucha.
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