Es una mañana cálida, preludio del verano. Salgo con Rafal a pasear, un perro guía, un encanto. No se le puede soltar, yo lo hago.

–  Disfruta, corre, juguetea – le digo.

     En un banco, absorto de cuanto le rodea, hay un chico sentado, me acerco. Alto, rubio, parece un atleta, tiene aspecto de ser de fuera.

–  Un cigarro – me dice poniéndose dos dedos delante de sus labios, como si fumar hiciese.

–  Llevo para liar – le digo -, ¿si quieres?

     Él no me entiende, lo veo en su rostro, le enseño el paquete y se encienden sus ojos.

–  Yo no sé – me responde algo tembloroso.

–  No te preocupes – le digo con una sonrisa, me siento a su lado y lío un cigarro -, mejor esto que fumar una colilla, ¿no?

–  Gracias amigo – me dice tras las primera calada que saborea con gusto.

     Lo observo, no huele bien, va mal vestido.

–  ¿Cómo te llamas?   

–  Iván.

–  ¿De dónde eres?

–  Polonia.

–  ¿Tienes trabajo?

–  Yo trabajar albañil – responde entrecortado -, ahora no trabajar pero querer trabajo.

–  ¡Uffff!, mal asunto, apenas hay “curro” y menos en la construcción. ¿Has desayunado? – le pregunto intrigado, él niega con un movimiento de cabeza-. Fuma el cigarro y espera, ahora vengo.

     Llamo a Rafal que lo tengo olvidado y me acerco a un bar cercano.

–  Un café con leche y un croissant para llevar. Calentito, por favor. Dígame cuanto le debo, voy al servicio.

–  Dos con sesenta, señor.

–  Aquí tiene – dejo sobre el mostrador y me dirijo al baño. “Caballeros” leo, ¡ufff, qué sucio! Entro al WC de señoras, de igual tamaño y suciedad. ¡Huyo corriendo!

–  Aquí tiene – acercándome la consumición.

–  Caballero, un poco sucio el baño, ¿no?

–  Será por “ese”, con el que ha estado hablando. Ha entrado a orinar y lo habrá ensuciado – me dijo con cierta ironía.

–  ¿El de señoras también? – le replico con sorna y rabia – Está sucio tanto el retrete como el lavabo.

–  Habrá entrado a los dos, el muy guarro.

     Cojo mi consumición y me marcho contrariado, dirigiéndome al banco, donde me esperaba Iván.

–  Toma el café y el bollo mientras lío otro cigarro, está calentito, ¡ten cuidado!

–  Amigo gracias, yo poco castellano – dando un sorbo al café, mientras mira cómo lío el cigarro.

     Hablamos de todo y de nada, con su pobre castellano, de lo dura que es la vida, de cómo perdió el trabajo, de su tierra, Polonia, de lo divino y lo humano. Se refleja en su cara la satisfacción de sentirse acompañado. Quedamos para otro día, él no se mueve, tiene por casa el banco.

     Yo cada mañana acudo con un café y tabaco. Es clara su agonía, sin asearse y mal alimentado, poco durará el polaco. Algo debo hacer, pienso, esto no lo arregla un café y tabaco. ¿Llevarle a asuntos sociales?, no quiere, lo hemos hablado. Así quiere seguir, buscando trabajo, que es difícil conseguir, sumido en la soledad de aquel banco.

     Otra mañana, unos mocosos adolescentes, le tiran chinitas subidos en el banco de enfrente, le hacen muecas, se ríen de sus tonterías. Me acerco observando, ellos no me ven, con Rafal a mi lado, jugando como cada día. Uno de ellos se vuelve de pronto, los demás allí siguen. Rafal se les queda mirando con gesto desafiante, quiere jugar con ello pero no se enteran.

–  ¿Qué hacéis molestando? – les digo.

–  Lo que nos da la gana – replica uno de ellos.

–  ¿Os parece bonito? Y… ¿si le digo al perro que te muerda las nalgas?

–  Igual te rompo la cara – asevera el más machote amparándose en la manada.

–  Seguro que tienes cojones – le digo sin pensar en su posible reacción -, cuando quieras empiezas. Si tienes ilusión, igual te llevas una sorpresa y algún que otro bofetón.

–  No hacemos nada – replica otro.

–  Pues si nada hacéis, daros un paseo a tomar el aire, por no mandaros a “tomar por culo”.

     Con tanto ajetreo Iván despierta desconcertado, no sabe qué sucede y se incorpora.

–  ¡Hala, a tomar viento fresco! – les digo – que el perro no ha desayunado y si ve que insistís, lo mismo os da un bocado.

     Rafal está extrañado, mira la pelota que no le tiro. Los muchachos agachan las orejas, bajan del banco y se van marchando.

–  Toma el café, Iván, que con tanto rollo se está enfriando y fumemos un cigarro.

     Hablando me dice que tiene prohibido entrar al bar de los sucios sanitarios.

–  Tómate el café y fuma el cigarro que ahora vuelvo – le digo.

     Me acerco al bar a comprar un bocadillo y ver sus lavabos. Me siento indignado.

–  Un bocadillo de tortilla para llevar, voy al baño.

     No es grata la sorpresa, caballeros y señoras, a cual más guarro. Salí pitando.

–  Caballero, ¿ha visto cómo están los sanitarios?

–  Me habré despistado y el guarro habrá entrado – me dice socarronamente el camarero.

–  ¿Cómo dice? – respondo sin salir de mi asombro.

–  Que seguro aquel – señalando hacia el banco -, entró a hurtadillas y los ha ensuciado.

–  ¿Cuánto le debo?

–  Tres cincuenta.

–  Pues tome y cómase el bocadillo, que aquel “guarro” a su baño no ha entrado y no quiero que coma algo hecho por sus manos. ¿Sabe qué le digo? Si viene sanidad seguro le mete un “puro” y le cierra el bar por guarro.

     Pasan los días e Iván sigue en su banco, el cuerpo cada vez más débil, sus miembros agarrotados. Cuando llego me sonríe, ¡todo un regalo!

–  ¿Qué tal Iván?

–  Hoy tener frío.

–  Toma, te traigo café calentito.

–  Gracias, ¿y cigarro? – me dice esbozando una sonrisa.

–  Claro, Iván, aquí tengo varios liados.

     Fumamos sin hablar, poco hay que contarnos. Hacerle compañía, que sienta calor humano, es lo que pretendo con un café y un cigarro.

     Transcurren los días, llega el crudo invierno. Salgo como todos las jornadas y me acerco al banco, una cinta me impide el paso. Personas alrededor, sanitarios y… ¡sorpresa, la policía! Logro ver o eso me parece, una sábana que cubre algo. La levantan y miro, ¡no me lo creo!, es Iván que allí yace. Se acerca un policía al verme, me pregunta si le conozco, le miro a los ojos y no puedo responder, la angustia me invade. Trago saliva y digo entrecortado:

–  Es Iván, el polaco. Un café y un cigarro le traigo como todos los días.

–  Pues “este” ya no fuma más, se ha acabado su agonía.

     Tomo el café, fumo un cigarro y me acuerdo de Dios. Me aproximo  enojado al bar del marrano.

–  Ya puede limpiar los baños – le digo enfadado -. Se ha muerto al que usted llamaba guarro.

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