La papelera

Palpo por enésima vez y con mis largos dedos el papel en el que se encuentra escrita la orden médica. La media hoja blanca de la cita está sobre una hilera de libros. Recuerdo bien que en el papel resaltabacon mucha claridad el logo de la entidad de salud que la identifica, en la parte superior derecha, y la firma del último médico que me examinó, más abajo pero en la parte izquierda.

La hilera de libros sobre la cual reposa el papel está con cierto orden en el anaquel más ancho del estante de madera, en la parte derecha de la entrada al saloncito que sirve de biblioteca, pero no hay señal alguna que indique cuál de ellos ha sido leído recientemente. Toco el canto de la madera del estante y, al palpar su redondez, me viene a la memoria la esbeltez de su figura, hermoso cuerpo que transito paso a paso sin afán. Cada fibra de mi cuerpo se estremece al roce de mis manos con su piel.

El salón carece de iluminación pero ésta no hace falta porque la claridad mañanera penetra por la ventana que está al lado opuesto de la entrada. Siento su manto tibio sobre mis manos y mis brazos. Todo aquí está dispuesto de tal manera que pueda desplazarme dentro del estrecho saloncito sin que nada me estorbe al ir de un lado a otro, y además para que con facilidad pueda yo identificar y alcanzar cualquier cosa deseada con sólo pasar la punta de los dedos. Mis manos, llenas de polvo y un poco temblorosas, todavía se mueven ágiles, aunque no hay mucho aquí en lo que se pueda destacar mi destreza…

 

Sólo ella sabe bien con cuánta habilidad empleo mis manos y mis dedos. Ella calla, y su silencio es un canto que me llena; sabe guardar ese nuestro secreto. Desplazo lenta y delicadamente mi mano derecha por todo su cuerpo, desde sus labios entreabiertos que gotean amor en su descubierto y delicado cuello… Cuento una a una las piedras de su collar, mientras mi mano izquierda se desliza por sus caderas. El tiempo inexorable no ha dejado surcos en su piel y no sé cuánto la ha acariciado el sol, pero eso no me importa; siento penetrar en mi ser toda la fragancia que emana de ella: olor a canela y sándalo, olor a jazmín y naranjo que azuza mis sentidos.

 

Los libros, a fuerza de palparlos a diario, pasando el canto de la mano derecha sobre el lomo, muestran ya una franja negra de suciedad. No lo supongo. Alguien alguna vez me lo dijo pero están en perfecta alineación. Parece que los hubiese ordenado con una regla, de modo que al palparlos de izquierda a derecha, de los más altos a los más pequeños, resalta una ligera inclinación. Debe ser una inclinación muy estética y, por lo mismo, bella, porque siempre me recuerda su vientre… su vientre… Desciendo desde la suave colina de sus pechos hasta esta llanura que alberga dispuesto ese jardín de dulzura…

Corre, amado mío, corre como un venado, sobre los montes llenos de aromas. Tu ombligo es un ánfora donde no faltan vinos aromáticos. Tu vientre, un haz de trigo rodeado de azucenas… ¡Mira, eres hermosa, oh, compañera mía! ¡Mira! Eres hermosa… tu cabellera, tus hombros….

Con la orden de la consulta en mi mano derecha, en la que se delatan tres dedos manchados con una gruesa capa de nicotina, recuerdo con rabia las 756 llamadas telefónicas que he hecho al número que en ese entonces me dieron y que ya, después de marcarlo muchas veces durante los últimos catorce meses, recuerdo muy bien: Seis, dos, dos, uno, nueve, dos, dos, digo dígito por dígito en voz alta. Recuerdo tanto ese ritmo como la ternura de su vientre…

Dónde estás, Ángel Facal, recrea mi memoria, quiero escuchar de nuevo tu hermoso canto: “…y tu vientre es una ofrenda/ de los más dulces venenos,/ donde florece la felpa/ en un triángulo perfecto”.

 

Con un mal disimulado disgusto vuelvo a repetir el número 6221922, y recuerdo que nunca, en las 756 llamadas, he logrado que al otro lado me atiendan, que alguien me responda. Ahora nada puedo hacer, puesto que la orden venció hace mucho tiempo, y yo, que tantos libros en mi vida he leído, tampoco, por desgracia, puedo ya leerla, aunque, para ser sincero, no recuerdo para qué carajo era que yo llamaba… ¡Lo he olvidado…!

A ella, sin embargo, no puedo ni por un instante quitarla de mi memoria… memoria que me acompaña para tenerla siempre conmigo, y gozar en mi soledad la vastedad de deleites con que surte, arropa y calma mi fortaleza fálica.

 

Envuelto en una visible amargura, agarro la orden y la estrujo con alguna fuerza entre mis manos, hasta lograr una pequeña bola de papel… Luego, como si quisiera dar muestras de haberlo hecho muchas veces, con el pie derecho palpo suavemente la papelera de madera caoba que había comprado en uno de esos depósitos de San Alejo. Está situada a un lado de la mesa y me ubico a tres pasos frente a ella. Me siento muy seguro de estar al puro frente y de saber con exactitud el lugar en que estoy, ya que, con gran decisión y firmeza, arrojo la bola en la dirección de la papelera pero no acierto: he fallado otra vez. Con ella, sin embargo, nunca yerro; me deleito una y otra vez en su dulce y excitante capullo con cadenciosos movimientos, mientras mis manos sudorosas se aferran a la única celda de las alocadas diástole y sístole.

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