“Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja”  Proverbio italiano. 

Aquel día, al despertarse, Patience supo que había llegado el momento. La vida en Níger era dura, y si lo era para un adulto, cuánto más no lo sería para un bebé. Sospechaba que volvía a estar encinta, por tercera vez, y los dos hijos que habían nacido de su vientre habían fallecido debido a la misma causa: la desnutrición y las condiciones extremas que les había tocado vivir.

El primero había sobrevivido apenas cuatro días mientras ella buscaba el alimento que sus senos no podían darle. La fiebre puerperal sobrevino pronto, y la falta de medicamentos unida a su déficit nutricional hizo que en sus mamas el niño no encontrase alimento. Fue testigo de cómo, poco a poco, la piel del recién nacido se iba volviendo seca y sus músculos, que nunca tuvieron un buen tono, iban languideciendo con el paso de las horas. El bebé intentaba succionar con avidez de sus vacíos y fláccidos senos, al igual que lo hacía cuando le introducía su dedo meñique en la boca, para percibir entre lágrimas la sequedad de su paladar.

El segundo no había corrido mejor suerte. Había disfrutado de tan sólo once días de vida más que su hermano. A éste le había alimentado con pequeñas dosis de agua con remolacha, a la vez que alimentaba la esperanza de mantenerlo a su lado. Pero el bajo estado de sus defensas junto con la mala calidad del agua, hicieron que los vómitos y la diarrea le matasen, víctima de una gastroenteritis aguda.

Sabía que si su tercer hijo nacía allí, lo mismo ocurriría. El tiempo había pasado, era cierto, pero en nada había cambiado su situación. Trabajaba de sola a sol para conseguir un poco de arroz y algún pedazo de pan que debía administrar para que les durase toda una semana. En tanto, su marido pasaba largas temporadas fuera de casa en busca de un trabajo mejor, el que pusiese fin de una vez a una situación tan precaria.

La noche anterior había decidido que, si al despertarse aún no tenía el período, iba a buscar la forma de llegar a España. Había escuchado hablar en múltiples ocasiones de lo difícil que aquello resultaba, pero también habían llegado a sus oídos los rumores de aquellos que lo habían conseguido, y de cómo les había cambiado la vida. Debía intentarlo. Lo haría por su hijo, aquel que parecía crecer en sus entrañas.

Se vistió e intentó arreglar sus encrespados cabellos, quemados debido al intenso sol al que se exponían cada jornada. Salió de aquel montón de basura al que había aprendido a llamar hogar. Sabía bien dónde se dirigía. Había oído hablar cientos de veces de “El flaco” un hombre de raza blanca que se dedicaba a ayudar a los más desfavorecidos a abandonar el país para alcanzar el “sueño europeo”.

Caminó varias horas, dejando atrás su aldea para adentrarse en un lugar mucho más civilizado. Las viviendas fabricadas con cemento y ladrillo se abrían ante sus ojos. Aquel era un lugar mucho más hermoso para vivir, pero no el que ella deseaba. Las mujeres caminaban por las calles con sus hijos envueltos en enormes túnicas, y en sus rostros la misma desolación, la misma necesidad de ayuda que en el suyo propio.

Preguntando a varias personas finalmente se vio frente a la casa del que podía ser su salvador. Tomó aire y llamó a la puerta. Fue recibida por una mujer que la acompañó hasta la sala donde debía esperar. Habían pasado tan sólo unos minutos cuando “El flaco” se presentó ante ella. Era un hombre de unos cincuenta años, con una obesidad importante y gesto tranquilo. La observó de pies a cabeza, con las manos en los bolsillos, deleitándose en sus senos y sus angulosas curvas antes de pronunciar palabra. Sabía bien lo que había ido a buscar, no necesitaba muchas explicaciones. Lo único que tenía que comprobar era “si valía”, si era una buena inversión para un futuro no muy lejano. La guió hasta una habitación donde se quedaron solos, y entonces le explicó las condiciones: no era cosa fácil conseguir cruzar a Europa, y sólo unos pocos podían conseguirlo. Era un viaje muy caro, pero él estaba dispuesto a hacerle un préstamo, siempre y cuando ella se comprometiese a devolverle hasta el último céntimo cuando comenzase a ganar dinero. Él se ocuparía de encontrarle un trabajo, pues le haría llegar hasta una mujer amiga suya que vivía en España y ella se encargaría de todo.

Patience asentía sin mediar palabra, escuchando con atención las palabras de aquel hombre. Finalizado el monólogo, él la ordenó que se desnudase. Se quedó estupefacta ante aquella petición, pero pensó que no le quedaba otra opción que obedecer. Se quitó tímidamente la túnica que la cubría y ésta cayó al suelo, acompañando a su dignidad. Los ojos de “El flaco” se abrieron desmesuradamente al verla. Acercó sus frías manos a su cuerpo y ella dio un respingo, mientras le susurraba al oído que no temiese, que nada malo le iba a suceder. En aquel momento Patience se dio cuenta de que aquel hombre sólo tenía cuatro dedos en su mano derecha, pero perfectamente colocados, como si siempre hubiesen estado así. Sentía cómo esa mano la recorrían mientras emitía sonidos de placer ininteligibles.

Estaba asqueada, sentía ganas de vomitar y pensó no poder soportar más aquella situación, le dio tiempo incluso a arrepentirse de haber llegado hasta allí. Su cuerpo totalmente rígido pedía a gritos que aquello terminase por fin, pero no había hecho más que empezar. Cuando sintió los labios de él acercarse a su pecho quiso salir corriendo, pero la fuerza de aquel hombre le decía que no tenía escapatoria. Fue violada repetidas veces hasta que él se sintió tan complacido como para dejarla volver a casa. Antes de despedirla, acordó volver a verla la semana siguiente, para cerrar el trato y ultimar las condiciones.

En el camino de vuelta intentó asimilar lo que había ocurrido. ¿Era ese el precio que tenía que pagar por abandonar el país? ¿Ser humillada hasta tal extremo? Pensó que no estaría dispuesta a ello, que se echaría atrás, que nunca más volvería a ver a ese hombre… Pero, ¡era tan egoísta por su parte pensar solamente en ella! Así que se juró a sí misma que haría lo que fuese para que su hijo pudiese tener una vida digna, lejos de la miseria que les asolaba.

A su llegada a casa, varias mujeres esperaban impacientes en la puerta. Salieron corriendo hacia ella nada más verla. Patience no podía creer la terrible noticia, su desgracia no era nada comparada con lo que le esperaba: su marido, que llevaba varios días fuera de casa, había sido encontrado muerto a kilómetros de allí, casi devorado por los buitres. Un cordón rojo que portaba en su muñeca era la prueba de que no había duda. Por unos instantes perdió la visión y se tambaleó. ¿Qué más podía sucederles? ¿Qué habían hecho para merecer tanta tortura?

Si aún albergaba alguna duda, ya no había nada que la aferrase a Níger. Decididamente se marcharía.

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Han pasado varios meses desde su primera conversación con “El flaco”. Ha debido hacerle varias visitas, siempre con el mismo ritual. Le aborrece. Le odia. Le desprecia. Le desea la muerte. Pero por fin, parece que ya está todo organizado. Le había dicho que no iría sola, que tendría “compañeros de viaje”. Y así ha sido.

Lo que ella no puede imaginarse es que su deseo pronto será cumplido. En un ajuste de cuentas “El flaco” será malherido y perderá la vida. Una vida llena de infamias y abuso de poder. Una vida llenando de esperanza otras vidas. En este caso, otras dieciocho. Junto a ellas y el conductor emprende el viaje en un Jeep que les conducirá por Niger, Mali y Argelia, hasta llegar a Marruecos. Dos duros meses de hacinamiento, con carencia absoluta de medios de higiene y escasos alimentos. Dos meses en los que la mirada a un paisaje tan inerte le recuerda que tan vacía como aquel espacio está su vida, y su hijo será la dicha que la transforme.

Atraviesan el desierto y la cordillera del Atlas hasta llegar a la frontera marroquí, con  Tánger como destino. En uno de sus bosques llegan a un campamento improvisado donde conviven cientos de personas que, como ella, anhelan una vida mejor.

Al bajarse del coche, con los huesos entumecidos tras largas horas sin ni siquiera poder cambiar la postura, el corazón de Patience late con rapidez: sabe que ya está cerca. Lo que no imagina es que aún le quedarán varios meses antes de poder pisar suelo español y ser ¿libre?

En Tánger la vida no es fácil. Las personas que “cuidan” de ella la obligan a salir a la calle siempre acompañada de un hombre. No pueden permitir que sea violada y contagiada antes de comenzar con su trabajo. Es la única forma que tendrá para saldar su deuda.  Pero cuando pasan los meses y su vientre comienza a abultarse, saben que ya no hay peligro: en Marruecos jamás una chica embarazada es acosada. Algunas de sus compañeras lo saben, y no salen a la calle si no es con un cojín bajo la ropa.

Ese día llegará la recta final del camino: a los dirigentes de la operación les ha sido difícil organizar las pateras y sobornar a los policías que estarán de turno, el tiempo se ha hecho eterno para los que esperaban, pero ya está conseguido. Una sonrisa se dibuja en los labios de Patience y el nerviosismo la recorre de nuevo. Se le hace un nudo en el estómago y parece incluso sentir contracciones. No es de extrañar, ya supera  con creces su día de fin de cuentas.

Al llegar la noche, se disponen a partir. En la orilla, una patera de color gris les espera, camuflada junto a la maleza. Al subirse, ve como varios de sus acompañantes en ese largo viaje arrojan al mar su documentación. Esperan de esta manera no ser deportados. Ella hace lo mismo. Jamás deberán decir su país de origen, les han advertido. De todos modos, en su situación, varias mujeres ya le han dicho “tu bebé son tus papeles, no te preocupes”.

La sensación es extraña. Plena oscuridad, y sin nada firme bajo los pies. Su primer contacto real con el mar no es como le hubiese gustado. A pesar de todo, no tiene miedo.

Tras más de diez horas en posición fetal, abrigada con varias capas de ropa para evitar la hipotermia, los dolores comienzan a ser más fuertes. Insoportables, imposibles de sobrellevar en esa postura. Su ropa está húmeda, una humedad fría que le cala hasta los huesos. Pero lo que hay en su entrepierna es un líquido caliente que casi agradece. Comprende que ha roto aguas y además es su tercer parto. Sabe que será inminente. Como pueden, le hacen un sitio a la parturienta que es atendida por dos mujeres. El llanto del niño rompe el silencio de la noche. Es un hermoso bebé de nariz ancha y pelo tupido y rizado, pero de tez casi blanca. Suerte que una bovina de hilo de pescar ha sido olvidada en el barco, y es su solución para atar el cordón umbilical, cortado con los propios dientes de la madre. Un cesto de esparto hace de improvisada cuna, atado al borde del barco, pues la posición que debe adoptar su madre no le permite llevarlo en brazos, y en el interior de la patera no hay sitio ni para un alfiler.

La travesía se está alargando más de lo normal. Llevan casi catorce horas de trayecto. De repente, alguien percibe que se avista la orilla, pero parece que hay guardacostas. El murmullo despierta al bebé que rompe a llorar. Una fuerte luz se cierne sobre ellos, no les deja abrir los ojos. Los nervios y la incertidumbre empujan a los inmigrantes a lanzarse al agua. Gritos de “socorro” inundan el ambiente, la desesperación se palpa a kilómetros de distancia. Tras un rato, se hace de nuevo el silencio.

Un grupo de voluntarios recibe una patera que parece llegar solitaria a la costa de Algeciras, hacia las diez de la mañana. En el fondo, el cadáver de una mujer de raza negra, envuelta en un charco de sangre que parece proceder de su entrepierna. En el resto de su cuerpo, traumatismos y hematomas, muestra de pisotones y aplastamientos. El horror marcado en su rostro. En una de sus manos, aferrados, un trozo de cordón umbilical y una pulsera roja. Al bajar el cadáver de la patera, una de las voluntarias, con el alma destrozada, descubre algo. En uno de los laterales de la barca, totalmente mojado y paralizado, un bebé yace envuelto en varias capas de ropa, dentro de un cesto de pesca. Milagrosamente está vivo.

Al desnudarle para secarle e intentar que se caliente de camino al hospital, descubren que el pequeño luchador posee una característica que le hace único: sólo tiene cuatro dedos en su mano derecha.

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