-Alberto, ¿sos vos?- su cara estaba repleta de asombro y los ojos casi se salían del hueco.
-No sé quién es Alberto, basta, déjeme pedir tranquilo- Bajó su mirada con vergüenza, y sus manos, que hasta ese momento se encontraban a la intemperie en forma de hueco contenedor de monedas, se archivaron en los bolsillos de un camperón negro, gastado, agujereado, con el que intentaba cubrirse del frío y el viento.
-Alberto, vamos, soy yo, Manuel- apoyó la mano en el hombro del vagabundo y este lo quitó con el brazo evitando tener que volver a mirarlo.
-No cree que tengo bastante ya con tener que pedir de esta forma como para encima venir a molestarme. Lárguese. Ya pasaron cinco personas y quizás alguna me hubiera dado algo, pero como usted está aquí, piensan que he hecho algo malo.
-Tienes razón, he sido un tonto, ven conmigo, déjame remediar mi torpeza invitándote el desayuno.
Fueron las palabras mágicas. Por un momento, Alberto recordó lo que se sentía desayunar todos los días, un trabajo al cual llegar, una paga a fin de mes, una familia. Un hogar tibio al cual llegar exhausto luego de un día agotador en la oficina. Su boca se llenó de saliva ante la posibilidad del desayuno compartido. Tragó, y sintió cómo, la saliva, recorría la garganta, el esófago, y caía por el precipicio hasta el estómago vacío. Al mismo tiempo, una lágrima se formó en el ojo derecho, porque las demás las aguantó y no permitió que se formaran. Se limpió con la manga y levantó la vista.
-Vamos Manuel, me has descubierto, pero no juegues con el hambre de un pobre hombre, por lo que veo, vistes de servicio y no puedes cumplir con lo que acabas de prometer- En efecto, Manuel era policía, y estaba vestido como tal.
-Acabo de terminar, estaba volviendo a casa, pero dadas las circunstancias de este encuentro, me parece mejor idea desayunar antes de llegar. Ven conmigo- estiró la mano, tomó la de su amigo y lo obligó a levantarse.
-Caminemos hasta la esquina, conozco al dueño del bar y no nos molestarán- dijo Manuel observando a su amigo de pies a cabeza como a un bicho raro y desagradable.
Alberto no respondió, casi que lo entendía. El hubiese dicho lo mismo hace menos de dos semanas, cuando su vida era tan o mejor que la de su amigo. Una sola persona cruzaron en esos treinta metros, y cuando estaba a cinco pasos de Manuel y Alberto, se alejó como si tuviesen una enfermedad contagiosa que se transmite por la cercanía de los cuerpos. Manuel no se dio cuenta de nada, Alberto refunfuñó y pensó en que la vida te enseña a sobrevivir bajo las condiciones que sea, mientras uno esté dispuesto a aprender. En solo dos días en la calle reconocía a cinco metros de distancia quiénes le dejarían dinero y quiénes no, incluso había llegado a adivinar cuánto le dejarían. Una cosa le sorprendió de la calle, y fue su distracción por cierto tiempo hasta que descubrió su por qué ¿qué había provocado la disminución constante de su recaudación solidaria cada día? Su primer día de calle había juntado el ochenta por ciento de lo que ganaba trabajando, nada mal para una persona que ya no debe préstamos, ni servicios, absolutamente nada. El segundo el setenta y seis, el tercero el cincuenta y cuatro, y así fue bajando hasta los últimos días, en los que la recaudación oscilaba entre el cinco y el diez por ciento de su sueldo como persona activa. Pensó y pensó, se rompió la cabeza tratando de entender qué hacía que baje el dinero en su mano, entendió que no sobreviviría si no encontraba la razón. Pensó que la culpable era la economía nacional, que seguía cayendo sin tocar fondo todavía. Luego cambió su teoría y lo relacionó con que si él estaba siempre en el mismo lugar a la misma hora, las personas que lo cruzaban también eran las mismas, y comenzó a cambiar los horarios y los lugares en los que pedía, pero tampoco. Y lo entendió en el cambio paulatino de los rostros que cruzaban por delante de él, en la distancia cada vez mayor que lo separaba de la sociedad, en las miradas inocentes de los chicos, que no tienen maldad y por eso no mienten. Cuando quedó en la calle, Alberto vestía como una persona bien, clase media, jean, pullover azul y campera marrón de cuero, zapatos negros y un bolso oscuro en el que tenía dos mudas de ropa completas. Incluso llevaba una cartuchera con lápices y un cuaderno en el que a veces dibujaba para pasar el tiempo cuando en la calle no había un alma. Con un cartón se había hecho un cartel que decía “Tan sólo por las monedas que llevas en el bolsillo, te sentirás una buena persona por el resto del día”, y lo había colocado entre sus piernas para que todos lo vieran al pasar. Lo recaudado, menos la cena, lo envió por correo a su mujer y su hija que habían marchado al norte del país a vivir con parte de la familia de ella que todavía no había sido afectada por la crisis. El segundo día fue casi tan bueno como el primero, por lo que esa misma noche le robaron el cartel. Odió a los vagabundos, a todos, incluyéndose.
El desmoronamiento de su vida había sido tan rápido y repentino, que ni siquiera había podido verlo hasta que lo golpeó de lleno en el rostro, dejándolo inconsciente en los primeros segundos del primer round. Una noche volvió del trabajo informado de que estaba despedido, nada personal, había dicho el supervisor directo, sólo reducción de nómina, y como eres uno de los más nuevos, te ha tocado a ti. El dinero por el despido les sirvió para seguir viviendo al mismo ritmo por dos meses, en los que intentó conseguir un empleo tan bueno como el primero, e incluso llegó a desechar algunos menores porque “no estaban a su altura”. Qué ironía. Un día despertó sin su mujer en la cama, sólo una nota que decía que marchaba al norte, a casa de su hermano, que estaría encantado de recibirlas. A Alberto no, claro, luego de su pelea de fin de año, con toda la familia reunida y el pedante borracho hasta las muelas de su cuñado dando cátedra de cómo todos tenemos la posibilidad de volvernos ricos, y que si no lo hacemos es simplemente porque no queremos. Qué idea tan genial. Alberto había explotado, el país se caía a pedazos y arrastraba a la gente consigo, y este idiota le echaba la culpa a los que menos tienen. Incluso recordarlo le hervía las venas. Nadie pudo levantarlo del abandono de su mujer, y sobre todo de su niña. El alquiler no se volvió a pagar y lo echaron a patadas de la vivienda a los pocos días, sólo le quedó el bolso con ropa que se había preparado para la ocasión.
Cada día fue peor que el anterior, y tuvo que vender su campera, sus zapatos, su jean, el bolso, todos los días conseguía enviarle algo de dinero a su mujer, junto con una carta en la que prometía ir a buscarlas, pronto. En la segunda semana no escribió más, porque tampoco pudo enviarles dinero, porque tampoco le quedaba nada por vender. La única pertenencia era un pantalón de jogging azul, las zapatillas puestas, una remera blanca y la campera negra que nunca se sacaba. Su vida era una miseria, y lo peor era que no parecía que pudiera salir, incluso cada día se sentía más hundido en esa veta oscura de la sociedad, los invisibles, apenas visibles, los esquivados, los últimos, los que estorban el progreso.
Entonces, ¿por qué caía su recaudación desde que había entrado en situación de calle? Porque era directamente proporcional con la distancia que había entre su imagen y la de las personas con plata en los bolsillos. En dos semanas había pasado de ser un hombre clase media que cayó en desgracia y con el que la gente se sentía identificada (vestía bien, olía casi bien, era educado y en su cartel había razón y no había faltas de ortografía) a ser un vagabundo más, un invisible más al que se le da algo cuando tienes la conciencia muy sucia, cuando te mira a los ojos y te sientes elegido, cuando no tienes otra opción, cuando tu novia nueva lo mira con tristeza, cuando una madre quiere enseñarle al niño un poco de amor por los demás.
En la esquina el bar que Manuel había mencionado, llegaron a la puerta. Estaba repleto de gente, sólo una mesa en el medio de todo el salón. Alberto quería que la tierra lo tragase, pero ya. Abrieron la puerta y entraron. Cada persona de cada mesa de aquel lugar, se volvió hacia ellos. Algunos se taparon la boca, otros guardaron su billetera, otros se quedaron mirándolos un buen rato. Alberto pensó que quizás no tenían miedo de que él les robe, sino su amigo el poli, y se rió por éso. Caminaron hasta la mesa libre y se sentaron. Dos segundos habrán pasado hasta que llegó el dueño del lugar.
-¿Qué haces Manuel? Estás loco ¿cómo vienes con una persona como ésta a mi bar?, ¿quieres que me quede sin clientela?- el hombre estaba furioso, pero hablaba por lo bajo, no quería quedar como un discriminador frente a todos los presentes, pero tampoco quería a aquella dupla sentada ahí.
Alberto no escuchó más, otra vez se había vuelto invisible. Solo se paró, y caminó hasta la puerta, salió del lugar y se sentó en la vereda de al lado. A los cinco minutos salió Manuel con unos tostados y dos café con leche en vasos de plástico. Se sentó a su lado. Alberto comió y tomó todo, incluso la mitad del café con leche que a Manuel se le había enfriado. No hablaron una sola palabra más hasta el momento de la despedida.
-Bueno Alberto, debo marcharme ya. En casa se preocuparán si no llego- se notaba en su voz que quería largarse de aquella vereda cuanto antes, y que al mismo tiempo se sentía mal por pensar así.
-No te preocupes Manuel, y muchas gracias por la visita- dijo Alberto con la mirada clavada en una niña de unos nueve años, como su hija, que llevaba un globo rojo en la mano e iba acompañada de su madre.
Manuel se levantó y echó a caminar hasta la parada del colectivo que lo llevaría a su casa.
Seis semanas después de aquel encuentro, en la misma cuadra, Manuel iba en el patrullero, y sus miradas se cruzaron por una fracción de segundo. Ambos levantaron sus manos y las agitaron en el aire, Manuel saludaba sólo por compromiso, Alberto pedía rescate urgente. Hasta el día de hoy no han vuelto a cruzarse.
Fin.
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