Soy un héroe.

Así me describen los periódicos de hoy. Un milagro de Navidad, titula el más sensacionalista en su portada del día de Nochebuena.

Me censuro duramente sin un átomo de piedad. No sé dónde meterme. Se me cae la cara de vergüenza. Me llamo Salvador, pero ni soy un superhombre, ni mucho menos, un prodigio navideño. Hasta ayer mismo, solo era un elemento más del mobiliario urbano de Madrid. A primera hora, mi aliento se hacía vaho al agradecer las monedas que los transeúntes más madrugadores depositaban en mi mano rígida, roja como una granada. Últimamente me duelen las manos. A ratos pienso que se me van a gangrenar; un castigo por lo que estoy haciendo. Luego recupero la temperatura y el raciocinio con un vaso de café con leche que me trae Andrés, el del bar, en manga corta, coloradote de tanto trajín, y me doy cuenta de que son los hielos, los grados negativos visibles en la parada del autobús, los que me acartonan las manos y los dedos de los pies. Ayer, al menos no llovía. La lluvia entorpece, lo tengo comprobado. Los paraguas estorban. Con una mano ocupada, las mujeres se retraen de abrir el bolso y buscar la cartera, sobre todo si son mayores, y en este barrio hay mucha gente jubilada, así que entre el sol y la proximidad de las fiestas me las prometía muy felices. Ya se sabe que todo el mundo es más propenso a la generosidad en estas fechas. Regresaría a casa temprano, antes de lo habitual. Y así sucedió aunque por causas completamente diferentes a las que había previsto.

 

<<Salvador Ibáñez Merino desapareció del lugar de los hechos sin que la familia Figueroa-Rodríguez tuviera ocasión de mostrarle su agradecimiento…>>.

 

Naturalmente. Eché a correr en cuanto la gente empezó a arremolinarse. Dejé a los niños sanos y salvos en el borde de la acera y hui, pero no me sirvió de nada. Por lo que parece, enseguida me identificaron. En la calle me conoce mucha gente. Algunos me llaman por mi nombre; la peluquera pelirroja que sale a fumar a las horas en punto, dispuesta a regalarme un corte moderno el día que me decida a cambiar de imagen; el hijo del estanquero, un chico de torso cuadrado, que me provee de tabaco picado a escondidas de su padre, un hombre de ojos fríos, capaz de convertir a cualquiera en estatua de hielo con una mirada; la dueña de la mercería, empeñada a toda costa en invitarme a un menú especial donde Matías, quien me hace pasar al restaurante con frecuencia para ofrecerme la especialidad de la casa, una sopa de cebolla con sabor a pescado y un revuelto de huevos con conversación que generalmente deriva en un cálido apretón de manos como despedida y postre, bastante más energético que cualquier dulce de los que aparecen fotografiados en la carta del restaurante; la octogenaria de pestañas postizas que me trae los lunes, subida en unos tacones de alto riesgo para su cadera operada, la tarta que sobró el día anterior cuando la visitaron los hijos; el anciano de los pantalones pesqueros, muy dado a contar chistes a la hora que sea para evitar que la pobreza se apodere del espíritu, Eugenio, Asunción y Enrique, los voluntarios que reparten bocadillos y caldo dos veces a la semana, interesados en saber dónde voy a pasar la noche, si me hace falta un abrigo o si me he vacunado contra la gripe. Ellos son los que más saben de mí. Saben que he sido mecánico de coches desde crío. Les he contado que acababa de cumplir cincuenta cuando me vi sin trabajo de la noche a la mañana, hace tres años, y que nadie ha vuelto a contratarme desde entonces. A ellos les he hecho multitud de confidencias, pero ni siquiera a ellos les he dicho mi nombre completo. Que yo recuerde, no se lo he dicho a nadie, como tampoco creo que nadie sepa que eché a perder mi matrimonio por enamorarme de Carmen, ni que Carmen desconoce a qué me dedico para que mi ex mujer reciba la transferencia todos los finales de mes, el salvoconducto que me permite ver a mis hijos.

Me estoy volviendo loco. Llevo todo el día preguntándome quién ha podido facilitar mis datos a los periódicos, y lo que es más chocante, quién ha ordenado ocultar mi verdadera identidad.

 

<Adolfo Figueroa está interesado en contactar con el hombre que salvó a sus hijos…>>.

¿No me conoce de vista? ¿No le ha dicho su mujer que hablamos a diario? Arancha Rodríguez se llama, ahora me entero. ¿Por qué no le ha contado que quiso regalarme un traje suyo? ¿Y los niños? ¿No han dicho los niños que soy el amigo más viejo que tienen?

Este silencio me resulta insólito. Juraría que existe una conspiración a mi favor. Nadie habla. Nadie quiere perjudicarme. ¿Pero por qué?

Me siento un miserable. Después de las mentiras de los últimos seis meses, de la farsa que se ha creído un barrio entero… Todavía me consideran, me protegen. No lo entiendo. Por muchas vueltas que le dé, no llego a comprenderlo.

A Arancha la conozco desde el día que inicié el tramo más bacheado de mi vida. La vi por detrás la misma mañana que me decidí a mendigar. Me sobresaltó su enorme parecido con Carmen. De espaldas son casi idénticas: altas, esbeltas, con melena larga, lamida, entre rubia y castaña. La vestimenta parecía sacada del armario de Carmen: vaqueros ajustados, sandalias color bronce, camiseta blanca de manga corta, fular de un tono rosa exagerado que hiere los ojos, bolso tamaño maleta. Iba sola, caminaba a buen ritmo, con un ímpetu excesivo, igual que camina Carmen, como si llegara tarde a todos los sitios. Aunque me pareció una casualidad improbable ir a darme de bruces con la última persona a la que me convenía encontrar, mi corazón se detuvo momentáneamente, o eso me pareció a mí. El pánico casi me hizo vaciar los intestinos, pero ella no se fijó ni se dio cuenta de nada.

A los pocos días, volví a alarmarme innecesariamente. Desde lejos distinguí la silueta de Arancha. Me acuerdo de que me dieron varios pinchazos en el cuello, de forzarlo mirando hacia delante para tratar de ver con mayor precisión. Por suerte, pensé, su altura no pasa desapercibida. Intenté escapar. Sin embargo, no sé si por los nervios o por quién sabe qué, no me moví. Me quedé clavado en el sitio, como si a la acera le hubieran salido tentáculos que me mantenían retenido.

Ayer fue diferente. Puro instinto. Un acto reflejo. No sabría decir…Una a una, van tomando forma las imágenes de lo sucedido y, pese a todo, no me arrepiento. En parte me siento en paz, sé que actué de la manera más lógica, dada la situación, pero la humillación no se me va del pensamiento.

Los gemelos paseaban de la mano de su padre, el tal Adolfo, a quien nada le gustaría más que conocer al hombre que salvó a sus hijos. Se soltaron a la vez, sin que él se lo impidiera. Desde mi ángulo de visión, observé que Arancha le decía algo señalándome con un gesto de la barbilla. Creo que, tanto ella como yo intuimos que los niños se dirigían hacia mí. Siempre me saludan. Siempre le piden unas monedas a su madre y me las entregan con los ojos muy abiertos, indicándome a qué debo destinarlas. Me insisten en que no coma hamburguesas. Ni churros. A su abuela le tuvieron que sacar la vesícula por el ombligo porque se le llenó la tripa de piedras aceitosas. Casi se muere, así que no quieren que yo coma grasas. Salva, ¿tienes suficiente para comprarte un bocadillo de jamón? El jamón si lo puedes comer, la grasa del jamón es buena, te pone fuerte y no da colesterol. Toma, Salva, para que te tomes un café. Esas ocurrencias tienen los gemelos.

Nos equivocamos. Su madre y yo. Los dos.

Los gemelos pasaron de largo. Me dejaron con la palabra en la boca. Jaime tiró con fuerza del abrigo de Marcos. Por el gesto de enojo que aprecié, me pareció que su hermano acababa de insultarlo. Dos botones saltaron por los aires y aterrizaron en la calzada. Los niños se lanzaron a buscarlos y se escucharon varios gritos que me hicieron reaccionar. Me puse en pie y los alcancé justo a tiempo, el autobús se quedó a un metro de los tres.

<<¿Por qué lo habéis hecho?>>, les pregunté mientras mis ojos buscaban la silla de ruedas en la que había estado sentado desde primera hora de la mañana.

Si respondieron, no les oí. Me fugué tan rápido como me fue posible, con la cabeza gacha, igual que si acabara de cometer el mayor de los delitos.

Llegué a casa descompuesto. Cerré la puerta. Eché la cadena de seguridad. Entré en el salón y me senté en el sofá con el anorak puesto. La carrera desde el metro me había hecho sudar y, sin embargo, los pies y las manos estaban adormecidos. Me castañeteaban los dientes, tenía escalofríos.

Al rato llamaron a la puerta. La tiritera se intensificó. Me llevé la mano a la frente en busca de la fiebre que me paralizaba. Estaba caliente, treinta y nueve grados, calculé. La cara me ardía, no tenía fuerzas para ir a abrir. En realidad, me aterrorizaba abrir. El timbre volvió a sonar tres veces seguidas; dos toques secos y uno prolongado, el santo y seña de Carmen. Como pude, me incorporé, recorrí los escasos cinco metros que me parecieron varios kilómetros y me encontré con una mirada valorativa llena de suspicacia.

-¿Por qué te has encerrado? –me preguntó Carmen, apoyada sobre una cadera en la jamba de la puerta.- ¿Qué haces con el anorak puesto? ¿Acabas de llegar?

-No lo sé –respondí echándome a un lado para dejarla entrar-. Creo que he perdido la noción del tiempo. Me parece que tengo fiebre.

-¿Y por eso te acorazas? –Lo dijo firme pero a la vez quedamente, como si me hablara con fines terapéuticos, utilizando la voz para bajarme la calentura-. ¿Por eso has vuelto tan pronto?

-Hoy no había curso –mentí-. En los cursos para parados también hay vacaciones.

-¿No lo sabías? –preguntó. –Y en sus ojos identifiqué cierta desconfianza.

-He aprovechado para deshacerme de la silla de ruedas –dije sin pensarlo.

-Ya era hora. Han pasado más de seis meses desde que murió tu madre. No sé para qué querías la silla en el maletero. ¿Qué has hecho con ella? ¿La has llevado a la iglesia por fin?

-La he dejado en la calle.

-¿Después de tanto tiempo la dejas en la calle? ¿Qué te habría costado llevarla a la parroquia? Échate un rato. Estás abrasando. Dame el anorak. No te vayas a la cama con el anorak.

  Ni ella me hizo más preguntas ni yo le di más explicaciones. Han pasado veinticuatro horas y las preguntas me las hago a mí mismo. Es Nochebuena. El periódico dice que soy un héroe, un milagro de Navidad, pero yo no me atrevo a salir. No sé cuándo encontraré las fuerzas para ir a recoger el coche. Mañana es buen día. Las calles están desiertas el día de Navidad.

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