LA RUBIA, LA RITA, LA DEL QUIOSCO.

LA RUBIA, LA RITA, LA DEL QUIOSCO.

Lo que somos y lo que vemos

Cuando estamos frente a un espejo solemos ver el reflejo de nuestro cuerpo, la imagen de cómo somos físicamente, vemos los rasgos de nuestra cara, la línea de nuestro cuerpo, la dimensión de nuestro ser físico, pero si observamos fijamente también podemos ver otras cosas menos materiales, más entrañables quizás más sociales.

Miro mis ojos y observo que son pequeños pero profundos, que en sus profundidades puedo encontrar muchos de los recuerdos que creía haber perdido y sin poder evitarlo recuerdo aquellos ojos de la juventud, los que aún no habían vivido y contenían todas las ganas de hacerlo, los que aun pareciéndome más grandes solo tenían más brillo, más color y un trazo más vivo, aquellos ojos sin experiencia que sufrirían las consecuencias de la exclusión social.

Miro mi cuerpo y aunque me gustaría ver lo que años atrás veía en el espejo, acepto el reflejo de los años en mi cintura, mis glúteos, mis senos, mi piel, mi rostro. Simplemente lo observo y admiro poder seguir estando dentro de él, me da el soporte de lo que nunca tendrá reflejo.

Lo que somos y no lo que vemos, eso es lo que buscamos toda nuestra vida en nosotras mismas y en las demás. Queremos que ese espejo refleje la esencia de nuestro ser sin llegar a pensar que son nuestros ojos los que no quieren ver lo que es evidente: la madurez, la belleza de la experiencia, el paso de los años para hundirnos en la sabiduría, la suerte de haber conseguido ser quienes queríamos ser, convertirnos en mujeres para respetar a las demás mujeres, saber que hay muchos espejos, al menos uno en cada casa, que nos deja ver lo que somos y no lo que queremos ver.

Miro y admiro a la humanidad que se refleja en la sociedad y ve lo que es y lo que está pasando y encuentra el espacio para reflexionar sobre quiénes son y cómo podrían cambiar si es necesario.

Ser pobre y excluido

La vida le había premiado con unos ojos azules y un cabello dorado, una tez pálida y un cuerpo para ser amado, pero el entorno donde le tocó nacer no le dio la oportunidad de ser otra cosa que aquello que le dejaron ser. Cuando nació, el marido de la “Tasca” pensó que le había engañado con otro, la niña era tan rubia que no se parecía a nadie de la familia, los gitanos presentes en el nacimiento también pensaron mal de la “Tasca”. Siempre fue ligerita de cascos- decía el Curro-, las miradas fijas en el Serpiente, marido de la Tasca, esperando sus palabras.

Rita la rubia del Quiosco, así la llamaban en el barrio, sufrió toda su niñez el peso de la incógnita, si era o no hija del Serpiente. No le faltaron arrumacos y comida, su madre sí que sabía que era suya, pero nunca despejó la duda y eso hizo que, de una manera u otra, no acabase de encajar en la comunidad gitana.

Siempre fue pobre pero nunca mendigó limosna, no tuvo cultura pero “la Rita” era observadora y aprendía rápido, el sustento lo ganaba improvisando entre lo que su padre le decía y lo que ella entendía: “Rita en la puerta de la Iglesia hoy se gana mucho dinero que vienen gentes ricas al funeral del payo Antonio el de la casa verde”- y Rita le decía al Serpiente que sí, que se daba prisa. Luego se iba al quiosco de la Grumilda y le ayuda a despachar chucherías y revistas que vendían a los domingueros, algunas perrillas sacaba con las que justificar el mandato de su padre, aunque el Serpiente nunca creyó que Rita le obedeciese.

Le gustaba observar cómo salían del colegio niños y niñas de su edad, con alegría, jolgorio, empujándose unos a otros para llegar apresuradamente a los brazos de sus padres. No una, mil veces había recibido el Serpiente la carta que le obligaba a escolarizar a Rita, la dejaba ir unos días- a principio del curso- y acto seguido desaparecía aportando justificaciones falsas, al final lograba aburrir a la autoridad educativa que para colmo tenía muchos problemas a los que acudir dentro de la comunidad.

En su rincón hogareño, un cuchitril con cama y mesita separado de la sala principal por una cortina, Rita miraba y remiraba las revistas que recogía de la basura, letras y letras que no podía juntar por ser analfabeta. Se imaginaba qué podrían informar aquellos contenidos a través de las fotografías. Los ecos de sociedad de aquellas revistas pertenecían a familias pudientes, muy lejos de su realidad. Rita soñaba, cerraba sus ojos imaginando otra vida, otro mundo, y cuando menos se lo esperaba escuchaba los gritos de su madre enfadada con el Serpiente que se había gastado las pocas monedas sacadas ese día en el bar más cercano. ¿Soñar?, ¿para qué?, la realidad ocupaba todo su espacio y precisamente de eso tenía poco.

Grumilda era su mejor confidente, con ella en el quiosco podía llorar con desesperación, podía hablar de sus aspiraciones, podía ser ella: la Rita, lo chica gitana, rubia, que no quería ser excluida de aquel mundo que existía no muy lejos de ella, de aquel espacio donde otros tan pobres como ella podían aprender a leer y escribir, donde sentirse igual por ser niña y gitana. Grumilda la quería como si fuese su hija, ella también era rubia pero con los ojos oscuros, Rita siempre le decía que sus ojos cielo los cambiaría por la noche brillante de los de la quiosquera. Un día Grumilda le pidió a su sobrino Pedro, ocho años mayor que Rita, que enseñase a leer y escribir a la Rubia. Pedro no estaba por la labor, en su tiempo libre le gustaba ir a ligar con las chicas del barrio, o como ellos lo decían  en lenguaje caló: ronear. Grumilda convenció a Pedro con el chantaje de algunas monedas para los fines de semana, y así Rita aprendió a leer y escribir sin que su padre se enterase.

Rita no abandonó nunca el barrio, no permitió casarse con el elegido por su padre, nunca obtuvo la aceptación de la etnia gitana al no saber a ciencia cierta si era hija o no del Serpiente. Rita no pertenecía al mundo real, los payos tampoco la aceptaban como tal. Rita nunca fue pobre rodeada de pobreza pero sufrió la exclusión de todos. El día que se casó prometió que sus hijos no serían excluidos por nadie. Su segunda madre, Grumilda, le buscaba trabajo limpiando casas, planchando ropa, cuidando hijos de otros mientras cuidaba también los suyos, le ayudó a valorar lo que tenía, aunque fuera poco y Rita se sintió dichosa a su lado, era su protectora, esa voluntaria en la que se apoyó desde pequeña y la que le dio todo aquello que necesitaba: dignidad y medios para no ser pobre de solemnidad.

Aquel día que amaneció gris fue el más triste de la vida de Rita, la muerte de Grumilda la sumió en el pozo más profundo donde la tristeza se convertía en la losa más pesada del dolor. Moría su protectora, no sin antes haberle dejado el quiosco, ese pequeño rincón con el que obtener recursos y donde Rita aprendió a ser su propio referente. Con los cortos recursos pudo construir esa nueva vida que soñaba cuando miraba y remiraba las revistas de ecos de sociedad.

Rita aprendió a mirarse en su espejo logrando ver aquello que realmente era, no la imagen proyectada.

A todas las Ritas del mundo por ser mujeres referentes de aquellas mujeres que no quieren ser excluidas sin ser pobres.

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