La niña miraba el cielo y solo veía nubes blancas y algunos pájaros volar.Quería ver a su madre flotar entre esas gaviotas que apacibles y gimiendo se dirigía hacía lo más alto. Quería verla una vez más, pero no pudo ser. Sola se quedó con su llanto preguntándose porqué.
Jugaba con su muñeca de cartón a ser mamá y entre medias sonrisas, prometía a su juguete que nunca la abandonaría.
Triste fue ese día, y triste fueron los que le siguieron.
“Estas no son horas de ir a trabajar”, le decía la niña a su padre entre sollozos dos años después, cuando lo veía marchar acompañado por dos hombres uniformados
“Solo cumplimentos órdenes”, decían de forma lastimosa.
La abuela la apretaba contra su pecho fuertemente, mientras la cría sumergida en un llanto desconsolado, alzaba los brazos hacía su padre .
“Déjame ir contigo por favor”, lloraba la niña. Pero el pobre hombre, nada podía hacer ni nada podía decir, el nudo que se le formó en la garganta se lo impedía.
Llantos, gritos, ruegos, se oían al tiempo que el triste hombre, desaparecía por el umbral de la puerta.
Nada se pudo hacer, como tampoco se pudo hacer para evitar que la niña junto con sus dos hermanas menores fueran internadas en el Convento de Los Santos Custodios. Una tía les quedaba sí, la misma que montó en cólera cuando le llegó la noticia. El cuidado de unas crías, no le iba a entorpecer en sus encuentros lascivos con sus distintos amantes.
“Josefa tenemos hambre”, le decía sus hermanas a la niña. Ella se conviritó en su cuidadora personal, en su madre, en su padre, en su maestra.
La niña entre clases de violin y de labores, se asomaba a la ventana para regañar a sus hermanas que rebuscaban entre la basura para llevarse algo comestible a la boca.
La niña adorable, se convirtió pronto en mujer en una bella mujer.
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