Clara sostenía desconsolada la vieja fotografía de su tía abuela Eufracia, fallecida hace tan solo unos días. Envuelta en un chal de seda y con un enorme gato blanco entre los brazos, tía Eu,como siempre había sido llamada por su familia, devolvía una mirada fría y penetrante desde el marco acristalado de la fotografía. Con los dedos húmedos y temblorosos, Clara aguantaba el peso de aquella mirada, de aquel rostro, de aquella mujer que tantas veces le había clavado en sus ojos desvelados los alfileres del miedo con sus cuentos y sus canciones. Como la canción del Polichinela, que cuenta la historia de un soldadito de plomo enamorado de una preciosa muñeca de porcelana y asesinado a manos de un despiadado y siniestro polichinela con la ayuda de un orgulloso gato blanco. Y evocó un paisaje lejano, que remitía a sus años de la infancia cuando ella y sus hermanos se estremecían con las canciones de su tía Eu, con la mueca torva y satisfecha del vengativo polichinela, en la noche de un viejo bazar.

Sus hermanos y primos se habían descargado en el móvil la última vez que tía Eu cantó aquella canción, y se la pasaban entre ellos, y comentaban, y reían. Pero Clara no. Nunca le gustó el polichinela y nunca tendría la canción en su teléfono.

Esa misma noche, el móvil despertó a Clara de madrugada. No es la melodía que tenía programada, sino una especie de llanto asmático, de sollozo enfurecido. Aterrorizada, no se atrevió a descolgar el teléfono pero desde algún lugar, desde algún rincón oscuro y desconocido, sonó la canción del polichinela. Clara alzó la vista y sus ojos le devolvieron, entre las cortinas de la ventana, la figura de un enorme gato blanco.

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