El desván de la casa de mi abuela era adorable.
Lo descubrí unas navidades que la abuela nos llevó allá arriba a buscar cosas para disfrazarnos. Había mucho polvo, mecedoras, muebles viejos, arcas llenas de ropa antigua… y papeles. Montañas de papeles amarillentos desperdigados en las arcas bajo los trajes; y también, ataditos de cartas con cintas rojas y rosas. A mí me tocó un viejo traje de novia y mientras vestían a los demás miraba fascinada aquellos papeles. Al día siguiente en cuanto pude subí como una furtiva a ese desván a ver que decían aquellos papeles.
Lo seguí haciendo durante dos años, siempre que visitábamos la casa de la abuela en navidades o vacaciones de verano. Al principio me ponía el vestido de novía para disimular, para que pensaran que estaba jugando. Con el tiempo a mamá le empezó a preocupar esa afición mía a jugar sola, y me obligaba a irme al parque con mis hermanos y mis primos. Fue cuando empecé a sacar papeles del arca, me los llevaba escondidos en el cestito de mimbre donde iban mis juguetes.
En el parque me escabullía. Y leía, leía…
Descubrí como la abuelita estuvo enamorada de alguien que no se llamaba como el abuelo, leí palabras cuyo significado desconocía, vi fotos de seres anónimos que parecían muy queridos y yo también empecé a quererlos. Poesías y relatos que no podía terminar de leer porque el tiempo rompió el papel, se destiñó la tinta o sencillamente porque no comprendía las palabras. Los papeles sin principio ni fin eran los que más me gustaban, me permitían rehacer las historias a mi gusto, darles el comienzo o final que yo quería. Era maravilloso inventarse cosas.
Un verano – nueve años tenía entonces- me encontré con la desagradable sorpresa de que el desván había desaparecido. Habían hecho dormitorios para los nietos, que ya éramos muchos y grandes. Nadie entendió porque me dio aquella rabieta, aquellos lloros y aquella desesperación preguntando que habían hecho con las cosas. La abuela me tranquilizaba diciendo que la loza se había rescatado, y también el traje de novia con el que tanto me gustaba disfrazarme. Mamá estaba muy enfadada y me amenazaba con castigarme si no terminaba con aquello. Pero yo seguía berreando “… y qué más, y qué más”, decía.
La abuela, aturdida y disgustada, no sabía qué decir ni cómo consolarme “bueno, y las fotos y las cartas, me dio pena quemarlas”… Abrió la puerta del aparador y aparecieron dos cajas de zapatos mal cerradas. ¡Yo me abalancé hacia ellas!
Mientras subía las escaleras abrazando “mis” dos cajas de zapatos, hipando, con los ojos rojos y alguna lágrima remolona, escuché la voz preocupada de mi madre decir a mi abuela:
¡Mira que esta niña es rara!
Fin
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