El último culín
Ponte recto, cojones! Arriba la botella, bien arriba! Mira el vaso, no la botella! Joder, coge bien el vaso, por el culo! No lo pongas abierto, la sidra tiene que caer en el borde. Así nooo! Joder guaje, mira que eres torpe, la hostia, déjame a mí anda.
Paquín coge la botella y escancia la sidra. Un culín perfecto, de manual. Inmediatamente alarga la mano con el vaso hacia mí: “Vamos, de un trago, que se le va el sabor”. Luego otro culín, y otro. Y otra botella. Y otra.
Mi primo Paquín siempre fue por delante de mí. Era un año mayor que yo, más alto, más listo, más valiente, más fuerte. Todo lo aprendía y probaba antes que yo. Llegaba a todo antes que yo. Jamás competí con él. Al contrario, trataba de aprender de él cada día, era mi referencia. Él se sentía responsable de mí, desde niños. Siempre me protegía e intentaba facilitarme el camino, ese camino que él andaba en la vida un año antes de que lo andara yo.
Aquella tarde de verano pudo estrenar el coche con sus amigos, pero vino a buscarme a mí. “Lo quiero estrenar contigo, vámonos a Turón que hay fiestas”. Me hizo sentir especial, una vez más.
Tras las lecciones de escanciador y de acabar con una docena de botellas de sidra en compañía de dos mozas que no se habían resistido a la chispa dialéctica ni a la mirada juguetona de mi primo, había que volver a Cangas. La rubia en el asiento del copiloto. La morena atrás, conmigo. Me siento en el coche como en un tiovivo. La sidra hace efecto, la cabeza me da vueltas en el viaje. Luces de coches que cruzan, risas de chicas, música de Dire Straits, luces que cruzan, risas, oscuridad. Un golpe seco y una lluvia de cristales cae sobre mí como la metralla al tiempo que mi cuerpo embiste a la morena mucho antes y de un modo diferente al que yo tenía previsto esa noche. Silencio y estupor. La borrachera desaparece súbitamente. Las risas también. No me atrevo a levantarme a mirar, y se oye la voz de mi primo: “Manolín, ¿estás bien?” Su voz me tranquiliza, me incorporo despacio temiendo notar algún cristal clavado en mi cuerpo. “Estoy bien, primo, ¿y tú?” Y es justo en ese momento, al pronunciar la última sílaba, cuando reparo en que a Paquín le falta el brazo izquierdo.
Este verano hará treinta años de aquella tarde en que mi primo Paquín condujo su coche por primera y última vez. Treinta de que escanciara su último culín de sidra. Entonces él era mi norte pero, después de aquella noche en que un camión le arrancó su brazo izquierdo, es mucho más que eso. Su actitud ante la vida tras aquella amputación me hizo ver que era aún más grande de lo que yo pensaba.
Todavía le queda un brazo para seguir brindando. ¡Va por ti, primo!
FIN
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