Recuerda la foto porque la hizo su madre.
Tiene cuatro años y su madre le pide una y otra vez que sonría, que tiene la sonrisa más bonita del mundo. Lo intenta. Recuerda a su madre contenta con su foto, diciendo que era su pequeña Gioconda. Nora no supo a qué se refería hasta muchos años después.
También recuerda qué apretaba con fuerza con su mano izquierda, mientras la derecha la apoyaba levemente en la pared, intentando seguir las indicaciones de su madre. Una pequeña pulsera que su padre le ha regalado en uno de sus muchos regresos al hogar. Una pulsera de diamantes para una princesa, le había dicho, cuando la niña se queda mirando fijamente con sus ojos negros las piedrecitas de colores.
Recuerda una caricia, la caricia. Una tarde de verano, jugando con sus amigos en la calle, cuando éstas eran una prolongación de la casa de uno. Una caída, una herida sangrando y a Nora corriendo al encuentro de su madre que estaba en la terraza, cosiendo. Sonríe, le limpia las lágrimas y le hace una caricia en la mejilla. Su mano permanece ahí mucho tiempo. Lo recuerda porque su madre no era mujer de caricias, ni de besos ni de abrazos, así que siente hoy su tacto como si el tiempo se hubiese detenido.
Acaricia la vieja fotografía y vuelve a la vida. Un policía la observa atentamente esperando una respuesta.
– Sí, soy yo…su hija.- Susurra Nora.
A los ocho años su madre desapareció. Literalmente. Nunca más supo de ella hasta ahora.
Su madre se levanta y se dirige a la terraza. Ha oscurecido, de pronto. Va a la habitación de la niña, temblando. No puede darle un beso porque se muere por dentro. Se está yendo. Cuando ha llegado a la puerta duda. Vuelve y se dirige al mueble del salón. Abre un cajón y saca algo que guarda rápidamente en su bolso. Es la foto de Nora.
Nora da la vuelta a la foto. Una nota a lápiz. “Mi pequeña Gioconda”.
FIN
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