Son las ocho y media de la mañana y hace frío. La gente transita por la plaza a paso rápido. Sólo uno de los húmedos bancos está habitado; dos adultos y dos niños, sus extraños moradores en tan extravagante hora para cualquier plaza. Rodrigo y María están quietos, con la mirada perdida; mientras, los niños -ajenos a la hora y al frio- trepan por el banco, se persiguen, corretean y sus risas rompen el silencio que impone el momento.
Deberían estar en casa, desayunando, haberse despedido después con buenos deseos para el día que empieza, bajo la promesa de reencontrarse a la tarde; después del trabajo, después del colegio. Pero hoy no ha sido así; hace tiempo que no es así, que dejó de ser. Hace tiempo que Rodrigo perdió el trabajo y después María. Hace tiempo que las horas y los días se convirtieron en desesperanza y hasta vergüenza. Cada carta, cada llamada telefónica les acercó más al abismo, al terror, a la tristeza profunda que sólo puede sentir un ser humano incapaz de sentirse dignamente humano. Sentados en la plaza, sólo esperan, sin saber qué.
María tiene ganas de llorar, como si no hubiera llorado lo suficiente en el último año y medio, como si la rabia, y después la tristeza, no la hubieran devorado lentamente por dentro. Pero no puede llorar, ya no hay lágrimas, únicamente ese torrente de sangre y aire que sube desde las tripas a la garganta y ahí se para y deja contenido un grito desesperado que no llega a salir, que se queda ahogado, que alimenta la angustia insoportable. Mira a sus hijos y muere un poco en cada mirada, adivinando lo que la inocencia de ellos les impide ver, imaginando sus vidas en adelante.
A Rodrigo le devora la culpa y la vergüenza, piensa en el hogar donde su familia había construido certezas con charlas en la cocina, con celebraciones, con risas y con llantos. Allí quedaron el cuándo y el dónde. Ni siquiera es capaz de odiar a quienes llegaron a las ocho de la mañana con la orden, a quienes precintaron la puerta tras su salida, a quienes le torturaron con amenazas y apremios durante meses. Se siente culpable de haber acabado en esa Plaza – de simbólico e irónico nombre: Plaza de la Constitución- por no saber dónde ir.
A mediodía, la madre de María llega para rescatarlos de la vergüenza, para hacer algo más soportable su dolor, para compartir con ellos su humilde casa y su exigua pensión. Abandonan el parque y se suceden los días. Los niños vuelven al colegio y María recupera sus llantos cuando los chicos no están. Rodrigo está herido de muerte a sus cuarenta y tres y sólo es cuestión de tiempo, poco tiempo, para que la enfermedad del ánimo se coma su cuerpo y su vida. Sólo resistió un año más hasta morir devorado por la tristeza y un oportunista cáncer de cualquier nombre.
Fin
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