El lugar que habitaremos

El lugar que habitaremos

Sentado en una de las viejas sillas junto a la alberca, con el sol de mediodía pendiendo muy alto sobre mi cabeza, me fijé con especial atención en la imagen de la casa, reflejada temblorosamente en la superficie azul del agua. No sé cuánto tiempo permanecí mirando, perdido en ensoñaciones, pero cuando volví en mí noté que una inquietante sensación de fragilidad se había apoderado de mi pensamiento. La casa, trémula y oscilante, parecía estar a punto de disolverse.

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Cuando murió mi abuelo, la familia decidió vender la casa. Antes, todos tendríamos la oportunidad de explorarla y reclamar cualquier cosa que quisiéramos conservar. Por eso fui ese día a ver qué podía encontrar. Había llegado unas horas antes, con el propósito de verificar que ningún objeto mío de valor quedara olvidado. Las ventas de garaje habrían de prolongarse durante un par de meses, hasta que finalmente un tropel invisible de desconocidos terminó por llevarse, una a una, las cosas que mi familia había ido acumulando a lo largo de décadas, guardándolas en armarios y cajones.

Dentro de una de las vitrinas que había en la sala se encontraba expuesta una serie de figurines que, según contaba la leyenda, nos representaban a cada uno de los nietos. Me pareció curioso verlos allí, inmóviles con su mirada de cerámica; últimos moradores de una casa que, súbitamente, se había quedado vacía.

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En el pasillo me encontré con la figura de un carruaje que, a pesar de haber estado en el mismo lugar desde que tengo memoria, nunca había llamado mi atención sino hasta el día en que mi sobrino Emiliano, parado junto a ella, exclamó con su vocecita ronca para sorpresa de todos: “¡Ahí está Mima!”. Nuestro asombró aumentó cuando, atendiendo la observación del niño, constatamos que la figura del conductor del carruaje, que señalaba con el brazo extendido misteriosamente hacia adelante, tenía un extraordinario parecido con mi tía Mercedes, abuela de Emiliano, a quien él llamaba Mima y que había muerto unos meses antes.

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Una de las últimas cosas que permaneció en la casa, además de los figurines de porcelana rotos de mi abuela, fue esta fotografía, tomada durante los primeros años de la década de 1960. En ella, mi tía Mercedes aparece en la extrema derecha, muy sonriente, y en el centro mi abuela sosteniendo a mi padre en brazos. Ambas Mercedes, que serían las primeras en morir, aparecen vestidas de oscuro.

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Desde entonces se ha apoderado de mí la idea de que nunca dejamos realmente los lugares en los que vivimos, y menos aún aquellos en que encontramos la muerte. Puede ser que, de manera inexplicable, una vez que morimos tomemos la forma de algun objeto del mundo material, algo en que podamos aferrar nuestra presencia, que testimonie que una vez estuvimos aquí, caminando por estos pasillos y bebiendo de estos vasos. Si tenemos suerte, en unos años alguien podría reparar en el tronco nudoso de un árbol que, aunque sea vagamente, guarde alguna semejanza con el rostro que tuvimos. 

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