En aquel atardecer el sol se escondía de otra manera. Solapado en la cobardía se iba yendo despacio cual una última caricia. Aún, ella no lo sabía y tardaría cierto tiempo en darse cuenta.

Las personas que convivían en la casona corrían alborotadas de una habitación a otra, yendo y viniendo con zapatos, vestido, enagüitas, peines… Todo tenía que estar a la altura de las circunstancias.

La niña, desde la inocencia, esbozaba su mejor sonrisa.

Aquello resultaba casi un evento familiar. Vendrían por ella. Le sacarían la fotografía con el monte insinuándose a través de brazos estirados de los árboles. Monte que envolvía sus horas de juego y de inventadas intrigas. Y, de fondo, el auto; símbolo de la protección y el orgullo para la familia. Luciría el vestido a cuadros comprado por su madre en la mejor tienda del pueblo, los zapatos regalados por su tía solterona, el peinado de rizos armado por su abuela. Y, un perfume de papá, que se había colocado en exceso por picardía y, no lograban neutralizarlo con la fragancia a rosas de Perla, su nana.

Viniendo por el viejo camino levantando polvareda irrumpía un auto rojo. La niña pudo verlo a través de la ventana del comedor. Y, adivinó. Saltó arrojándose de la banqueta donde las mujeres le estaban acomodando el vestido. No pudieron detenerla. Corrió con su cabello en libertad, sacudiendo los rizos. Risueña, feliz, sintiéndose una princesa.

Giró el picaporte, abrió la pesada puerta de entrada expandiendo sus fuerzas, y bajó los escalones del umbral con ojos encandilados por un sol que lanzaba sus últimos reflejos esquivos.

Tras ella, las mujeres.

Todo se transformó en una lenta película que quedaría grabada en su memoria. El fotógrafo y su ayudante prepararon la cámara que registraría ese momento para siempre. Las mujeres de la casa la ayudaron a sentarse en el escalón del auto que facilitaba el ascenso al conductor. Allí, reinó.

Las mujeres insistían en centrar su atención de niña en aquel acontecimiento. Exageraban caras, risas, movimientos de manos… hasta transformarse casi en  marionetas.

 Luego de un rato, se disparó la luz que inmortalizaría aquel momento.

Aunque, detrás de ella, detrás del auto, detrás de la puesta en escena, se escurría otra verdad…

Su padre se iba perdiéndose entre los árboles, a través de su monte de juegos. Se alejaba despaciosamente cubierto por un tapado negro. Mientras tanto, la cámara arrancaba de ella sus últimas sonrisas inocentes.

El, se escapaba sin explicaciones; sin excusas; sin despedidas. Se iba. Dejando una imagen borrosa del rostro en su memoria. Aprendería a temprana edad la incertidumbre de olvidar o de retener los rasgos de una imagen querida.

Sus ojos de niña encandilados por el sol, por la cámara, por la dicha no podían imaginar siquiera lo que acontecía a sus espaldas.

Mientras se sacaba la fotografía… sucedía aquella despedida tácita, silenciosa, borrosa… que la vida en el recuerdo la tornaría el negativo de esa foto.

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