Mirando la suave corriente del Ji, su pequeño cauce y el caudal más bien escaso, nadie imaginaría que solo con tres años de antelación a esta foto, había causado puro espanto y dejado sin casas y sin fortuna a todo nuestro humilde barrio. Aún así me gustaba el Ji, me gustaba el ruido que hacía serpenteando entre las piedras, me gustaba sentir su fría agua fluir entre mis dedos y sobre todo, me gustaba porque él no me daba miedo.
Ni cuando aquella “noche de terror” invadió nuestros hogares dejándonos en la ruina más absoluta en solo media hora, aunque yo, entonces, no di importancia a todo esto. Solo recuerdo que estuve encantada de cómo flotaban las cosas: el saco de harina, las alfombras, los zapatos, el bacín y finalmente, los muebles. Me pusieron de pie en la mesa más alta que había en la casa y desde allí aplaudía feliz todo lo que pasaba por delante de mis ojos. Mi pobre abuelo se esforzaba en cerrar la puerta ayudándose de una pala pero el agua entraba con fuerza por todas partes y si mi padre no hubiera entrado en tromba con un gran mazo de pico para romper la pared trasera y dejar así que el agua lodosa se salga llevándose consigo todo lo que encontraba a su paso, dios sabe lo que habría pasado…
Fui una niña feliz, bastante feliz, tenía un perro que era solo mío, un pastor alemán que hacía a ratos de guardaespaldas y tenía un gato cuya dueña era mi madre aunque solo yo jugaba con él. Y también tenía amigos. Todos los niños del barrio eran mis amigos porque jugábamos juntos multitud de juegos como el de dar clases y yo, siempre era la profesora, era la que escribía en la pizarra y ellos, los que hacían los cálculos y decían el alfabeto en voz alta… Eso fue algo que siempre me gustó y que finalmente puso rumbo a mi vida, aunque hasta entenderlo tuve que buscar muchísimo adonde no debía y nada me esperaba…
Sí, todo fue despreocupación, felicidad y quietud hasta que en la sombra, un ladrón de almas y de sueños, se encargó de que esa placidez desaparezca, de que la niñez se desvanezca antes de tiempo y de que negros nubarrones oscurezcan el reluciente sol de verano, junto con mi alma. Empezó a dolerme una muela y se descubrió que hice una pequeña caries así que mi madre me llevó al dentista. Me llevó solo una vez. Al principio. Porque él era su primo. Después fui sola. Cada vez más sola…
Y mi muerte empezó el día que ese maldito dentista quiso enseñarme lo repugnante que puede llegar a ser la vida de una niña ultrajada, cuando de puro miedo y asco decide coger de la mano de su verdugo el taladro de la fresadora en marcha para metérselo a toda pastilla en el ojo izquierdo, el único ojo bueno que tenía, y no arrepentirse de nada…
FIN
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