El tren tardaba en llegar. El padre, nervioso, caminaba por el andén arriba y abajo, encendiendo con la colilla restante el cigarrillo siguiente, enlazándolos, mientras miraba con impaciencia el horizonte, como si el hecho de estar pendiente constantemente pudiese adelantar su llegada.

De haberse situado en otro escenario, daría la sensación que estaba esperando algún acontecimiento crucial, como la fatal noticia de un desenlace terrible, o al contrario, la felicidad de un nuevo nacimiento familiar, tal era su actitud durante la espera.

No era el caso; su mujer, de hecho, se había negado a acudir a la estación. Hacía días que Fernanda, la hija de ambos, no entendía lo que estaba sucediendo. En su casa no eran frecuentes las voces altisonantes ni los gritos, habitualmente la convivencia era plácida y tranquila. Sus padres conversaban entre ellos en tono bajo, demostrando su esmerada educación, conseguida tras asistir durante años a renombrados colegios. Para las amigas de Fernanda eran una pareja ideal y así se lo hacían saber a menudo.

Ella no lo tenía tan claro. Era cierto que sus padres entre sí conversaban en tono bajo, educado, agradable al oído. También lo era que, como cualquier matrimonio bien avenido, iban juntos los domingos a misa y después siempre al paseo, cogidos del brazo, saludando a vecinos y conocidos con los que se topaban en la alameda.

Pero Fernanda, sobre todo en casa, oía las ausencias, los tiempos muertos, los silencios entre ellos, presentes cada vez con mayor frecuencia durante su infancia.

Ahora, hacía apenas unas semanas, los silencios y los tonos bajos habían huido de la casa, siendo sustituidos por voces altas, gritos, insultos y llantos desconsolados. Todo ello hasta ayer, que fue el día en que su madre, resignada, consintió. A partir de entonces, dejó de gritar y pasó a responder con monosílabos, paseando cabizbaja por el pasillo, con grandes ojeras enmarcando su mirada.

Al llegar el tren, un niño bajó de él. El padre, veloz, corrió a abrazar a ese niño desconocido. Fernanda pensó que  tendría unos cinco o seis años menos que ella y le llamó la atención el mechón rojo que destacaba entre su pelo oscuro y que, curiosamente, desde hacía varias generaciones, la genética reservaba a los Valverde.  

FIN

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