Cerré la puerta tras de mi. Dentro olía a cerrado, a aire rancio y polvo acumulado. El silencio, extraño, parecía haberse posado sobre la casa como un sedimento más. Hasta donde yo recordaba, en aquellos escasos sesenta metros, el ruido era continuo: la radio de fondo y el traqueteo de la máquina de coser sofocados por la continua charla. Incluso durante la enfermedad del abuelo el bullicio era constante, casi diría que aumentó, pues hubo quién encontraba en la caritativa visita  la excusa necesaria para atravesar nuestro umbral. La abuela se levantaba solícita y multiplicaba las sillas, rescatándolas de la cocina o de algún dormitorio, de donde quiera que esperasen dormidas su turno para unirse a la fiesta,  organizando con ellas un baile que no cesaba hasta bien entrada la noche. Improvisaba la merienda, la cena, lo que tocase, igual que improvisaba la vida, con una sonrisa.

   Fui hacia el dormitorio principal decidida a no ahogarme en mis pensamientos, pero últimamente no había balsa que me salvara, estaba dispersa y errática. Sin ganas, comencé a instalarme en el que había sido el piso de mi abuela. No sabía por dónde empezar: ventilar, revisar los muebles para ver los que podía aprovechar, encajar en ese espacio prestado la mitad que me correspondía de mi vieja vida. Me senté frente a la máquina de coser que permanecía callada en una esquina. Comencé a acariciarla como quien acaricia un animal desconocido por primera vez, con una mezcla de miedo y respeto. Nunca aprendí a coser, pensaba que había tiempo para ello, y ya no quedaba nadie de mi familia que pudiera enseñarme. Al levantar una de las trampillas de las bobinas descubrí la foto.

foto_familia_-_abuela.jpg

Desde esa ajada imagen me observaba una mujer irreconocible. Sujetaba un bebé rechoncho en sus brazos. Hice un cálculo todo lo rápido que mi mente abotargada me permitió; en esa foto mi abuela rondaría los treinta años. Treinta, pensé, treinta. ¿A mi abuela le gustaba entonces su vida? Su aspecto era serio, cansado, nada que ver con la abuela jovial que yo disfruté hasta que murió. Entendí que ella volvió a ser joven después de ser madre, de ser abuela, cuando aprendió a mirarlo todo con la perspectiva que dan los años. Supe entonces que tampoco para mi era tarde, por muy tarde que fuera, al fin y al cabo lo nuestro solo había sido un naufragio de adultos. Todo pasa para volver a renacer. Todo es así menos la muerte. Tenía que aprovechar, el próximo fin de semana disfrutaría de los niños.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus