Mis Dolores y sus remedios

Mis Dolores y sus remedios

Estrella Pardo

14/05/2014

En casa el Viernes de Dolores es motivo de felicitaciones. La mitad de las Lolas de mi familia heredaron su nombre de mi abuela Dolores

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Apenas hay un puñado de imágenes fotográficas de  ella rondando, con sus ojos tristes y su cabello recogido. Imagino otras imágenes en las cabezas de sus hijas, herméticas. Las tres eran jóvenes cuando falleció: recuerdan pero no transmiten. Guardan celosamente sus miserias y alegrías. Durante años creí que mi madre era una niña pequeña cuando quedó huérfana. De ser así, quizá, hubiera compartido más a su madre con nosotros.

Como mi prima compartió su bicicleta conmigo, de niñas.

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Fue la primera que monté. Bajé la pendiente fijando la mirada al suelo, la velocidad aumentando y sin pensar en frenar. Mi control era precario. Disfrutaba el trote sobre las rocas tanto como el miedo que me invadía. “Agua oxigenada”, sentenció mitía Lola. La espuma blanca efervescía sonoramente. No lloré, avergonzada de mi herida y sabiendo que ya no me dejaría volver a montar.

Tampoco había llorado cuando me pillé el dedo en la casa del pueblo.  El tractor era nuestro patio de juegos infantiles. Subíamos, bajábamos, hacíamos comiditas… Traté de colocar aquel tronco en aquel hueco. Encajó exacto,  mi dedo sobraba. Grité. Mitía Dolores, la del tío José, vino corriendo, lo liberó y agarró con una ternura inusual en ella. No entendí lo que me habló, en su gallego castellanizado y repletito de diminutivos, alarmado y meloso. Me llevó por los hombros junto al lar. Su contacto cariñoso me invadía. El latir de mi dedo era insoportable pero no quería que acabara de mimarme. Tomó un trozo de hunto, del que usaba para filloas y caldo, santo remedio también para dedos pillados. Me sentó y mis pies no llegaban al suelo. Rezaba mientras lo envolvía y ataba con un trozo de gasa. Me sonaba a miel.

Años después evocaba su voz al cantar a mi hijo. Él no era frágil ni lechoso, ni indefenso ni chato. Bebé con cara de adulto, con mirada inteligente y atenta, escuchaba y descubría el mundo maravilloso que le rodeaba en el jardín, en la casa, en el parque… Contesté la llamada de mi hermana Loli.

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Mi maternidad redujo distancias y acercó edades. “Ocúpate de él, pero no te preocupes: a los veinte comerá solo, no usará pañal, todos lo hacen…”. En unos meses su hijo iba a ser padre y el mío, siete años antes que yo, sería tío.

Mi tío pequeño me saca dos años. Cuentan que una vez, de niños, me quiso retorcer el cuello porque le llamé así, tío. Mi tía Lola, la del tío Juan se lo hizo a una gallina y me quitó el habla. Tampoco lloré. Llamó a todas a comer, como otras veces, con su cantar chillón: pitas, pitas, … le agarró y le retorció el pescuezo: ¿cómo pudo? Niña de ciudad, con el tiempo entendí que en el pueblo, perros y gatos tampoco eran mascotas.

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