Todas las familias felices se parecen y la nuestra no iba a ser menos. Mis padres, y en eso no eran una excepción, proyectaban en los hijos sus expectativas y frustraciones. Los domingos después de comer, oscurecían el salón, apartaban mesas y sillas y cubrían el suelo con toallas, por si goteaba. A continuación nos mandaban desnudar, colocaban nuestra ropa en los respaldos de las sillas y nos sacaban las pieles. Luego las estiraban, las untaban con nivea, las unían con imperdibles y colgaban el pellejo resultante de unos ganchos en la pared. Qué alegría la suya cuando sacaban los rollos del armario y proyectaban sobre nuestras pieles películas en blanco y negro en las que los protagonistas vivían en mansiones, conducían cochazos y se besaban al final mientras un círculo se cerraba sobre ellos y sonaban violines. De vez en cuando nos señalaban un vestido, o un anillo, o una lata de caviar, y nosotros contemplábamos la escena embobados desde unos ojos sin párpados, sin perder detalle.
Lo mejor llegaba después, al acabar la película, cuando nos volvían a enfundar en nuestras pieles y todos menos mamá se retiraban a dormir la siesta. Yo me quedaba con ella y le ayudaba a limpiar los platos, echaba a lavar las toallas ―siempre quedaba un cerco de sangre debajo de cada uno― y recolocaba los muebles sabiendo que, al terminar, mamá se sentaría en el sofá, me subiría en su regazo y me acariciaría las costurones con la mirada perdida en alguna hecatombe tras la ventana.
A veces pasaba que, para cuando terminaba la película, habíamos dado un estirón y las pieles nos quedaban pequeñas. Yo, que era el menor, heredaba la de Fernando y santas pascuas. Me sobraba por todas partes y me deformaba las facciones, mi cara parecía la de un bóxer con tanto pellejo colgando, pero como crecía tan rápido, en poco tiempo se me ceñía y recuperaba el buen aspecto. Mamá me firmaba justificantes para el cole aduciendo paperas, o la gripe, o piojos. Mientras, pasábamos el día jugando al fútbol y comíamos chocolate para engordar antes. A Fernando, que era el mediano, le ocurría como a mí. La peor parada era María. Al no tener a nadie que la precediera, tenía que quedarse en carne viva hasta que mamá le cosía una piel de su talla, que confeccionaba con la que se me había quedado pequeña y con remiendos que guardaba en el congelador. Qué tiritonas mi hermana mientras tanto. A la pobre no se le podía cubrir con nada, no fuera que se le infectase la carne, así que Fernando y yo le contábamos chistes para entretenerla.
No recuerdo cuándo ni por qué nuestros padres dejaron de proyectarse en nosotros, si fue al llegar a esa edad en que todo son caras largas o porque se convencieron de que sus vidas nunca serían como la de los protagonistas de aquellas películas en blanco y negro. Fuimos felices a nuestra manera.
FIN
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