Qué me separa de aquel viaje. Miro la gente pasar arriba de los vagones yendo a un destino de esperanza, se pierden sobre los valles. Lagrimas recuerdan que yo alguna vez abordé los sueños a una mejor vida, cuando ya no tenía a mis padres, ni a familiares en mi país. Acicalo el viento, cruzó despacio las vías del tren, ahora apoyada en muletas, palpo el óxido y las ruinas, las membranas de algún ave expuesta, sobre el ardiente sol, me recuerdan la mutilación de mis piernas. Mi gente bonita va trepada sobre el tren buscando sueños distintos. Desaforados, tostados por el sol, estiran sus manos por comida. Me siento como cada mañana afuera del albergue, a coser ropa y zurcir zapatos. El eco de mi padecer no calla. Mi cruz colgada sobre mi cuello y atrás el nombre de mi hijo. Beso su nombre. Bendigo a todos. El tiraje de los sucesos es frecuente y revelado. No para. Es como un centinela interno que da latigazos a mis recuerdos para removerlos y traerlos una y otra vez. En cada acto cotidiano, en cada sueño y sustancia, busco abrazar de nuevo a mi hijo. Más bien, sujetarme fuerte a él. Pienso en cómo caí, y el tren pasó sobre mis piernas. El cansancio no debió debilitar mis sentidos. Veo mis piernas mochas, veo en mi recuerdo sus ojos y él corriendo hacia mí. Nos separamos el último de septiembre, siguió en aquella procesión de naufragio. En el atrio del templo del Salvador, he arrojado mis cargas, al instante que caen de lado las muletas, para sanar la ausencia de mí único lazo de vida familiar disuelto. Yo sé que mi peregrino pisará las huellas de su redención hacia su morada espiritual, y así la sangre nos junte a los dos.

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