Pedro, en los años sesenta, hizo con Andrea su último retorno a España como visitante. Al regreso a nuestra casa en Argentina, abría su baúl de viaje y hacía estallar sus regalos, sus trofeos, sus fotos. Sus nietos, sonreíamos burlonamente: “¡Abuelo! ¿Quién le prestó esa copa de plata para sacarse la foto?” “¿De quién eran los guantes blancos y la bandera con que posó para la otra toma?” -“Hombre … aquella fue porque gané la regata”, respondía con un orgullo que nos parecía exagerado. “Y ésta, pues es de cuando me eligieron para llevar el estandarte del pueblo… vamos … en la fiesta de San Roque”. Entonces, nuestra precoz y porteña complicidad se hacía más socarrona simulando aceptar el seguro engaño: “¡Qué regata iba a ganar a los setenta y tantos años! ¿Quién lo iba a conocer allí después de tanta ausencia?”
Cuarenta años más tarde cumplí mi sueño: transité los caminos de Santiago Apóstol y admiré las rías gallegas.
Además de los familiares ¿quedaría algún recuerdo en Carril? ¿alguna señal de Pedro y Andrea … de nuestros orígenes?
Ya junto al malecón, me senté en la umbría vereda del restaurante de Loliña a degustar sus ostras y jamones. La propia Loliña en persona, alta y garbosa aún, luego de inquirirme sobre el mayor o menor éxito de sus platos en mi paladar foráneo, quiso saber, también, los motivos de mi presencia en esos parajes. Al conocer mi origen familiar sus ojos reflejaron el sol del tímido verano, oprimió mis hombros con sus manos y me indagó impacientemente: “Vamos a ver. Y tú ¿quién eres, mi niño?” Tras mi desconcierto y mi respuesta, comenzó su detallado recuerdo de todo lo que había ocurrido ¡hacía cuarenta años! “¡Qué gran hombre!” repetía con una devoción que se me antojó exagerada, mientras describía la pipa en la que él solía fumar mientras daba su diario paseo frente al mar y señalaba el sitio, cruzando la ría, donde había nacido Andrea. Sentí que era sincera su emoción al evocar los juegos de naipes que preferían mis abuelos así como al ponderar las aptitudes marineras de “Don Pedro”, además de su ingenio y cordialidad y ¡hasta su anillo! Me embriagaba de sorpresa y orgullo. Pero no pude dejar de sentir una anacrónica vergüenza. Me acongojó la imposibilidad de expresar ahora al abuelo lo que él hubiera esperado de nosotros en el momento oportuno, al escuchar de labios de aquella mujer el encarnado y vívido relato de la alegría de la gente del pueblo cuando eligió a Pedro para que tuviera a su cargo portar el estandarte a lo largo de sus calles, con aquellos guantes tan blancos. Y del aplauso muy grande y ¡qué hermosa fiesta! al entregarle la copa del primer puesto en la regata tan disputada, metro a metro, y en la que él había triunfado … ¡a sus setenta y tantos años!
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