A mis abuelos José María y Ana,
Que nunca pensaron que escribiría sobre ellos.
Veinticinco años antes de echarse la foto, el hombre que abraza al niño mientras lo mira divertido – le pasará lo mismo en sucesivos retratos, preferirá mirar al niño ignorando el objetivo de la cámara – le preguntará a su mujer si las maletas están ya hechas. Ella contestará que sí, y con la noche todavía cubriendo el cielo, le darán un beso a su hija de ocho años en la frente, furtivo y silencioso, para evitar despertarla (casi treinta años después, será ella quien saque esta foto), caminarán un buen trecho en silencio y cogerán el autobús – o el correo, como ellos lo llaman-, que los llevará a la estación en la que se montarán en un tren con destino a Francia.
Veintiún años después de que la cámara enmarque tres generaciones de un disparo, el niño que ríe porque su abuelo le está haciendo cosquillas es ya un hombre. Ronda los treinta mientras rompe todos los esquemas que se le presuponen a su edad: ni está casado ni tiene trabajo. Mucho menos una casa propia que le cobije. Por eso, harto de ser rechazado por empresarios sin escrúpulos y de tener que lidiar con políticos que solo ponen trabas en su camino, decide meter en una maleta dos pantalones, tres camisetas, cuatro mudas y un ejemplar de cien años de soledad, y compra un billete de tren que lo sacará de su país natal.
Cuarenta y seis años antes, la niebla de la madrugada se confunde con el humo que expulsan los trenes. El matrimonio, ella llorando y él tiritando de frío, espera en el andén de un pueblo del sur de Francia a que venga el patrón a buscarlos. Les esperan tres meses recogiendo fresas, zanahorias y guisantes. Pasan miedo al ver que el hombre se retrasa y el ir y venir de tanta gente desconocida no ayuda a tranquilizarlos. Unas horas más tarde lo ven llegar, sudoroso y disculpándose. Las huelgas, se excusa, lo dificultan todo un poco. No lo dice enfadado, sin embargo. Es mayo de 1968.
Ya no queda en la mirada del hombre rastro alguno de la del niño, la vida ha golpeado fuerte y aunque a veces se escapa una carcajada, es inevitable que un punto de cinismo la adorne. No todo es malo, él tampoco está solo: lo acompaña una morena por cuyos rizos se deslizan las promesas de una vida mejor. Termina de hacer la maleta y deja para lo último una foto donde su abuelo lo abraza en presencia de su bisabuela.
Una hora después, estará montado en el tren, al lado de la morena, que lo llevará con destino a Francia. Aunque cierto miedo lo asalta, sonríe: los trenes ya no echan humo y su abuelo ya no está, pero su brazo siempre descansará sobre su hombro, protegiéndolo.
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