La descarga de las carabinas dejó escuchar su mortal sonido. La sangre del teniente coronel Alberto Santillana entintaba, contrastante, el blanco muro de la parte lejana de su residencia. En tanto, su cuerpo yace entre lodo y pasto con el rostro ensangrentado y la mirada perdida en el infinito.
Los gritos de un frenesí alcoholizado salen de la garganta de los soldados revolucionarios que terminan así con la vida del militar del ejército federal quien sorprendido en su residencia del sur de la capital mexicana fue llevado al paredón sin miramientos.
A un lado la joven esposa de Santillana, Dolores Santibañez observa aterrorizada y ahoga sus gritos aferrándose a su rebozo. Ahora el tumulto va hacia ella. Su cabeza es entonces un remolino, un terrible jirón le quita el rebozo y la desprenden entonces del tesoro que guarda entre sus ropas: su pequeña hija de escaso un año de nacida cuyo llanto comienza a serle más imperceptible y lejano a Dolores.
La joven mujer ha cerrado los ojos para no ver; aunque siente en sus entrañas y en su cuerpo la violencia con la que los victimarios de su esposo ahora lo son de ella. Quiere morir en ese instante pero solo pierde el sentido. Pasaron horas o días, ella no lo sabe pero despertó en la caballeriza que tenían en la residencia, semidesnuda con el dolor en el cuerpo y en el alma recorrió cada rincón de la casa.
Llegó como pudo al jardín y a aquella barda que sirvió de paredón. Ya no estaba el cadáver de Santillana pero si la tinta sangre como muda testigo de lo que ahí sucedió solo un par de días antes. Su mente parecía nublarse y oír en la lejanía el llanto de su niña y entonces corrió de un lado a otro de la casa. Creía escucharla en la recamara y hasta allá llegaba, luego parecía venir el llanto de la cocina, del sótano, en todas partes….
Nunca más la volvería a ver. Los revolucionarios le habían robado a su bebé. Unos días después Dolores fue rescatada por sus familiares cercanos, fue llevada a un hospital psiquiátrico hasta que años después lo abandonó y regresó a su antigua residencia hoy ocupada por una de sus hermanas.
Siempre en silencio, con su mirada melancólica desde su silla que veía al jardín, pasaba los días, los meses, los años, siempre esperando por su bebé. Y como si el destino se quisiera ensañar, mientras todos iban muriendo en la antigua familia Santibañez, Dolores solo envejecía con esa locura interna que nadie podía desentrañar.
Poco antes de morir, en los años setenta, dio alguna muestra de lucidez. La familia que se había multiplicado observaba por televisión el magno desfile del 20 de noviembre; el cual cerró con el discurso del presidente que dijo voz en pecho: ¡Viva la Revolución! La viejita Dolores que miraba hacia el jardín volteó su cabeza y dijo: “¡que chingue a su madre”!
FIN.
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