Distinto frío. El mismo frío.

Distinto frío. El mismo frío.

Mar Tablares

12/05/2014

Fría. Así le encontré.

Como una preciosa bola de nieve, hecha con cariño, pero fría.

Entre sus manos nuestra foto, tan antigua como ella, como el tiempo pasado.

En cada hebra de su pelo blanco se reflejaba la luna, delicada envoltura.

Su gesto era a la vez dulce y severo, como solía ser. Ella decía que era así porque nació sobre una mesa de mármol y lo primero que sintió fue frío sobre frío.

Aún conservaba restos de su perfume habitual con aromas cítricos y un claro toque a lavanda, uno de esos olores que viaja desde la antesala de la nariz hasta la parte del cerebro que lo transforma en esa agradable sensación de estar a salvo, en casa.

Me senté junto a ella, a los pies de la butaca, mirándole y recordando aquel día.

¡Casi ni me atrevía a recordar!, ni a tocar su inerte cuerpo. El cuerpo de mi madre, el cuerpo de Rosario.

Acerqué mi mano a su rostro arrugado, intenté rozar sus ojos cerrados con mis dedos, pero no pude, porque hacerlo sería constatar la realidad, tomar el trago más duro y amargo, como un atraganto.

Miré la foto y se me escapó una sonrisa. La imagen aparecía difusa en mi mente, tendría unos cuatro años y sospecho que parte del recuerdo es inventado.

Un temporal nos sorprendió un fin de semana en el pueblo, no estábamos preparados, pero ante mi insistencia en tocar la nieve, con un frugal chubasquero y sin guantes, salimos a la calle. Ella siempre me hacía feliz, siempre cumplía mis caprichos y deseos.

De vez en cuando me metía las manos en los bolsillos de mi estampada falda buscando el calor que faltaba. Los pies comenzaban a humedecerse, pero mi afán por darle forma a aquella masa, me hacía olvidarlo y esquivar sus palabras.

-¡Vamos ya, te estás quedando helada! -insistía.

No me importaba nada sentir el gélido viento del norte acartonando mi cara, recorriéndome la espalda, azulando mis palabras…, como lo siento hoy también; pero entonces no me afectaba, estábamos juntas, jugando, riendo, casi tiritando, calándonos hasta los huesos en aquella preciosa mañana nueva, glacial, eterna por deseada. ¡Quién me iba a decir que años después, aquella fotografía, con lugar destacado en mi mesilla de noche, me haría sentirle igual: nueva, glacial, eterna por deseada!

La lágrima fue una sorpresa, anuncio de que algo se acababa, de que ya no era niña, de que ya no jugaba, de que era verdad su presencia terminada, el frío de su cuerpo, el dolor de mi alma.

Tomé la foto con cuidado, como queriendo no despertarle. Y la besé en la mejilla, sobre el papel, porque la presencia de su muerte aún no me aceptaba.

Me quedé muda junto a su níveo cuerpo, escuchándole partir, pisando la nieve descalza, con frío, sin madre, sin techo, a obscuras, las dos calladas.

Fin

Bilbao, 4 de mayo de 2014

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