Alejandra subió las escaleras muy despacio con la ropa sucia entre los brazos cansados. Abrió la puerta de la azotea y un sol radiante la deslumbró. El día va a ser caluroso, pensó. Metió la ropa en la lavadora, cogió las sábanas limpias para cambiar las camas y a punto estaba de bajar cuando de repente se paró y con aire ausente se sentó en el primer peldaño. Cada sábado era la misma rutina. Mientras sus hijos dormían, ella se desayunaba en el silencio cálido de la cocina, luego recogía los restos de la cena que habían quedado desperdigados entre la mesa, la encimera y el fregadero y lavaba los platos. Después pasaba al salón para poner un poco orden, luego se iba a su cuarto, quitaba las sábanas y abría las ventanas para que se aireara la habitación. Luego, subía a poner la lavadora y a buscar las sábanas limpias. Cuando terminaba con su dormitorio, se duchaba y se ponía a trabajar en el ordenador hasta que sus hijos se despertaban, y justo en ese momento la casa se solía llenar de ruidos, voces procedentes de la televisión, discusiones absurdas y malhumores mañaneros.
Y ahora, ¡quién lo iba a decir!, el mayor, su pequeño, cumplía ya los dieciocho, y la niña, aunque ya no era tan niña, en breve tendría diecisiete… ¡Qué edad tan difícil! ¡Qué diferentes se veían las cosas desde la perspectiva de esos pocos años! Y ella, con ese nombre tan largo que le pesaba tanto como el tiempo transcurrido desde su nacimiento, estaba cansada de vivir. A punto de cumplir los cincuenta, le parecían demasiados para sostener la balanza en equilibrio.
– Con cincuenta ya está bien – se decía – para qué más. El mundo seguirá girando sin mí. Las noticias seguirán mostrando a jóvenes y a adolescentes carentes de valores, que aprovechan cualquier excusa para beber, que se creen el centro del universo, con derecho a tenerlo todo pero sin obligación a dar nada. Y pensar que ellos son la siguiente generación. No quiero estar aquí cuando tomen las riendas de este planeta, porque les va a venir muy grande y les estallará entre las manos.
Y mientras así pensaba, Alejandra, descendió lentamente las escaleras, contemplando las fotos que cubrían las paredes: la de su padre, sus abuelos y todos aquellos amigos y familiares que ya no estaban pero que, de alguna manera, seguían presente en su vida cada vez que los recordaba, cada vez que contemplaba sus retratos.
– ¿Qué hago? – les preguntó en silencio -. ¡Estoy tan cansada!
Mas aquellos rostros sonrientes contemplaban impasibles algún lugar desconocido para ella. Suspirando, se secó las lágrimas que comenzaban a descender por sus mejillas y se levantó con las sábanas entre los brazos. No percibió que, por un fugaz instante, la sonrisa de su padre, se ensombrecía.
FIN
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