LA MAGIA DE LA GUERRA
Saber de la magia de la posguerra. ¡Qué magia podría haber! en una tierra sedienta de amor, exiliados, abrazos, muertos, besos, nudos desechos por el odio engendrado entre hermanos, quienes años antes, jugaban a las cartas, conversaban, se refrescaban con un vaso de vino seco en la tasca del barrio y escuchaban en la noche, el frío viento que anunciaba el final del otoño y la caída de sus hojas, mientras se repartían la leña de hogar en hogar.
Una anciana narraba el recuerdo, ya fenecida. Hermosa por dentro y por fuera. La mujer con más duras primaveras jamás vividas. Me contaba en aquella curiosidad juvenil, la mía, como había muerto mi abuela. Una mujer anhelando vivir muchos años más y con la luz en su vientre para traerme una nueva tía. Falleció de neumonía a los treinta y tres años. Yo era parte de un futuro universal esperando que las estrellas decidieran que mis padres se encontraran, pero por entonces mi padre, quien convive con los cipreses, sólo llevaba en su espalda siete años de vida. Ese día, acudió a la escalera, como si fuera la de Buero Vallejo, aquella que observaba muda pasar el tiempo de esta larga y eterna familia. Se sentó. Apoyó las manos en sus sienes y rompió a llorar. ¿Por qué? Se preguntaba, ¿por qué? Perdí tan pequeño a mi madre. Entonces, ese instante quizás fue el más amargo, el más cruel, infinito que padeció el laberinto de su alma y se trasladó en el viaje de su camino, su corto camino. El resto se tornaba impuesto. Aquella hermosa anciana le cuidó, le quiso como a su hijo, e incluso ambos zarparon `temprano, navegaron a otra dimensión, sin apenas darnos cuenta de cómo transcurre el tiempo, éste que sólo existe para hacernos ver que la humanidad es una familia que debe de dar y recibir, aprender hasta esperar la muerte. El hacha de su pena le engendró una herida jamás superada. Tenía un padre sí, tenía un padre. Entonces los hombres, o al menos muchos de ellos contraían matrimonio por conveniencia. Tras barajar posibilidades, mi abuelo se casó con una mujer acomodada de la época. Conté las veces que le vi en mi vida: seis. Aun le recuerdo. Era simpático, pero le vi seis. No acudí a su entierro. Mi padre ya había alzado el vuelo hacía muchos años, y en esa laguna de horizontes perdidos de tantos lustros, contrajo matrimonio con la que actualmente es mi madre. Tuvo cuatro hijos. Soy la tercera. Ahora, después de intentar comprender tantos episodios, he logrado saber lo que conlleva la dureza de una guerra, el egoísmo, la ambición, los celos, que se generan en los propios hogares y que gracias a ellos concretamos que el cielo se enoje, que la tierra se espante, y que más y más bombas derramen sangre en cualquier parte del mundo. Cuando yo fenezca, me gustaría ser aquella anciana, y morir como ella, dignamente libre.
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