LA DESGRACIA DE NO TENER GRACIA

LA DESGRACIA DE NO TENER GRACIA

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Nací en la resaca de la postguerra… y flaca, el peor error filial, recordatorio de las hambres pasadas. Mi madre intentaba justificarse:

-Mire, doña Paca, la niña come como una pupa viva.

Inservibles los remedios que practicaban, incluido el de pelarme a rapa “porque el pelo me comía a mi”.

Sufría ataques de raquitismo. Piernas como alfileres, rodillas con cardenales, mis últimos detalles estéticos. 

– No tiene remedio, doña Paca, la niña se cae en lo más llano.

Cuando mi madre salía me dejaba con ella. Los niños jugaban en la calle mientras yo miraba tras la ventana,  pasando habichuelas de una latita a otra. Cuando regresaba  y preguntaba, doña Paca contestaba:

– ¿Cómo se iba a portar, Carmela, si al angelito no le sale la voz del cuerpo?

Un ser extraño llegado a sus vidas sin ser solicitado. A la menor recriminación, lloraba. Lloraba en silencio, como si mi llanto no fuera de este mundo, mordiéndome el labio inferior, mientras las lágrimas caían como catarata amazónica.

Lloraba con la misma facilidad con que otros alzan la vista. Hasta lloraba por encargo. Si íbamos al cine, tenían que sacarme porque yo me embarracaba con las del “Gordo y el Flaco”. Las de Cantiflas me provocaban el mayor desconsuelo. Mi hermana quitaba al asunto dramatismo:

-¡Cuánto más llores, menos meas!.

Mi padre fue el mayor experto en esta ciencia-familiar consistente  en «hacer llorar a la pava».

Es la hora de la comida:

– Carmela, a la niña le pasa algo.

– A la niña no le ocurre nada, Juan.

– Te digo que a la niña le pasa algo… ¡Lleva una hora sin llorar!

Para acabar con la discusión, lloraba.

Peor que estar delgada era no tener gracia. Mi hermana era el colmo del donaire y del salero.

Jamás me hicieron un traje de gitana, ni preguntaron si me hacía ilusión utilizar los que a mi hermana quedaban pequeños. Para utilizarlos había que tener un mínimo de gracia.

Por eso nunca podré olvidar aquel domingo en casa de mis padrinos. Estaban todos contentos, habrían bebido mucho vino, hacía un terrible calor… cuando se me ocurrió cantar, «Con ese lunar que tienes cielito lindo junto a la boca,…”

Casi que se parten de la risa  pero pretendieron que siguiera cantando y cantando y pronto descubrí la poca gracia que tenía tener gracia y decidí volver a llorar por encargo.

No por ello tuve una niñez triste. Ser «la llorona» ofrecía sus ventajas. Nunca pensaron que pudiese infringir una norma y me dediqué a leer, a inventar historias y a echar discursos.

En el taller de la tía Encarna, mientras las aprendizas trabajaban, yo echaba unos mítines incendiarios, utilizando palabras que las dejaban boquiabiertas; recuerdo uno cojonudo sobre la República y el voto femenino.

–  ¿Dónde puñetas habrá oído estas cosas la zagala?, se preguntaban.

Fue en aquella época cuando descubrí que era una suerte tener la

desgracia de no tener gracia.

FIN

Carmen Morente Muñoz

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