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Esto es de mi Primera Comunión hace cuatro años, mi abuelo está al fondo. Él ya estaba mal… de salud, quiero decir. Mi madre me contó que antes de la guerra había sido casi jefe de un sindicato de izquierdas (tenía una churrería). Yo no sabía qué era eso del “sindicato de izquierdas”, pero para mí esos eran como mis buenos de las películas: los indios que siempre perdían. Le imaginaba de héroe, como un Capitán Trueno justiciero. Ella me dijo que después de la guerra, bastante antes de nacer yo, le pasó algo en la cabeza y se quedó medio paralizado: andaba muy despacito, no podía mover un brazo y casi que no podía hablar. Yo era el único que le entendía, porque era con el que pasaba más rato. Si decía algo como “¡eh!… fumita”, sabía que lo que quería era que bajase a comprarle un tabaco que se llamaba Ideales –mi madre no  quería que fumase– me sonreía con  un lado de la cara y me daba una peseta para patatas fritas.

Cuando volvía del cole le despertaba –estaba siempre dormido– nos sentábamos en la mesa camilla y jugábamos al tute, mientras que escuchábamos “Matilde, Perico y Periquín”. Mi abuelo me hacía trampas, pero yo como si no lo supiera, porque me daba pena. Yo le ponía las cartas en la mano buena y él sacaba otra carta que tenía escondida.

También le llevaba a pasear a las Vistillas. Le dejaba sentado en un banco y me ponía a jugar a la pelota o a patinar, hasta que volvíamos a casa. Aunque estaba muy cerca, llegar hasta allí era como hacer un viaje a la China, que para mí era a lo más lejos que se podía ir. Andaba cogido de mi brazo, con pasitos que arañaban el suelo.

Hace unos días me tuve que ir a dormir a casa de mis primos. Allí el más mayor me soltó de golpe que se había muerto. Yo pensé que no iba a verle más, me dió mucha pena y me puse a llorar un buen rato. Al otro día, mi madre me dijo que el abuelo ya no volvería y que desde esa noche yo dormiría en su cuarto.

Ayer, mirando los cajones de su mesa, me quedé pasmado cuando descubrí su carnet de Falange, ¡mierda! ¡Traición! Sentí como que me había hecho trampas otra vez y me puse triste.

Después de comer he enseñado a mi madre el carnet que encontré. Ella –casi llorando– me ha contado que mis dos tios lucharon en el bando perdedor –los buenos para mí– y que, a su vuelta, él los tuvo escondidos en el sotano de su churrería. Entonces mi abuelo se apuntó a Falange para poder ayudarles. Asegura que fue por el dolor y la rabia que le entró de tener que hacerse de Falange por lo que le dió aquello en la cabeza. Esa historia era algo triste pero me alegró. Ese era mi abuelo.

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