Todo era lento en aquella habitación de hospital. Las tardes nos acompañaban hasta bien entrada la noche, y con su tránsito mi padre oscurecía día a día. Como en un ritual del té, muy despacio y ordenadamente, mi padre preparaba los cubiertos para comer el menú que le dejaban las auxiliares, aunque cada día le costaba más hacerlo, y masticaba muchas veces el mismo bocado porque tenía miedo de atragantarse. Yo pensaba que el cáncer se lo estaba comiendo por dentro muy deprisa, y no se atragantaba. Al final era yo el que terminaba dándole la comida, recordándolo a él en el hospital hace unos años con mi abuelo, al que también dio de comer en sus últimos días, los dos con la mirada perdida, acompañándolo en el miedo y el dolor, alimentando a la bestia que llevaba dentro y que se lo comía deprisa, como a mi padre.

Los días andaban despacio entre turnos de 8 horas, y en cada cambio nos relevábamos las mismas mentiras indoloras, la misma adornada esperanza, llevándonos cada uno, tras el turno, la misma tristeza y desazón no compartida a nuestra casa.  Las mujeres de la familia lo arropaban como a un niño, y él se dejaba querer con una sonrisa, facilitando ese viaje vital de la vejez a la muerte, que siempre parece que deba pasar de nuevo por la niñez.

Antes de entrar a la habitación del hospital tenía que respirar hondo para que no notara que yo sabía lo que todos, incluido él, sabíamos. Sólo había un pequeño privilegio que me permitía todos los días, y era abrazarlo medio segundo más de lo normal, para poder olerlo. Mi padre olía a mi infancia, a mis risas y sus abrazos, olía a mi ídolo de pequeño, que desapareció muchos años para reencontrarse conmigo cerca de su despedida, cuando al hacer balance me di cuenta de que él nunca se había ido, que había sido yo, haciéndome llorar el tiempo perdido. Él lo notaba, los dos lo sabíamos, pero era nuestro pequeño regalo en un mundo de hombres que no se dicen a la cara lo que sienten. Desgraciadamente, luego quedan en el corazón besos no dados y palabras no dichas que llenan el vacío de vacío. Medio segundo no es nada, es un suspiro, pero para nosotros era una vida resumida, era compartir el pasado y revivirlo en el presente, sin prisas, lentamente, apurando despacio los pocos medios segundos que nos quedaban juntos. Deseando que todo pasara pronto y que no pasara nunca….

Espero que algún día mi hijo siga esta maldita tradición, significará que lo he hecho tan bien como ellos.       FIN

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