Tocó su cabello y deslizó sus dedos por él. Era lacio, negro y brillante. Siempre había sido así, desde el primer día que la había conocido.
— ¿Me extrañas, Isabela? — Preguntó González.
La mujer se volvió a verlo. Sus perfectos ojos azules se rieron de él. Incluso aquel espejismo de la Deluxe 2000 podía encontrar cierto absurdo en sus palabras. La ilusión creada por una máquina no podía extrañarlo devuelta.
González siguió acariciándole el cabello sin importarle su silencio. Si fuera por él podría hacerlo durante cientos de años. Sin embargo, no tenía cientos de años para ello. En realidad, tan solo tenía un par de minutos más. El hombre, que se percató del poco tiempo que le quedaba junto a ella por el anuncio en la pantalla de su reloj, soltó una lágrima solitaria sin que Isabela se diera cuenta.
—Ya me tengo que ir, mi amor. Me esperan en la oficina. —Dijo, como siempre decía cuando estaba a punto de salir de la ilusión, en un vergonzoso intento por pensar que aún tenía 28 años y tenía a su esposa viva.
—Te la pasas trabajando siempre, Adolfo. ¿Cuándo podrás estar más de dos horas junto a mí?
González sabía que aquella frase era tan solo un remedo de opciones preconfiguradas por la Deluxe 2000. Era una estrategia para que volviera a aquel recuerdo, para que volviera a invertir los 30 créditos que costaba rememorar aquellos tiempos junto a Isabela.
—Cuando tenga más dinero. —Respondió González, con seriedad.
—Podemos ser felices con poco dinero, Adolfo. Ya lo sabes bien. —Respondió ella, nuevamente observándolo con aquellos ojos del color de un cielo despejado.
—Quisiera que el dinero no fuera tan importante, Isabela, pero siempre termina por serlo.
El sujeto se puso de pie y dejó acostada a su amada. La habitación, pequeña y blanca, era exactamente la misma a la que había estado viviendo durante más de dos décadas junto a Isabela. No pagaban mucho dinero por ella y siempre les había parecido acogedora, con esa pequeña sala de estar, ese hornito microondas y esa bañera, roja y elegante. Cuando Isabela murió, González dejó la habitación y se adentró a un geriátrico de paredes amarillas y ancianos tristes en el centro de la ciudad. Siempre había extrañado su habitación.
En la única ventana de la habitación simulada, que se encontraba al lado derecho del camastro, podía verse una metrópoli gris, con una nube de smog tapando las monstruosas edificaciones. Hacía un par de años, para la fecha de la simulación, se había decretado la Ley del Aire, que decía que todo ciudadano debía portar siempre una mascarilla de oxígeno con tal de no sufrir enfermedades crónicas de los pulmones. El Ministerio de Salud reprendía a todo aquel que se quitara la máscara, los cuales venían siendo, casi siempre, fumadores compulsivos o desafortunados asmáticos que necesitaban una dosis de medicamento. En el recuerdo de González, no obstante, Isabela y él no tenían máscara alguna. La configuración del recuerdo había sido cambiada para que no las hubiera. Era mejor ver la hermosa cara de Isabela despejada de cualquier artefacto y sin el sonido estruendoso de este cada que su amada o él tomaban un poco de aire.
Fue así que, tras despedirse de un beso de Isabela, González abrió la puerta de la habitación y la simulación se dio por acabada. Millones de pixeles alumbraron los ojos del hombre hasta volverse negros, como su visión cuando tenía los párpados cerrados. González abrió los ojos, esta vez en la verdadera realidad, y le costó respirar dada su máscara de oxígeno, un globillo de plástico amarrado a su boca y su nariz que se empañaba y desempañaba a medida que iba respirando. El sonido de los 30 créditos descontados de su cuenta bancaria sonaron en su reloj, y el hombre apretó los puños y la mandíbula. No tendría para comer por unos días, pero al menos había rememorado una vez más a su querida esposa.
—Señor González, debo recordarle que los impuestos de la Deluxe suben por su uso. —Le dijo Elvia, la secretaria de cabello blanco y ojos pequeños que asistía en los recuerdos consumados de la máquina pública. Esta yacía sentada frente a la camilla donde González se encontraba rememorando el recuerdo. Un casco blanco se había retirado de la cabeza del paciente automáticamente.
—¡Pero si solo lo he utilizado un par de veces esta semana, mujer! —Exclamó el anciano, agitando los brazos en el aire. Se incorporó en la camilla y agarró su bastón negro, haciendo el ademán de ponerse de pie.
—Eso no es lo que dicen los registros, señor González. Según la tableta usted ha venido 13 veces durante esta semana. Eso le suma 8 créditos de más.
—¡¿8?! Lo único que hace esta maldita empresa es arruinar aún más a los pobres. —Dijo el anciano.
Elvia no respondió. Exhaló con impaciencia y abrió, con una palma en el aire, la puerta que González se disponía a atravesar. Ya sabía que el anciano haría eso, pues no era la primera vez que sucedía.
González salió del consultorio, sin despedirse, y cruzó el pasillo blanco de la empresa de recuerdos pisando fuerte. Habían docenas de habitaciones, todas llenas de personas recordando mejores tiempos. Murmullos de “te quiero” o “nunca pude decirlo, pero te amo” sonaban al interior.
—Que tenga un buen día, señor González. —Se despidió un androide a su lado. Era un hombre negro y calvo, de ojos amarillos y rostro juvenil que sonreía casi de forma excesiva. El cableado que salía de su trasero, además de la voz rígida y metálica, le recordaron al anciano que no se trataba de una persona, sino de la imitación de una.
—Vete al demonio. —Le contestó el anciano, a lo que el androide respondió con su misma sonrisa artificial.
Al cruzar González por las puertas automáticas del lugar, el sonido de 8 créditos adicionales siendo descontados desde su cuenta lo persiguieron por todo el camino. Si no tenía para comer después de los 30 créditos que había gastado en un principio, ahora no tenía ni para pagarse la cama en el geriátrico. Una lágrima cobarde se deslizó por su mejilla y el anciano se la secó con una mano en un movimiento brusco.
La ciudad, entretanto, seguía su mismo ritmo convulsionado. Las bocinas se tocaban sin parar, los carros arrancaban y frenaban con fuerza y el sonido de los pasos de las 500 millones de personas que vivían allí se escuchaba en lo más profundo del tímpano. El anciano estaba cansado de ello, cansado de vivir así. Sacó del bolsillo de su camisa de cuadros una fotografía, una de las antiguas, y la acarició con la yema del dedo gordo. Se trataba de su esposa, por supuesto, vestida de gala para alguna fiesta o alguna reunión especial. Se veía preciosa.
“Por qué tenías que dejar a este viejo tan rápido” Pensó González. “Por qué, Isabela. Por qué”
Era injusto, González lo sabía. No solo Isabela lo había dejado antes de tiempo, en medio de esa ciudad de desconocidos, sino que además lo había dejado afrontar la pobreza en soledad, que era tal vez el peor castigo al que pudieran condenarlo. La simulación de la Deluxe 2000 le había dicho que el dinero no importaba, que podían vivir con poco, pero esa cantidad de pixeles hiperreales no tenía que sufrir el hambre, el frío y la angustia de la pobreza. La simulación no tenía ataques de ansiedad repentinos ni necesidades suicidas cada semana a causa del dinero faltante; no sentía el dolor de huesos ni los molestos olvidos de la vejez; no afrontaba absolutamente nada, y aun así tenía el descaro de decirle que no necesitaban dinero para ser felices.
“No sabes nada, Isabela. Estás muerta y no sabes nada”
Las bocinas no dejaban de sonar a su alrededor, tanto así que el anciano tuvo que taparse los oídos y detener su paso por unos segundos. La ciudad era gigante y no tenía clemencia con los ancianos viudos y nostálgicos.
—Si estuvieras aquí, Isabela —dijo, sin importarle las miradas que lo juzgaban por su presunta locura al hablarle al aire—no aguantarías ni un solo día. Ya te habrías matado.
Pero, de pronto, supo la respuesta. Su subconsciente lo había dicho en voz alta y clara: morir. Isabela era feliz estando muerta. La finalidad de cerrar los ojos por siempre definía la terminación del sufrimiento, y eso, de alguna u otra manera, era ser feliz. Si ya no se estaba vivo no había por qué sufrir, por qué lamentarse ni por qué entristecerse. La carencia de tristeza se convertía en felicidad.
González lo pensó unos minutos. Ya había intentado matarse varias veces, pero nunca antes había sentido tal determinación, tal necesidad de salir de su vida, tal indicación de que esa era la respuesta. Siempre había sido demasiado cobarde para tomarse la última pastilla, para patear la silla y dejar que la cuerda se agarrara a su cuello con más fuerza o para dar un paso adelante estando en el último piso de algún edificio antiguo. Siempre lo había pensado dos veces y se había detenido por distintos miedos: el dolor al morir, el recuerdo de otro anciano suicida en la prensa, o el entrar a las puertas del infierno, que siempre le habían parecido tan reales. Hoy era diferente, hoy la ilusión de Isabela había sido más sabia, o tal vez más consciente del presagio.
Mientras las lágrimas corrían por sus ojos llenos de cataratas, se quitó la máscara de oxígeno, respiró la neblina citadina y sus pulmones se llenaron de muerte. Inhaló el aire una y dos veces, lo que constituiría una multa del Ministerio de Salud, pero a la quinceava inhalación la multa no se llevaría más créditos, sino que se llevaría su vida.
Su cuerpo, deteriorado por el tiempo, apenas pudo aguantar unos minutos, minutos donde el anciano respiró la densidad y la oscuridad de la neblina, que olía a chatarra, a humo y a fin. Lo último que vio fue el rostro de Isabela, sin máscara y con sonrisa. En las pupilas de su esposa estaba él, otra vez con 28 años.
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