Como reliquia, no es gran cosa. Carece de la refinada elegancia del blanco y negro, o de aquel  inconfesable encanto de las fotos cuarteadas, quemadas por las puntas, dobladas o archisobadas, recompuestos sus retazos con pegamento, casi siempre de manera insatisfactoria, burda y apresurada. Tampoco hallaréis, agazapadas en sus entretelas, truculentas historias de intrigas familiares, de literarias envidias y traiciones; ni siquiera la encontré en el compartimento oculto de un secreter, en un solitario y semiabandonado caserón devorado por la hiedra.

Y sin embargo, significa tanto para mí…

El setenta y cuatro languidecía, exhausto, mientras el mercurio se resistía, como casi cada año, a deshacer su abrazo sobre la trimilenaria ciudad de Cartagena. En la coqueta iglesia de San Antón, con corbata roja y en la parte superior, contraía nupcias Jesús, el hijo del custodio del cine de Escombreras, con Mari Carmen -me niego a señalaros la ubicación de la novia-, la hija del acomodador de idéntico cine y también en ese mágico y ya desaparecido poblado. Los sonrientes semblantes de mis padres destacaban, con mucho, en el tono general de la instantánea; despuntaba en ellos una actitud exultante, confiada, desafiante a las dentelladas que el destino pudiera reservarles y que, acaso con visionaria certeza, anticipaba la felicidad que aún hoy paladean.

Es una foto de detalles que, tímidamente, llaman a la puerta de los sentidos, para confesar secretos que pasan a primera vista desapercibidos. Como el color negro, que presidía el atuendo de mi familia paterna y manifestaba dolor y respeto por la aún reciente pérdida de mi abuelo Antonio. O el semblante de mis primas: la franca sonrisa de Tomasa, en el centro, y el matiz misterioso, introspectivo y definitivamente interesante en la pequeña Teresa, aferrada a la mano de mi tío Salva, quien sostenía, en primer plano y con asombrosa discreción, un puro quizá aún apagado, que anticipaba momentos de abrazos, bromas y bailes.

Desde la antigüedad el ser humano ha venerado a ídolos, tótems y dioses; actualmente aclamados deportistas, cantantes y actrices se asoman a las puertas del Olimpo. Yo elijo rendir culto a mi familia. A mi madre y mis abuelas, Carmen y Teresa, multiplicadoras de generosidad, atenciones y amor, insustituibles ejes del equilibrio familiar. A mi tríada de superhéroes: mi padre, mi abuelo Bartolo, mi tío Salva. Legendarios capitanes, siempre dando un paso al frente, en primera línea de fuego; íntegros, honestos, incorruptibles y sobre todo valientes. Imposible abrazar mejores referencias.

No me aguardaba, durmiente, en la polvorienta arquimesa de un caserío abandonado, y   nunca destacaría como antigualla. Adolece del sutil atractivo del blanco y negro; no logró mordisquear el rodillo del tiempo sus impolutas esquinas. Tampoco oculta literarias intrigas o enredos rocambolescos. Ni falta que hace, apostillo. En realidad es mucho mejor que todo eso, más entrañable y auténtica. Esta foto es amor, es memoria, es orgullo y añoranza. Sobre el privilegiado mirador de la tele del salón, preside todos mis días, perenne recordatorio de quién soy, de dónde vengo. Mi historia.

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