DÍA DE FIESTA
Runrún de aviones y silbido de bombas. Todos los días, runrún y silbidos y carreras y gritos y miedo y estallido y, hoy, silencio. Tras el estallido, silencio. Durante unos segundos, silencio absoluto, como si el sonido se hubiera escapado del mundo por uno de esos agujeros de obús que arrancan las tripas de las casas y de la gente. No sé cuánto tiempo llevo en este silencio espeso como brea, horas, días, meses, no sé, sin escuchar nada más que el retumbar de la sangre en mis oídos. Mamá, susurro, mamá, por primera vez en tantos años, mamá, nadie más me viene a la cabeza; todo parece envuelto en algodones opacos, paralizantes, que me impiden pensar y oír y ver a mi alrededor. No llamo a mi padre, no, claro, aunque él siempre está ahí, con su bigote y su traje de lino crudo, agarrando el brazo de mi hermano pequeño con una garra inclemente, quieto, niño, atiende, su palabra fetiche, atiende, niño.
Una vibración, un zumbido, algo se mueve a mi alrededor, sombras del pasado, o no, ¿Quién dirá aquello de que estamos hechos de lo que no podemos olvidar? Tardes de costura infinita, de sopor, de rabia contenida; ellos, siempre ellos, delante de la foto, delante de la vida, y nosotras allí, detrás, sombras antes de serlo, asomando la cabeza como bebés hambrientos mientras inventamos mañanas imposibles. Atiende, niño, atiende.
Yo me casaré con un hombre rico, el mío será poderoso y guapo; yo seré princesa, yo, hada. Risas entre agujas y dedales, atisbando tras las cortinas que tapan el mundo, envidiando el vuelo de una mosca, escupiendo en el agua de la jarra de tu padre, traduciendo las miradas de tu madre, siempre en silencio.
¿Qué pasó con el tiempo? Mi hermana mayor se casó con un hombre rico, creo, pero yo nunca llegué a ser hada. Y ahora únicamente me queda en la memoria esta imagen de un día de fiesta. Solo mi padre, ya solo mi padre. Y nuestras caras, vírgenes de futuro. Juan, con sus cejas de fauno y su camiseta a rayas, reventado en una trinchera del Ebro; Pedro, agarrado a sus tebeos, su uniforme fascista, sus modos de perdonavidas; María, lejana, como siempre; Julito y sus orejotas, perdido desde hace tanto en los garitos oscuros del barrio chino. Atiende, niño. Y mi padre, tan atildado y tan erguido, como un patriarca antiguo, ya nunca viejo, sin destripar aún por el cuchillo en aquella noche de recuerdo agridulce. Y yo, con mi flequillo recién cortado, mis ojos serios y mi boca oculta, qué gran imagen. Yo, volando por los aires en esta tarde brillante de mayo, liberada por fin de las rejas oxidadas de la cárcel y de este recordar absurdo en que se ha convertido mi muerte.
Isabel Martín Cordero
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